jueves, 31 de octubre de 2013
miércoles, 30 de octubre de 2013
LUCAS, SUS COMPRAS - Julio Cortázar
Julio Cortázar
LUCAS, SUS COMPRAS
En vista de que la Tota le ha pedido que baje a comprar una
caja de fósforos, Lucas sale en piyama porque la canícula impera en la
metrópoli, y se constituye en el café del gordo Muzzio donde antes de comprar
los fósforos decide mandarse un Aperital con soda.
Va por la mitad de este noble digestivo cuando su amigo
Juárez entra también en piyama y al verlo prorrumpe que tiene a su hermana con
la otitis aguda y el boticario no quiere venderle las gotas calmantes porque la
receta no aparece y las gotas son una especie de alucinógeno que ya ha
electrocutado a más de cuatro hippies del barrio.
A vos te conoce bien y te las venderá, vení en seguida, la
Rosita se retuerce que no la puedo mirar.
Lucas paga, se olvida de comprar los fósforos y va con
Juárez a la farmacia donde el viejo Olivetti dice que no es cosa, que nada, que
se vayan a otro lado, y en ese momento su señora sale de la trastienda con una Kódak
en la mano y usted, señor Lucas, seguro que sabe cómo se la carga, estamos de
cumpleaños de la nena y dese cuenta justo se nos acaba el rollo, se nos acaba.
Es que tengo que llevarle fósforos a la Tota, dice Lucas
antes que Juárez le pise un pie y Lucas se comida a cargar la Kódak al
comprender que el viejo Olivetti le va a retribuir con las gotas ominosas,
Juárez se deshace en gratitud y sale echando putas mientras la señora agarra a
Lucas y lo mete toda contenta en el cumpleaños, no se va a ir sin probar la
torta de manteca que hizo doña Luisa, que los cumplas muy felices dice Lucas a
la nena que le contesta con un borborigmo a través de la quinta tajada de
torta.
Todos cantan el apio verde tuyú y otro brindis con
naranjada, pero la señora tiene una cervecita bien helada para el señor Lucas
que además va a sacar las fotos porque ahí no tienen mucha cancha, y Lucas
atenti al pajarito, ésta con flash y ésta en el patio porque la nena quiere que
también salga el jilguero, quiere.
—Bueno —dice Lucas— yo voy a tener que irme porque resulta
que la Tota.
Frase eternamente inconclusa puesto que en la farmacia cunden
alaridos y toda clase de instrucciones y contraórdenes, Lucas corre a ver y de
paso a rajar, y se encuentra con el sector masculino de la familia Salinsky y
en el medio el viejo Salinsky que se ha caído de la silla y lo traen porque
viven al lado y no es cosa de molestar al doctor si no tiene fractura de coxis
o algo peor.
El petiso Salinsky que es como fierro con Lucas se le agarra
del piyama y le dice que el viejo es duro pero que el pórlan del patio es peor,
razón por la cual no sería de excluir una fractura fatal máxime cuando el viejo
se ha puesto verde y ni siquiera atina a frotarse el culo como es su costumbre
habitual.
Este detalle contradictorio no se le ha escapado al viejo
Olivetti que pone a su señora al teléfono y en menos de cuatro minutos hay una
ambulancia y dos camilleros, Lucas ayuda a subir al viejo que vaya a saber por
qué le ha pasado los brazos por el pescuezo ignorando por completo a sus hijos,
y cuando Lucas va a bajarse de la ambulancia los camilleros se la cierran en la
cara porque están discutiendo lo de Boca versus River el domingo y no es cosa
de distraerse con parentescos, total que Lucas va a parar al suelo con el
arranque supersónico y el viejo Salinsky desde la camilla jódete, pibe, ahora
vas a saber cómo duele.
En el hospital que queda en la otra punta del ovillo, Lucas
tiene que explicar el fato, pero eso es algo que lleva su tiempo en un
nosocomio y usted es de la familia, no, en realidad yo, pero entonces qué,
espere que le voy a explicar lo que pasó, está bien pero muestre sus
documentos, es que estoy en piyama, doctor, su piyama tiene dos bolsillos, de
acuerdo pero resulta que la Tota, no me va a decir que este viejo se llama
Tota, quiero decir que yo tenía que comprarle una caja de fósforos a la Tota y
en eso viene Juárez y...
