jueves, 29 de mayo de 2014

EL PERAL DE LA TÍA MISERIA - Cuento popular español




EL PERAL DE LA TÍA MISERIA 
Cuento popular español

La tía Miseria era una pobre anciana que vivía de limosnas. Tenía un hijo, llamado Ambrosio, que andaba por el mundo, también pidiendo. Y poseía un perro mil razas, que la acompañaba en la pequeña choza en que habitaba. Junto a la misma tenía un peral, del que obtenía poco fruto, pues los chicos del pueblo le robaban las peras nada más madurar.

Un día llegó a la puerta de su casa un hombre pobre y, como helaba fuera, la tía Miseria lo acogió en la choza. Compartió con él lo poco que tenía para cenar y le fabricó un rudimentario jergón para que pudiera dormir. Al despertar, por la mañana, también le ofreció un humilde desayuno.

El pobre, agradecido, se dirigió entonces a Miseria diciéndole:

—En vista de tu noble corazón, voy a concederte un deseo pues, aunque me veas vestido como un pobre, en realidad soy un ángel del cielo.

Aunque Miseria no quería nada, el santo insistió y, entonces, se acordó la anciana del peral:

—Éste es mi deseo —dijo—: que cuando alguien suba al peral, no pueda bajar sin mi permiso.

Al instante le fue concedido el deseo, y fue la idea tan definitiva que, al cabo de poco tiempo, tras algunos palos de bastón y no pocos jirones en sus ropas, no volvió a acercarse al peral un solo zagal.

Así pasaron largos años, hasta que un hombre alto y seco, con una guadaña, se acercó a la puerta de la choza y comenzó a llamar a la tía Miseria:

—Vamos, Miseria, que es hora.

Miseria, que reconoció rápidamente a la Muerte, no pareció estar muy de acuerdo:

—¡Hombre, ahora que empezaba a disfrutar algo de la vida! —le dijo—. ¿Por qué no me haces el favor de cogerme esas cuatro peras del árbol, mientras yo me preparo para el viaje.

La Muerte, ingenua, se dispuso a coger las peras y, como estaban en todo lo alto, no tuvo más remedio que subir al árbol. En ese momento escuchó la carcajada de Miseria que, asomada a la ventana, le decía:

—¡Muerte fiera, ahí te quedarás hasta que yo quiera!

Y quiso Miseria que allí se quedara, hiciera calor o helara, durante muchos años. Tantos que en el mundo empezó a sentirse la falta de la Muerte. Nadie moría, ni en las guerras, ni por enfermedad, ni por vejez. Había ancianos de más de trescientos años, en estado tan penoso que ellos mismos buscaban poner fin a su vida.

Algunos se tiraban por los precipicios, otros al mar, otros se arrojaban a las vías del tren, pero ninguno lograba su propósito y los hospitales se llenaban, sin poder atenderlos a todos.

Así hasta que la Muerte vio pasar por allí cerca a un médico, antiguo conocido y amigo de ella:

—¡Eh, viejo amigo, acércate y observa mi estado! ¡Duélete de mi situación! ¡Avisa a las gentes del pueblo y venid a cortar este maldito árbol!

Al poco llegaron los vecinos, armados con sus mejores hachas, pero, aunque lo intentaron por todos los medios, no lograron hacer la mínima mella en el tronco del peral. Y todos los que quisieron bajar de allí a la Muerte, sólo consiguieron quedarse colgados con ella. Entonces empezaron a rogar a la vieja Miseria que se apiadase de ellos, de los que tanto sufrían y que permitiera bajar del peral a la Muerte y a sus acompañantes. Tanto insistieron que al fin cedió la tía Miseria, aunque le puso una condición a la Muerte:

—Que no te acuerdes de mí ni de mi hijo Ambrosio hasta que te llame por tres veces.

Accedió la Muerte, y bajó, y comenzó a cumplir con todo el trabajo que tenía pendiente, lo que la tuvo ocupada durante muchas semanas. Todos los que debieran haber muerto, veían llegar su hora. Todos menos la anciana y su hijo, que por eso viven todavía la miseria y el hambre.

martes, 13 de mayo de 2014

EL CANTO DEL CISNE – Horacio Quiroga





Horacio Quiroga


EL CANTO DEL CISNE

Confieso tener antipatía a los cisnes blancos.

Me han parecido siempre gansos griegos, pesados, patizambos y bastante malos.

He visto así morir el otro día uno en Palermo sin el menor trastorno poético. 

Estaba echado de costado en el ribazo, sin moverse.

Cuando me acerqué, trató de levantarse y picarme.

Sacudió precipitadamente las patas, golpeándose dos o tres veces la cabeza contra el suelo y quedó rendido, abriendo desmesuradamente el pico.

