martes, 29 de abril de 2014

UN EXPRESO DEL FUTURO - Julio Verne






Julio Verne

Jules Gabriel Verne, francés, nació en Nantes en 1828 y falleció en Amiens en 1905, conocido en los países de lengua española como Julio Verne.

 



UN EXPRESO DEL FUTURO


—Ande con cuidado —gritó mi guía—. ¡Hay un escalón!

Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.

¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra... No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.

—Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo —dijo mi guía—. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston... en una estación.

—¿Una estación?

—Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.

Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia.

Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto.

¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor —el coronel Pierce— estaba ahora frente a mí.

Recompuse mentalmente aquel artículo periodístico. Casi con complacencia, el periodista entraba en detalles sobre el emprendimiento. Informaba que eran necesarios más de tres mil millas de tubos de hierro, que pesaban más de trece millones de toneladas, sin contar los buques requeridos para el transporte de los materiales: 200 barcos de dos mil toneladas, que debían efectuar treinta y tres viajes cada uno. Esta “Armada de la Ciencia” era descrita llevando el hierro hacia dos navíos especiales, a bordo de los cuales eran unidos los extremos de los tubos entre sí, envueltos por un triple tejido de hierro y recubiertos por una preparación resinosa, con el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina.

Pasado inmediatamente el tema de la obra, el periodista cargaba los tubos (convertidos en una especie de cañón de interminable longitud) con una serie de vehículos, que debían ser impulsados con sus viajeros dentro, por potentes corrientes de aire, de la misma manera en que son trasladados los despachos postales en París.

Al final del artículo se establecía un paralelismo con el ferrocarril, y el autor enumeraba con exaltación las ventajas del nuevo y osado sistema. Según su parecer, al pasar por los tubos debería anularse toda alteración nerviosa, debido a que la superficie interior del vehículo había sido confeccionada en metal finamente pulido; la temperatura se regulaba mediante corrientes de aire, por lo que el calor podría modificarse de acuerdo con las estaciones; los precios de los pasajes resultarían sorprendentemente bajos, debido al poco costo de la construcción y de los gastos de mantenimiento... Se olvidaba, o se dejaba aparte cualquier consideración referente a los problemas de la gravitación y del deterioro por el uso.

Todo eso reapareció en mi conciencia en aquel momento.

Así que aquella “Utopía” se había vuelto realidad ¡y aquellos dos cilindros que tenía frente a mí partían desde este mismísimo lugar, pasaban luego bajo el Atlántico, y finalmente alcanzaban la costa de Inglaterra!

A pesar de la evidencia, no conseguía creerlo. Que los tubos estaban allí, era algo indudable, pero creer que un hombre pudiera viajar por semejante ruta... ¡jamás!

—Obtener una corriente de aire tan prolongada sería imposible —expresé en voz alta aquella opinión.

—Al contrario, ¡absolutamente fácil! —protestó el coronel Pierce—. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad de turbinas impulsadas por vapor, semejantes a las que se utilizan en los altos hornos. Éstas transportan el aire con una fuerza prácticamente ilimitada, propulsándolo a mil ochocientos kilómetros horarios... ¡casi la velocidad de una bala de cañón! De manera tal que nuestros vehículos con sus pasajeros efectúan el viaje entre Boston y Liverpool en dos horas y cuarenta minutos.

—¡Mil ochocientos kilómetros por hora!— exclamé.

—Ni uno menos. ¡Y qué consecuencias maravillosas se desprenden de semejante promedio de velocidad! Como la hora de Liverpool está adelantada con respecto a la nuestra en cuatro horas y cuarenta minutos, un viajero que salga de Boston a las 9, arribará a Liverpool a las 3:53 de la tarde. ¿No es este un viaje hecho a toda velocidad? Corriendo en sentido inverso, hacia estas latitudes, nuestros vehículos le ganan al Sol más de novecientos kilómetros por hora, como si treparan por una cuerda movediza. Por ejemplo, partiendo de Liverpool al medio día, el viajero arribará a esta estación a las 9:34 de la mañana... O sea, más temprano que cuando salió. ¡Ja! ¡Ja! No me parece que alguien pueda viajar más rápidamente que eso.

Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso estaba hablando con un maniático?... ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de la objeciones que brotaban de mi mente?

—Muy bien, ¡así debe ser! —dije—. Aceptaré que lo viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted puede lograr esta velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos!

—¡No, de ninguna manera! —objetó el coronel, encogiéndose de hombros—. Entre nuestros tubos (uno para irse, el otro para regresar a casa), alimentados consecuentemente por corrientes de direcciones contrarias, existe una comunicación en cada juntura. Un destello eléctrico nos advierte cuando un vehículo se acerca; librado a su suerte, el tren seguiría su curso debido a la velocidad impresa, pero mediante el simple giro de una perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. ¿Pero de qué sirven tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración?

Y sin aguardar mi respuesta, el coronel oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos. Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales cabían cómodamente dos personas, lado a lado.

—¡El vehículo! —exclamó el coronel—. ¡Entre!

Lo seguí sin oponer la menor resistencia, y el panel volvió a deslizarse detrás de nosotros, retomando su anterior posición.

A la luz de una lámpara eléctrica, que se proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me hallaba.

Nada podía ser más sencillo: un largo cilindro, tapizado con prolijidad; de extremo a extremo se disponían cincuenta butacas en veinticinco hileras paralelas. Una válvula en cada extremo regulaba la presión atmosférica, de manera que entraba aire respirable por un lado, y por el otro se descargaba cualquier exceso que superara la presión normal.

Luego de perder unos minutos en este examen, me ganó la impaciencia:

—Bien —dije—. ¿Es que no vamos a arrancar?

—¿Si no vamos a arrancar? —exclamó el coronel Pierce—. ¡Ya hemos arrancado!

Arrancado... sin la menor sacudida... ¿cómo era posible?... Escuché con suma atención, intentando detectar cualquier sonido que pudiera darme alguna evidencia.

¡Si en verdad habíamos arrancado... si el coronel no me había estado mintiendo al hablarme de una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora... ya debíamos estar lejos de tierra, en las profundidades del mar, junto al inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre nuestras cabezas; e incluso en ese mismo instante, probablemente, confundiendo al tubo con una serpiente marina monstruosa, de especie desconocida, las ballenas estarían batiendo con furiosos coletazos nuestra larga prisión de hierro!

Pero no escuché más que un sordo rumor, provocado, sin duda, por la traslación de nuestro vehículo. Y ahogado por un asombro incomparable, incapaz de creer en la realidad de todo lo que estaba ocurriendo, me senté en silencio, dejando que el tiempo pasara.

Luego de casi una hora, una sensación de frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que había caído paulatinamente.

Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba mojada.

¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el tubo había cedido a la presión del agua... una presión que obligadamente sería formidable, pues aumenta a razón de una “atmósfera” por cada diez metros de profundidad?

Fui presa del pánico. Aterrorizado, quise gritar... y me encontré en el jardín de mi casa, rociado generosamente por la violenta lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido mientras leía el articulo de un periodista norteamericano, referido a los extraordinarios proyectos del coronel Pierce... quien a su vez, mucho me temo, también había sido soñado.

 

miércoles, 9 de abril de 2014

EL EXTRANJERO - Rudyard Kipling





Rudyard kipling (1865-1936)

 



EL EXTRANJERO

 

El extranjero que entra en mi casa
puede ser sincero o amable,
pero no habla mi idioma,
no puedo conocer su espíritu.

Veo su cara, sus ojos y su boca
pero no el alma que hay detrás.

Los hombres de mi propia sangre,
pueden hacer el mal o el bien,
pero dicen las mentiras que yo conozco.