Está bien, suspira el médico, bajale los calzoncillos al
viejo, Morgada, usted se puede ir.
Me quedo hasta que llegue la familia y me dan plata para un
taxi, dice Lucas, así no voy a tomar el colectivo.
Depende, dice el médico, ahora se usan indumentos de alta
fantasía, la moda es tan versátil, hacele una radio de cúbito, Morgada.
Cuando los Salinsky desembocan de un taxi Lucas les da las
noticias y el petiso le larga la guita justa pero eso sí le agradece cinco
minutos la solidaridad y el compañerismo, de golpe no hay taxis por ninguna
parte y Lucas que ya no puede más se larga calle abajo pero es raro andar en
piyama fuera del barrio, nunca se le había ocurrido que es propio como estar en
pelotas, para peor ni siquiera un colectivo rasposo hasta que el final el 128 y
Lucas parado entre dos chicas que lo miran estupefactas, después una vieja que
desde su asiento le va subiendo los ojos por las rayas del piyama como para
apreciar el grado de decencia de esa vestimenta que poco disimula las
protuberancias, Santa Fe y Canning no llegan nunca y con razón porque Lucas ha
tomado el colectivo que va a Saavedra, entonces bajarse y esperar en una
especie de potrero con dos arbolitos y un peine roto, la Tota debe estar como
una pantera en un lavarropas, una hora y media madre querida y cuándo carajo va
a venir el colectivo.
A lo mejor ya no viene nunca se dice Lucas con una especie
de siniestra iluminación, a lo mejor esto es algo así como el alejamiento de
Almotásim, piensa Lucas culto.
Casi no ve llegar a la viejita desdentada que se
le arrima de a poco para preguntarle si por casualidad no tiene un fósforo.
martes, 8 de octubre de 2013
LA EJECUCIÓN - Hermann Hesse
Hermann Hesse
LA EJECUCIÓN
En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos
bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran
ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se
hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en
llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo
y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del
reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
—¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado —se preguntaban
unos a otros los discípulos— para que la multitud desee su muerte con tanto
afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
—Supongo que será un hereje —dijo el maestro con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el
gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué
crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al
tajo.
—Es un hereje —decía la gente muy indignada—. ¡Hola! ¡Ahora
inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso
enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos
nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del
maestro y le preguntaron:
—¿Cómo lo adivinaste, maestro?
Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz
baja:
—No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o
cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo
pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el
cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio,
se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se
inmute.
lunes, 7 de octubre de 2013
LA FÁBULA DE LOS CIEGOS - Hermann Hesse
Hermann Hesse
LA FÁBULA DE LOS CIEGOS
Durante los primeros años del hospital de ciegos,
como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas
cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el
sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y
nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con
el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos
videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes
razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta
manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible
para unos ciegos.
Por desgracia sucedió entonces que uno de sus
maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de
la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último
consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra
sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.
Este primer dictador de los ciegos empezó por
crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas
las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la
indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho
de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal
color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al
dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de
libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que
tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la
infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.
Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los
ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era
roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color
rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más
quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo
tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender
provisionalmente todo juicio acerca de los colores.
Un sordo que leyó este cuento admitió que el error
de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su
parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las
únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.
domingo, 6 de octubre de 2013
GANAS DE DORMIR - Anton Chéjov
Anton Chéjov (Rusia, 1860-1904)
GANAS DE DORMIR
Es de noche. La niñera Varka, una muchacha de unos trece
años, mece la cuna en la que está acostado el niño y canturrea con voz apenas
audible:
Duérmete, niño,
al son de la nana…
Ante el icono arde una lamparilla verde; una cuerda, de la
que cuelgan pañales y unos grandes pantalones negros, se extiende de un extremo
al otro de la habitación. La lamparilla dibuja en el techo una gran mancha
verde, mientras los pañales y los pantalones proyectan largas sombras sobre la
estufa, la cuna y Varka. Cuando la lamparilla empieza a parpadear, la mancha y
las sombras se animan y se ponen en movimiento, como azuzadas por el viento. El
ambiente es sofocante. Huele a sopa de repollo y a material de zapatería.
