miércoles, 30 de octubre de 2013

LUCAS, SUS COMPRAS - Julio Cortázar






 Julio Cortázar





LUCAS, SUS COMPRAS

En vista de que la Tota le ha pedido que baje a comprar una caja de fósforos, Lucas sale en piyama porque la canícula impera en la metrópoli, y se constituye en el café del gordo Muzzio donde antes de comprar los fósforos decide mandarse un Aperital con soda. 

 

Va por la mitad de este noble digestivo cuando su amigo Juárez entra también en piyama y al verlo prorrumpe que tiene a su hermana con la otitis aguda y el boticario no quiere venderle las gotas calmantes porque la receta no aparece y las gotas son una especie de alucinógeno que ya ha electrocutado a más de cuatro hippies del barrio.

A vos te conoce bien y te las venderá, vení en seguida, la Rosita se retuerce que no la puedo mirar.

Lucas paga, se olvida de comprar los fósforos y va con Juárez a la farmacia donde el viejo Olivetti dice que no es cosa, que nada, que se vayan a otro lado, y en ese momento su señora sale de la trastienda con una Kódak en la mano y usted, señor Lucas, seguro que sabe cómo se la carga, estamos de cumpleaños de la nena y dese cuenta justo se nos acaba el rollo, se nos acaba.

Es que tengo que llevarle fósforos a la Tota, dice Lucas antes que Juárez le pise un pie y Lucas se comida a cargar la Kódak al comprender que el viejo Olivetti le va a retribuir con las gotas ominosas, Juárez se deshace en gratitud y sale echando putas mientras la señora agarra a Lucas y lo mete toda contenta en el cumpleaños, no se va a ir sin probar la torta de manteca que hizo doña Luisa, que los cumplas muy felices dice Lucas a la nena que le contesta con un borborigmo a través de la quinta tajada de torta.

Todos cantan el apio verde tuyú y otro brindis con naranjada, pero la señora tiene una cervecita bien helada para el señor Lucas que además va a sacar las fotos porque ahí no tienen mucha cancha, y Lucas atenti al pajarito, ésta con flash y ésta en el patio porque la nena quiere que también salga el jilguero, quiere.

—Bueno —dice Lucas— yo voy a tener que irme porque resulta que la Tota.

Frase eternamente inconclusa puesto que en la farmacia cunden alaridos y toda clase de instrucciones y contraórdenes, Lucas corre a ver y de paso a rajar, y se encuentra con el sector masculino de la familia Salinsky y en el medio el viejo Salinsky que se ha caído de la silla y lo traen porque viven al lado y no es cosa de molestar al doctor si no tiene fractura de coxis o algo peor.

El petiso Salinsky que es como fierro con Lucas se le agarra del piyama y le dice que el viejo es duro pero que el pórlan del patio es peor, razón por la cual no sería de excluir una fractura fatal máxime cuando el viejo se ha puesto verde y ni siquiera atina a frotarse el culo como es su costumbre habitual.

Este detalle contradictorio no se le ha escapado al viejo Olivetti que pone a su señora al teléfono y en menos de cuatro minutos hay una ambulancia y dos camilleros, Lucas ayuda a subir al viejo que vaya a saber por qué le ha pasado los brazos por el pescuezo ignorando por completo a sus hijos, y cuando Lucas va a bajarse de la ambulancia los camilleros se la cierran en la cara porque están discutiendo lo de Boca versus River el domingo y no es cosa de distraerse con parentescos, total que Lucas va a parar al suelo con el arranque supersónico y el viejo Salinsky desde la camilla jódete, pibe, ahora vas a saber cómo duele.

En el hospital que queda en la otra punta del ovillo, Lucas tiene que explicar el fato, pero eso es algo que lleva su tiempo en un nosocomio y usted es de la familia, no, en realidad yo, pero entonces qué, espere que le voy a explicar lo que pasó, está bien pero muestre sus documentos, es que estoy en piyama, doctor, su piyama tiene dos bolsillos, de acuerdo pero resulta que la Tota, no me va a decir que este viejo se llama Tota, quiero decir que yo tenía que comprarle una caja de fósforos a la Tota y en eso viene Juárez y...

Está bien, suspira el médico, bajale los calzoncillos al viejo, Morgada, usted se puede ir.

Me quedo hasta que llegue la familia y me dan plata para un taxi, dice Lucas, así no voy a tomar el colectivo.

Depende, dice el médico, ahora se usan indumentos de alta fantasía, la moda es tan versátil, hacele una radio de cúbito, Morgada.