Ellos conocen las mentiras que yo digo,
y no tenemos necesidad de intérprete
cuando vamos a comprar o vender.

El extranjero que entra en mi casa,
puede ser malo o bueno,
pero no puedo saber qué poder lo controla,
qué razón domina su humor,
ni cuando los dioses de su lejano país
retomarán posesión de su sangre.

Los hombres de mi propia sangre
pueden ser muy malos,
pero por lo menos comprenden lo que yo comprendo
y ven las cosas que yo veo,
sea lo que pienso de ellos y de sus gustos,
o lo que ellos piensen de mis gustos.

Esta era la creencia de mi padre
y es también la mía:
El grano debe formar una sola gavilla
y el racimo debe dar un sólo vino,
y los hijos deben hacerse los dientes
sobre el amargo pan y el vino.




domingo, 6 de abril de 2014

PARACELSO





 



PARACELSO

Médico suizo nacido a finales del siglo XV, Paracelso fue muy criticado y segregado por la concepción que tenía del ser humano, de la medicina, de los tratamientos y de las enfermedades, que diferían de las establecidas en la época. Decía que las universidades no enseñaban todas las cosas que deberían y que el médico debe ser un viajero, porque la sabiduría es la experiencia. Entre sus muchos aportes, promulgó lo que se conoce como sus Siete Reglas.

Teofastro Paracelso fue un médico que trabajó también la alquimia.

Philippus Aureolus Theophrastus Paracelsus Bombastus von Hohenheim, “Paracelso”, nació a finales del siglo XV, en 1493, en Suiza. En 1530 formuló la descripción clínica de la sífilis, hasta entonces desconocida y en 1536 publicó El Gran Libro de la Cirugía.

Su madre murió cuando era muy joven y su padre, médico y químico, le enseñó la teoría y la práctica de la química cuando se mudaron para el sur de Austria, lo que le permitió establecer el rol de esa ciencia en la medicina. El joven Paracelso aprendió mucho de los mineros de la zona acerca de los metales y se preguntó si algún día descubriría la forma de transformar el plomo en oro.

Se dice que se graduó en 1510 en la universidad de Viena a los 17 años, pero se cree que fue en la Universidad de Ferrara en 1516.

No era hombre de establecerse en un lugar, por lo que después de recibirse, pasó su vida en casi toda Europa. Fue muy criticado y segregado por la concepción que tenía del ser humano, de la medicina, de los tratamientos y de las enfermedades, que diferían de las establecidas en la época. Participó como cirujano en las guerras holandesas. Incursionó por Rusia, Lituania, Inglaterra, Escocia, Hungría, e Irlanda.

En sus últimos años, su espíritu viajero lo llevó a Egipto, Arabia, Constantinopla y por cada lugar que visitaba aprendía algo sobre y medicina.

Luego de viajar por 10 años, regresó a Austria en 1524 donde se convirtió en El Gran Paracelso a los 33 años y fue designado como médico del pueblo y conferencista de la Universidad de Basel, donde estudiantes y personas de toda Europa concurrían a escucharlo.

Su fama se difundió por todo el mundo conocido. Escribió acerca del poder preventivo y curativo de la naturaleza.

En 1541, a los 48 años de edad, Paracelso murió en circunstancias misteriosas.

Entre sus muchos aportes, promulgó lo que se conoce como las Siete Reglas de Paracelso: Si por espacio de algunos meses se observan rigurosamente las prescripciones que a continuación se dan, verá operar en su vida un CAMBIO TAN FAVORABLE que jamás las abandonará.

Para que obtengas el éxito deseado, precisa, eso sí, que adaptes tu vida a la estricta observancia de estas reglas. Son sencillas y fáciles de seguir, pero hay que observarlas con perseverancia bien sostenida. ¿No crees que la DICHA bien valga algún esfuerzo? Si no eres capaz de seguir estas reglas tan fáciles, ¿Con qué derecho pudieras quejarte de tus fracasos? ¿Qué costaría hacer una prueba? Son reglas enseñadas por la más antigua sabiduría y hay en ellas más TRASCENDENCIA de lo que su sencillez te lleva a suponer.