Al fin estiró rígidas las uñas, bajó lentamente los párpados duros y murió.


No le oí canto alguno, aunque sí una especie de ronquido sibilante.

Pero yo soy hombre, verdad es, y ella tampoco estaba.

¡Qué hubiera dado por escuchar ese diálogo! Ella está absolutamente segura de que oyó eso y de que jamás volverá a hallar en hombre alguno la expresión con que él la miró.

Mercedes, mi hermana, que vivió dos años en Martínez, lo veía a menudo. Me ha dicho que más de una vez le llamó la atención su rareza, solo siempre e indiferente a todo, arqueado en una fina silueta desdeñosa.


La historia es ésta: en el lago de una quinta de Martínez había varios cisnes blancos, uno de los cuales individualizábase en la insulsez genérica por su modo de ser.

Casi siempre estaba en tierra, con las alas pegadas y el cuello inmóvil en honda curva.

Nadaba poco, jamás peleaba con sus compañeros. Vivía completamente apartado de la pesada familia, como un fino retoño que hubiera roto ya para siempre con la estupidez natal. Cuando alguien pasaba a su lado, se apartaba unos pasos, volviendo a su vaga distracción. Si alguno de sus compañeros pretendía picarlo, se alejaba despacio y aburrido. Al caer la tarde, sobre todo, su silueta inmóvil y distinta destacábase de lejos sobre el césped sombrío, dando a la calma morosa del crepúsculo una húmeda quietud de vieja quinta.

Como la casa en que vivía mi hermana quedaba cerca de aquélla, Mercedes lo vio muchas tardes en que salió a caminar con sus hijos. A fines de octubre una amabilidad de vecinos la puso en relación con Celia, y de aquí los pormenores de su idilio.


Aun Mercedes se había fijado en que el cisne parecía tener particular aversión a Celia. Esta bajaba todas las tardes al lago, cuyos cisnes la conocían bien en razón de las galletitas que les tiraba.

Únicamente aquél evitaba su aproximación. Celia lo notó un día, y fue decidida a su encuentro; pero el cisne se alejó más aún. Ella quedó un rato mirándolo sorprendida, y repitió su deseo de familiaridad, con igual resultado. Desde entonces, aunque usó de toda malicia, no pudo nunca acercarse a él. Permanecía inmóvil e indiferente cuando Celia bajaba al lago; pero si ésta trataba de aproximarse oblicuamente, fingiendo ir a otra parte, el cisne se alejaba enseguida.


Una tarde, cansada ya, lo corrió hasta perder el aliento y dos pinchos. Fue en vano. Sólo cuando Celia no se preocupaba de él, él la seguía con los ojos.


—¡Y sin embargo, estaba tan segura de que me odiaba! —le dijo la hermosa chica a mi hermana, después que todo concluyó.

Y esto fue en un crepúsculo apacible. Celia, que bajaba las escaleras, lo vio de lejos echado sobre el césped a la orilla del lago. Sorprendida de esa poco habitual confianza en ella, avanzó incrédula en su dirección; pero el animal continuó tendido. Celia llegó hasta él, y recién entonces pensó que podría estar enfermo. Se agachó apresuradamente y le levantó la cabeza. Sus miradas se encontraron, y Celia abrió la boca de sorpresa, lo miró fijamente y se vio obligada a apartar los ojos. Posiblemente la expresión de esa mirada anticipó, amenguándola, la impresión de las palabras. El cisne cerró los ojos.


—Me muero —dijo.

Celia dio un grito y tiró violentamente lo que tenía en las manos. Yo no la odiaba —murmuró él lentamente, el cuello tendido en tierra.

Cosa rara, Celia le ha dicho a mi hermana que al verlo así, por morir, no se le ocurrió un momento preguntarle cómo hablaba. Los pocos momentos que duró la agonía se dirigió a él y lo escuchó como a un simple cisne, aunque hablándole sin darse cuenta de usted, por su voz de hombre. Arrodillóse y afirmó sobre su falda el largo cuello, acariciándolo.


—¿Sufre mucho? —le preguntó. Sí, un poco...

—¿Por qué no estaba con los demás? 

—¿Para qué? No podía...

Como se ve, Celia se acordaba de todo. 

—¿Por qué no me quería?

El cisne cerró los ojos:

—No, no es eso... Mejor era que me apartara... Sufrir más...

Tuvo una convulsión y una de sus grandes alas desplegadas rodeó las rodillas de Celia.