Cuando los Salinsky desembocan de un taxi Lucas les da las noticias y el petiso le larga la guita justa pero eso sí le agradece cinco minutos la solidaridad y el compañerismo, de golpe no hay taxis por ninguna parte y Lucas que ya no puede más se larga calle abajo pero es raro andar en piyama fuera del barrio, nunca se le había ocurrido que es propio como estar en pelotas, para peor ni siquiera un colectivo rasposo hasta que el final el 128 y Lucas parado entre dos chicas que lo miran estupefactas, después una vieja que desde su asiento le va subiendo los ojos por las rayas del piyama como para apreciar el grado de decencia de esa vestimenta que poco disimula las protuberancias, Santa Fe y Canning no llegan nunca y con razón porque Lucas ha tomado el colectivo que va a Saavedra, entonces bajarse y esperar en una especie de potrero con dos arbolitos y un peine roto, la Tota debe estar como una pantera en un lavarropas, una hora y media madre querida y cuándo carajo va a venir el colectivo.
 
A lo mejor ya no viene nunca se dice Lucas con una especie de siniestra iluminación, a lo mejor esto es algo así como el alejamiento de Almotásim, piensa Lucas culto. 

Casi no ve llegar a la viejita desdentada que se le arrima de a poco para preguntarle si por casualidad no tiene un fósforo.

 



martes, 8 de octubre de 2013

LA EJECUCIÓN - Hermann Hesse



Hermann Hesse

 


LA EJECUCIÓN


En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.

—¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado —se preguntaban unos a otros los discípulos— para que la multitud desee su muerte con tanto afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.

—Supongo que será un hereje —dijo el maestro con tristeza.

Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al tajo.

 

—Es un hereje —decía la gente muy indignada—. ¡Hola! ¡Ahora inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!

Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del maestro y le preguntaron:

—¿Cómo lo adivinaste, maestro?

Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz baja:

—No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio, se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se inmute.




lunes, 7 de octubre de 2013

LA FÁBULA DE LOS CIEGOS - Hermann Hesse







Hermann Hesse

 


LA FÁBULA DE LOS CIEGOS

Durante los primeros años del hospital de ciegos, como se sabe, todos los internos detentaban los mismos derechos y sus pequeñas cuestiones se resolvían por mayoría simple, sacándolas a votación. Con el sentido del tacto sabían distinguir las monedas de cobre y las de plata, y nunca se dio el caso de que ninguno de ellos confundiese el vino de Mosela con el de Borgoña. Tenían el olfato mucho más sensible que el de sus vecinos videntes. Acerca de los cuatro sentidos consiguieron establecer brillantes razonamientos, es decir que sabían de ellos cuanto hay que saber, y de esta manera vivían tranquilos y felices en la medida en que tal cosa sea posible para unos ciegos.

 

Por desgracia sucedió entonces que uno de sus maestros manifestó la pretensión de saber algo concreto acerca del sentido de la vista. Pronunció discursos, agitó cuanto pudo, ganó seguidores y por último consiguió hacerse nombrar principal del gremio de los ciegos. Sentaba cátedra sobre el mundo de los colores, y desde entonces todo empezó a salir mal.


Este primer dictador de los ciegos empezó por crear un círculo restringido de consejeros, mediante lo cual se adueñó de todas las limosnas. A partir de entonces nadie pudo oponérsele, y sentenció que la indumentaria de todos los ciegos era blanca. Ellos lo creyeron y hablaban mucho de sus hermosas ropas blancas, aunque ninguno de ellos las llevaba de tal color. De modo que el mundo se burlaba de ellos, por lo que se quejaron al dictador. Éste los recibió de muy mal talante, los trató de innovadores, de libertinos y de rebeldes que adoptaban las necias opiniones de las gentes que tenían vista. Eran rebeldes porque, caso inaudito, se atrevían a dudar de la infalibilidad de su jefe. Esta cuestión suscitó la aparición de dos partidos.

Para sosegar los ánimos, el sumo príncipe de los ciegos lanzó un nuevo edicto, que declaraba que la vestimenta de los ciegos era roja. Pero esto tampoco resultó cierto; ningún ciego llevaba prendas de color rojo. Las mofas arreciaron y la comunidad de los ciegos estaba cada vez más quejosa. El jefe montó en cólera, y los demás también. La batalla duró largo tiempo y no hubo paz hasta que los ciegos tomaron la decisión de suspender provisionalmente todo juicio acerca de los colores.