1. LO PRIMERO ES MEJORAR LA SALUD

Para ello hay que respirar profunda y rítmicamente al aire libre, llenando bien los pulmones, al aire libre o asomado a una montaña.

Beber diariamente en pequeños sorbos, dos litros de agua, en promedio, comer muchas frutas, masticar los alimentos del modo más completo posible, evitar el alcohol, el tabaco y la automedicación, también debes bañarse diariamente, en la mañana y al acostarse, es un hábito que debes a tu propia dignidad.

2. DESTERRAR ABSOLUTAMENTE DEL ESTADO DE ÁNIMO, POR MÁS MOTIVOS QUE EXISTAN, TODA IDEA DE PESIMISMO, RENCOR, ODIO, TEDIO, TRISTEZA, VENGANZA Y DE POBREZA.

O sea, para ello debe huirse, como de la peste, de toda ocasión de tratar a personas maldicientes, viciosas, ruines, murmuradoras, indolentes, chismosas, vanidosas, vulgares e inferiores por natural bajeza de entendimiento, que la base de sus ocupaciones, discursos y conversaciones sean tópicos no éticos ni morales. Esta regla es de importancia DECISIVA, por cuanto se trata de cambiar la contextura espiritual del ALMA. La suerte, el azar no existe,  y el destino depende de los propios actos y pensamientos.

3. HACER TODO EL BIEN POSIBLE

Esto es, auxiliar a todo desgraciado siempre que se pueda, pero jamás tener debilidades por ninguna persona. Sin afectos o sentimientos.

Debes cuidar tus propias energías y huir de todo sentimentalismo hueco.

4. HAY QUE OLVIDAR TODA OFENSA, MÁS AÚN: ESFORZARSE SIEMPRE POR PENSAR BIEN DE TU MAYOR ENEMIGO.

Tu alma es un templo que no debe jamás ser profanado por el odio. Por ejemplo, todos los grandes seres se han dejado guiar por esa suave voz interior. Hay que destruir todas las capas superpuestas de viejos hábitos, pensamientos y errores que enmascaran la profunda esencia del ser, que es perfecta.

5. RECOGERSE TODOS LOS DIAS, POR LO MENOS MEDIA HORA, EN DONDE NADIE PUEDA PERTURBAR

Sentarte lo más cómodamente posible con los ojos medio entornados y NO PENSAR EN NADA. Explica que eso fortifica enérgicamente el cerebro y el espíritu, y te pone en contacto con las buenas energías. En este estado de recogimiento y silencio, suelen surgir a veces ideas luminosas susceptibles de cambiar toda existencia, que con el tiempo uno se llega a percatar que fueron un elemento fundamental para la solución vigorosa de problemas por una voz interior que te guiara en tales instantes de silencio, a solas con tu conciencia. Ese es el DAIMON de que hablaba Sócrates, Todos los grandes espíritus se han dejado guiar por esa voz interior.

Y es que ellas brotan de esa dimensión profunda y honda del ser humano. Pero no te hablará así de pronto, tienes que prepararte por un tiempo, destruir las superpuestas capas de viejos hábitos, pensamientos y errores que pesan sobre tu espíritu, que es divino y perfecto en sí, pero impotente por el imperfecto del vehículo (cuerpo) que le ofreces hoy para manifestarse.

6. GUARDAR ABSOLUTO SILENCIO DE TODOS LOS ASUNTOS PERSONALES.

O sea, abstenerse, como si se hubiese hecho un juramento solemne, de referirte a los demás, aun a tus más íntimos, todo cuanto se piense, se oiga, sospeches, aprendas o se descubra, por tiempo hasta tanto se verifique, compruebe o se tenga la completa certidumbre debes ser como CASA TAPIZADA o JARDIN SELLADO. Es regla de suma importancia.