El niño llora. Hace ya un buen rato que se ha quedado ronco
y agotado de tanto llorar, pero sigue chillando y no hay manera de saber cuándo
se calmará. Y Varka tiene sueño. Los ojos se le cierran, la cabeza se le dobla,
el cuello le duele. No puede mover los párpados ni los labios y tiene la
impresión de que su rostro está seco y rígido, de que su cabeza se ha vuelto
tan pequeña como la de un alfiler.
—Duérmete, niño —canturrea—, y te prepararé la papilla…
En la estufa canta el grillo. En la habitación contigua, al
otro lado de la puerta, roncan el dueño y el aprendiz Afanasi… La cuna emite
quejumbrosos chirridos, Varka canturrea y todo se funde en esa música nocturna
y adormecedora tan grata de oír cuando se va uno a la cama. Pero en ese momento
esa música sólo consigue irritar y enfadar a la muchacha, porque la adormece y
ella no debe dormirse; si Varka se quedara dormida, Dios no lo quiera, los
dueños la azotarían.
La lamparilla parpadea. La mancha verde y las sombras se
ponen en movimiento, se insinúan en los ojos entornados e inmóviles de Varka y
se transforman, en su cerebro medio dormido, en nebulosas ensoñaciones. Ve
nubes oscuras que se persiguen en el cielo y gritan como el niño. Pero, de
pronto, se levanta una ráfaga de viento, las nubes desaparecen y Varka ve una
ancha carretera, cubierta de barro líquido, por la que avanzan carros, se
arrastran hombres con alforjas al hombro y se desplazan sombras arriba y abajo;
a ambos lados, a través de la fría y sombría niebla, se divisan bosques. De
pronto, los hombres de las alforjas y las sombras se desploman en el barro
líquido.
—¿Por qué hacéis eso? —les pregunta Varka.
—¡Para dormir! —le responden.
Y un sueño profundo y dulce se apodera de ellos, mientras
los grajos y las urracas posados en el hilo del telégrafo gritan como el niño y
tratan de despertarlos.
—Duérmete, niño, al son de la nana… —canturrea Varka,
viéndose ahora en una isba oscura y sofocante.
En el suelo se revuelve su difunto padre Yefim Stepánov.
Ella no lo ve, pero oye cómo se retuerce de dolor y gime. Como dice él, “la
hernia está haciendo de las suyas”. El dolor es tan intenso que no puede
pronunciar palabra y sólo es capaz de aspirar grandes bocanadas de aire y de
rechinar los dientes en una especie de redoble de tambor.
—Bu-bu-bu…
Su madre, Pelagueia, ha ido corriendo a la hacienda para
decir a los señores que Yefim Stepánovich está muriéndose. Hace tiempo que se
ha marchado y ya debería haber regresado. Varka está tumbada sobre la estufa,
sin dormir, escuchando el “bu-bu-bu” de su padre. De pronto, se oye el rumor de
un coche que se acerca. Los señores envían a un joven médico de la ciudad que
está de visita en su casa. El médico entra en la isba; la oscuridad vela su
rostro, pero se le oye toser y abrir la puerta con un chirrido.
—Necesito luz —dice.
—Bu-bu-bu… —responde Yefim.
Pelagueia se precipita sobre la estufa y se pone a buscar el
pedazo de barro en donde se guardan las cerillas. Pasa un minuto en silencio.
El médico, tras rebuscar en los bolsillos, enciende una de las suyas.
—Ahora mismo, padrecito, ahora mismo —dice Pelagueia; sale
corriendo de la isba y vuelve al poco rato con un cabo de vela.
Yefim tiene las mejillas sonrosadas, los ojos acuosos y una
mirada especialmente penetrante, que parece atravesar la casa y el médico.
—¿Y bien? ¡Mira que ponerte enfermo! —dice el médico,
inclinándose sobre él—. ¡Ah! ¿Hace tiempo que estás así?
—¿Qué? Ha llegado mi hora, excelencia… No saldré de ésta…
—Deja de decir tonterías… ¡Te curarás!
—Como usted diga, excelencia, se lo agradezco humildemente,
pero me parece que… Cuando llega la muerte, no se puede hacer nada.