—Y sin embargo, la causa de todo y sobre todo de esto —concluyó el cisne, mirándola por última vez y muriendo en el crepúsculo, a que el lago, la humedad y la ligera belleza de la joven daban viejo encanto de mitología—: ... Ha sido mi amor a ti...



jueves, 8 de mayo de 2014

EL JUEZ - Marco Denevi




 Franz Kafka


 

 Marco Denevi


¿EL PRIMER CUENTO DE KAFKA? 
Marco Denevi
 
Entre 1895 y 1901 medió la existencia de la revista literaria Der Wanderer (El viajero), que en idioma alemán se editó en Praga bajo la dirección de Otto Gauss y Andrea Brezina. El número correspondiente a diciembre de 1896 incluye (pág. 7) un cuento titulado El juez, cuyo autor oculta o deja entrever su nombre detrás de la inicial K. Por la atmósfera del cuento y por esa letra (que será más tarde el nombre de los protagonistas de El proceso y de El castillo) se me ha ocurrido la idea de que se trata del primer cuento de un Kafka de quince años.


EL JUEZ
Marco Denevi


Cuando fui citado a comparecer —como decía la cédula de notificación— en calidad de testigo, entré por primera vez en el Palacio de Justicia.


¡Cuántas puertas, cuántos corredores!

Pregunté dónde estaba el juzgado que me había enviado la citación.

Me dijeron: a los fondos, siempre a los fondos.

Los pasillos eran fríos y oscuros. Hombres con portafolios bajo el brazo corrían de un lugar para otro y hablaban un leguaje cifrado en el que a cada rato aparecían las palabras como in situ, a quo, ut retro.
 
in situ : en el lugar
a quo : desde este momento
ut retro : expresada anteriormente en un escrito
lustrina : tela ordinaria lustrosa por una cara y mate por la otra.
in absentia : en ausencia

Todas las puertas eran iguales y, junto a cada puerta, había chapas de bronce cuyas inscripciones, gastadas por el tiempo, ya no podían leerse. Intenté detener a los hombres de los portafolios y pedirles que me orientaran, pero ellos me miraban coléricos, me contestaban: in situ, a quo, ut retro.


Fatigado de vagabundear por aquel laberinto, abrí una puerta y entré. Me atendió un joven con chaqueta de lustrina, muy orgulloso. Soy el testigo, le dije. Me contestó: Tendrá que esperar su turno. Esperé, prudentemente, cinco o seis días. Después me aburrí y, tanto como para distraerme, comencé a ayudar al joven de chaqueta de lustrina. Al poco tiempo ya sabía distinguir los expedientes, que en un principio me habían parecido idénticos unos a otros.


Los hombres de los portafolios me conocían, me saludaban cortésmente, algunos me dejaban sobrecitos con dinero. 

Fui progresando. Al cabo de un año pasé a desempeñarme en la trastienda de aquella habitación. Allí me senté en un escritorio y empecé a garabatear sentencias.

Un día el juez me llamó. —Joven— me dijo—. Estoy tan satisfecho con usted, que he decidido nombrarlo mi secretario. Balbuceé palabras de agradecimiento, pero se me antojó que no me escuchaba. Era un hombre gordísimo, miope y tan pálido que la cara sólo se le veía en la oscuridad. 

Tomó la costumbre de hacerme confidencias. —¿Qué será de mi bella esposa? —suspiraba—. ¿Vivirá aún? ¿Y mis hijos? El mayor andará ya por los veinte años.

Algún tiempo después este hombre melancólico murió, creo (o, simplemente, desapareció), y yo lo reemplacé. Desde entonces soy el juez. He adquirido prestigio y cultura. Todo el mundo me llama Usía.

El joven de saco de lustrina, cada vez que entra a mi despacho, me hace una reverencia. Presumo que no es el mismo que me atendió el primer día, pero se le parece extraordinariamente.

He engordado: la vida sedentaria. Veo poco: la luz artificial, día y noche, fatiga la vista. Pero unos disfruta de otras ventajas: que haga frío o calor, se usa siempre la misma ropa. Así se ahorra. Además, los sobres que me hacen llegar los hombres de los portafolios son más abultados que antes.

Un ordenanza me trae la comida, la misma que le traía a mi antecesor: carne, verduras y una manzana.

Duermo sobre un sofá. El cuarto de baño es un poco estrecho. A veces añoro mi casa, mi familia. 

En ciertas oportunidades (por ejemplo en Navidad) no resulta agradable permanecer dentro del Palacio.

Pero, ¿que he de hacerle? Soy el juez. Ayer, mi secretario (un joven muy meritorio) me hizo firmar una sentencia (las sentencias las redacta él) donde condeno a un testigo renitente.

La condena, in absentia, incluye una multa e inhabilitación para servir de testigo de cargo o de descargo.

El nombre me parece vagamente conocido. 

¿No será el mío?

Pero ahora yo soy el juez y firmo las sentencias.