7. JAMÁS TEMER A LOS HOMBRES, SERES HUMANOS, NI QUE INSPIRE SOBRESALTO LA PALABRA “MAÑANA”.

Decía Paracelso, que cuando la mente está fuerte y limpia, todo te saldrá bien. Jamás creerse solo, ni débil. Porque hay detrás de ti ejércitos poderosos, que no concibes ni en sueños. Si elevas tu confianza en ti mismo, no habrá mal que pueda tocarte. El único enemigo a quien se debe temer es a UNO MISMO. El miedo y la desconfianza en el futuro son madres funestas de todos los fracasos, atraen las malas energías e influencias y con ellas el desastre. Si estudias  atentamente a las personas triunfadoras, se verá que intuitivamente observan gran parte de las reglas que anteceden. Por otro lado, la riqueza no es sinónimo de dicha, muchas personas de las que allegan gran riqueza, muy cierto es que no son del todo buenas personas, en el sentido recto, pero poseen muchas de las virtudes que arriba se mencionan. Puede ser uno de los factores que conduzcan a ella, por el poder que ofrece para hacer buenas obras; pero la dicha más duradera solo se consigue por otros caminos; allí donde nunca impera el antiguo personaje malvado de la leyenda, cuyo verdadero nombre es el EGOÍSMO. Jamás te quejes de nada, hay que dominar los sentidos; huir tanto de la Humildad como de la vanidad y la  Autocompasión. Son funestas para el éxito. La autocompasión y humildad sustrae fuerzas y la vanidad las paraliza, es tan nociva que fueron muchos los grandes seres han sido despeñados de las más encumbradas cimas por la VANIDAD, ejemplos al respecto abundan en la historia pasada y aun en la actualidad.

 
 

viernes, 4 de abril de 2014

UNA LECCIÓN DE HUMILDAD - James Baldwin


 

James Baldwin
(Nueva York, 1924 - París, 1987)


 


UNA LECCIÓN DE HUMILDAD


Cierto día el Califa Harun Alraschid organizó un gran banquete en el salón principal de palacio.

Las paredes y el cielo raso brillaban por el oro y las piedras preciosas con las que estaban adornados. Y la gran mesa estaba decorada con exóticas plantas y flores Allí estaban los hombres más nobles de toda Persia y Arabia. También estaban presentes como invitados muchos hombres sabios, poetas y músicos.

Después de un buen tiempo de transcurrida la fiesta, el califa se dirigió al poeta y le dijo:

—Oh, príncipe hacedor de hermosos poemas, muéstranos tu habilidad, describe en versos este alegre y glorioso banquete.

El poeta se puso de pie y empezó con estas palabras:

—¡Salud! Oh, califa, y gozad bajo el abrigo de vuestro extraordinario palacio.

—Buena introducción —dijo Alraschid—. Pero permítenos escuchar más de vuestro discurso. El poeta prosiguió:

—Y que en cada nuevo amanecer te llegue también una nueva alegría. Que cada atardecer veas que todos tus deseos fueron realizados.

—¡Bien, bien! Sigue pues con tu poema.

El poeta se inclinó ligeramente en señal de agradecimiento por tan deferentes palabras del califa y prosiguió:

—¡Pero cuando la hora de la muerte llegue, oh mi califa, entonces, aprenderéis que todas las delicias de la vida no fueron más que efímeros momentos, como una puesta de sol.

Los ojos del califa se llenaron de lágrimas, y la emoción ahogó sus palabras. Cubrió su rostro con las manos y empezó a sollozar.

 

Luego uno de los oficiales que estaba sentado cerca del poeta, alzó la voz:

—¡Alto! El califa quiso que lo alegraran con cosas placenteras, y vos le estáis llenando la cabeza con cosas muy tristes.

—Dejad al poeta solo —dijo Raschid—. El ha sido capaz de ver la ceguera que hay en mí y trata de hacer que yo abra los ojos.