El médico examina a Yefim durante un cuarto de hora; luego
se pone en pie y dice:
—No puedo hacer nada… Hay que llevarte al hospital, allí te
operarán. Vete enseguida… ¡Vete sin falta! Es algo tarde y en el hospital todo
el mundo duerme, pero no importa, te daré una nota. ¿Me oyes?
—¿Y cómo va a ir, padrecito? —pregunta Pelagueia—. No
tenemos ningún caballo.
—No importa, se lo pediré a los señores y ellos os lo darán.
El médico se marcha, la vela se apaga y de nuevo se oye:
“Bu-bu-bu…”. Al cabo de media hora llega un coche enviado por los señores para
llevarlo al hospital. Yefim se prepara y se marcha…
Al poco rato nace una hermosa y despejada mañana de verano.
Pelagueia no está en casa: ha ido al hospital para saber qué ha pasado con
Yefim. Un niño llora en algún lugar y Varka oye que alguien canta con su propia
voz:
—Duérmete, niño, al son de la nana…
Pelagueia regresa; se santigua y susurra:
—Esta noche le pusieron todo en su sitio, pero por la mañana
ha entregado el alma a Dios… Que el Señor le conceda el Reino de los Cielos,
descanse en paz… Dicen que era demasiado tarde… Habría que haberlo llevado
antes…
Varka va al bosque para llorar, pero, de pronto, alguien la
golpea en la nuca con tanta violencia que su frente choca con un abedul.
Levanta la vista y ve delante de ella a su amo, el zapatero.
—¿Qué haces, sarnosa? —le dice—. ¡El niño está llorando y tú
duermes!
Le tira con fuerza de la oreja; ella sacude la cabeza, mece
la cuna y entona su canción. La mancha verde, las sombras del pantalón y los
pañales se balancean, le hacen guiños y pronto vuelven a apoderarse de su
cerebro. De nuevo vislumbra una carretera cubierta de barro líquido. Los hombres
de las alforjas al hombro y las sombras se han tumbado y duermen profundamente.
Al verlos, Varka siente unos deseos enormes de dormir; de buena gana se iría a
la cama, pero su madre Pelagueia camina a su lado y le mete prisa. Ambas se
dirigen a buen paso a la ciudad para buscar colocación.
—¡Una limosna, por el amor de Dios! —pide la madre a las
personas que le salen al encuentro—. ¡Tengan compasión, buenas gentes!
—¡Dame al niño! —le responde una voz conocida—. ¡Dame al
niño! —repite la misma voz, esta vez con enfado e irritación—. ¿Me oyes,
miserable?
Varka pega un brinco, mira a su alrededor y comprende lo que
sucede: no hay ninguna carretera, Pelagueia no está a su lado, no se cruzan con
nadie; en medio de la habitación sólo está el ama, que ha venido a amamantar al
pequeño. Mientras el ama, gruesa y de anchas espaldas, da el pecho y calma al
niño, Varka, de pie, la mira y espera a que termine. Fuera, el aire se tiñe ya
de azul, las sombras y la mancha verde del techo palidecen a ojos vistas.
Pronto llegará la mañana.
—¡Toma! —dice el ama, abotonándose la camisa—. Está
llorando. Seguro que le han echado mal de ojo.
Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y vuelve a
mecerlo. La mancha verde y las sombras desaparecen poco a poco y ya nadie se
desliza en su cabeza ni enturbia su cerebro. No obstante, tiene tantas ganas de
dormir como antes, ¡unas ganas enormes! Varka apoya la cabeza en el borde de la
cuna y se balancea con todo el cuerpo para vencer el sueño, pero los ojos se le
cierran y a cada instante siente un peso mayor en la cabeza.
—¡Varka, enciende la estufa! —le grita el amo desde el otro
lado de la puerta.
Eso significa que es hora de levantarse y ponerse a
trabajar. Varka deja la cuna y va corriendo al cobertizo a por la leña. Se
siente contenta. Cuando corre o camina, no tiene tantas ganas de dormir como
cuando está sentada. Trae la leña, enciende la estufa y siente que los músculos
rígidos de su cara se desentumecen y que sus ideas se aclaran.
—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.
Varka parte unas astillas, pero apenas ha tenido tiempo de
encenderlas y ponerlas en el samovar cuando oye una nueva orden:
—¡Varka, limpia los chanclos del amo!
Se sienta en el suelo, limpia los chanclos y piensa en lo
agradable que sería apoyar la cabeza en uno de ellos, grande y profundo, y
echar una cabezadita… De pronto, el chanclo crece, se hincha y ocupa toda la
habitación; Varka suelta el cepillo, pero enseguida sacude la cabeza, abre
mucho los ojos y trata de mirar las cosas de manera que no crezcan ni se muevan
delante de ella.
—¡Varka, friega la escalera; está tan sucia que da vergüenza
cuando viene algún cliente.
Varka friega la escalera, limpia las habitaciones, luego
enciende la otra estufa y va corriendo a la tienda. Tiene tanto trabajo que no
le queda ni un solo minuto libre.
Pero nada le cansa tanto como estar de pie en un mismo
sitio, ante la mesa de la cocina, pelando patatas. La cabeza se inclina sobre
la mesa, la patata gira ante sus ojos, el cuchillo se le escapa de las manos,
mientras a su alrededor la gruesa y colérica ama, arremangada, va de un lado
para otro, hablando tan alto que los oídos le zumban. También le causa mucha
fatiga servir la mesa, lavar la ropa, coser. Hay momentos en que siente ganas
de tumbarse en el suelo y dormir, sin reparar en nada.
El día pasa. Al ver cómo las ventanas se oscurecen, Varka se
aprieta las sienes entumecidas y sonríe sin saber por qué. La neblina de la
tarde le acaricia los ojos semicerrados, prometiéndole un sueño próximo y
reparador. Por la noche llegan invitados.
—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.
El samovar de los amos es pequeño, de manera que hay que
calentarlo cuatro o cinco veces antes de que los invitados se sacien. Después
del té, Varka pasa una hora entera en el mismo sitio, mirando a los invitados y
esperando órdenes.
—¡Varka, vete a comprar tres botellas de cerveza!
Ella sale a toda prisa y corre con todas sus fuerzas para
ahuyentar el sueño.
—¡Varka, vete por vodka! Varka, ¿en dónde está el
sacacorchos? ¡Varka, limpia los arenques!
Por fin los invitados se marchan; las luces se apagan y los
amos se van a dormir.
—¡Varka, acuna al niño! —oye aún una última orden.
El grillo canta en la estufa; la mancha verde del techo y
las sombras del pantalón y los pañales vuelven a deslizarse por los ojos
entornados de Varka, haciéndole guiños y enturbiando su cabeza.
—Duérmete, niño —canturrea Varka—, al son de la nana…
El niño chilla hasta no poder más. Varka vuelve a ver una
carretera embarrada, hombres con alforjas; reconoce a Pelagueia y a su padre
Yefim. Lo entiende todo, reconoce a todo el mundo; sólo una cosa le resulta
incomprensible en medio de ese duermevela: la fuerza que le sujeta los brazos y
las piernas, la oprime y le impide vivir. Mira a su alrededor, la busca para
librarse de ella, pero no la encuentra. Por último, extenuada, haciendo acopio
de todas sus energías y aguzando la vista, contempla la mancha verde y
parpadeante y, prestando oídos al grito, descubre al enemigo que le impide
vivir.
Su enemigo es el niño.
Se ríe. Se sorprende: ¿cómo es posible que no se haya dado
cuenta antes de algo tan evidente? La mancha verde, las sombras y el grillo
también parecen reír y sorprenderse.
Varka se deja ganar por una alucinación. Se levanta del
taburete y, con una amplia sonrisa, sin parpadear, pasea por la habitación. La
idea de que en ese mismo instante va a librarse del niño que le inmoviliza los
brazos y las piernas, le causa un agradable cosquilleo… Matar al niño y luego
dormir, dormir, dormir…
Riendo, haciendo guiños y amenazando a la mancha verde con
el dedo, Varka se acerca con sigilo a la cuna y se inclina sobre el niño. Nada
más estrangularlo, se tumba en el suelo, riendo de alegría ante la perspectiva
del sueño; al cabo de un minuto duerme ya profundamente, como una muerta…