Un sordo que leyó este cuento admitió que el error de los ciegos había consistido en atreverse a opinar sobre colores. Por su parte, sin embargo, siguió firmemente convencido de que los sordos eran las únicas personas autorizadas a opinar en materia de música.


 



domingo, 6 de octubre de 2013

GANAS DE DORMIR - Anton Chéjov





Anton Chéjov (Rusia, 1860-1904)

 

GANAS DE DORMIR

Es de noche. La niñera Varka, una muchacha de unos trece años, mece la cuna en la que está acostado el niño y canturrea con voz apenas audible:

Duérmete, niño,
al son de la nana…

Ante el icono arde una lamparilla verde; una cuerda, de la que cuelgan pañales y unos grandes pantalones negros, se extiende de un extremo al otro de la habitación. La lamparilla dibuja en el techo una gran mancha verde, mientras los pañales y los pantalones proyectan largas sombras sobre la estufa, la cuna y Varka. Cuando la lamparilla empieza a parpadear, la mancha y las sombras se animan y se ponen en movimiento, como azuzadas por el viento. El ambiente es sofocante. Huele a sopa de repollo y a material de zapatería.

El niño llora. Hace ya un buen rato que se ha quedado ronco y agotado de tanto llorar, pero sigue chillando y no hay manera de saber cuándo se calmará. Y Varka tiene sueño. Los ojos se le cierran, la cabeza se le dobla, el cuello le duele. No puede mover los párpados ni los labios y tiene la impresión de que su rostro está seco y rígido, de que su cabeza se ha vuelto tan pequeña como la de un alfiler.

—Duérmete, niño —canturrea—, y te prepararé la papilla…

En la estufa canta el grillo. En la habitación contigua, al otro lado de la puerta, roncan el dueño y el aprendiz Afanasi… La cuna emite quejumbrosos chirridos, Varka canturrea y todo se funde en esa música nocturna y adormecedora tan grata de oír cuando se va uno a la cama. Pero en ese momento esa música sólo consigue irritar y enfadar a la muchacha, porque la adormece y ella no debe dormirse; si Varka se quedara dormida, Dios no lo quiera, los dueños la azotarían.

La lamparilla parpadea. La mancha verde y las sombras se ponen en movimiento, se insinúan en los ojos entornados e inmóviles de Varka y se transforman, en su cerebro medio dormido, en nebulosas ensoñaciones. Ve nubes oscuras que se persiguen en el cielo y gritan como el niño. Pero, de pronto, se levanta una ráfaga de viento, las nubes desaparecen y Varka ve una ancha carretera, cubierta de barro líquido, por la que avanzan carros, se arrastran hombres con alforjas al hombro y se desplazan sombras arriba y abajo; a ambos lados, a través de la fría y sombría niebla, se divisan bosques. De pronto, los hombres de las alforjas y las sombras se desploman en el barro líquido.

—¿Por qué hacéis eso? —les pregunta Varka.

—¡Para dormir! —le responden.

Y un sueño profundo y dulce se apodera de ellos, mientras los grajos y las urracas posados en el hilo del telégrafo gritan como el niño y tratan de despertarlos.

—Duérmete, niño, al son de la nana… —canturrea Varka, viéndose ahora en una isba oscura y sofocante.

En el suelo se revuelve su difunto padre Yefim Stepánov. Ella no lo ve, pero oye cómo se retuerce de dolor y gime. Como dice él, “la hernia está haciendo de las suyas”. El dolor es tan intenso que no puede pronunciar palabra y sólo es capaz de aspirar grandes bocanadas de aire y de rechinar los dientes en una especie de redoble de tambor.

—Bu-bu-bu…

Su madre, Pelagueia, ha ido corriendo a la hacienda para decir a los señores que Yefim Stepánovich está muriéndose. Hace tiempo que se ha marchado y ya debería haber regresado. Varka está tumbada sobre la estufa, sin dormir, escuchando el “bu-bu-bu” de su padre. De pronto, se oye el rumor de un coche que se acerca. Los señores envían a un joven médico de la ciudad que está de visita en su casa. El médico entra en la isba; la oscuridad vela su rostro, pero se le oye toser y abrir la puerta con un chirrido.

—Necesito luz —dice.

—Bu-bu-bu… —responde Yefim.

Pelagueia se precipita sobre la estufa y se pone a buscar el pedazo de barro en donde se guardan las cerillas. Pasa un minuto en silencio. El médico, tras rebuscar en los bolsillos, enciende una de las suyas.

—Ahora mismo, padrecito, ahora mismo —dice Pelagueia; sale corriendo de la isba y vuelve al poco rato con un cabo de vela.

Yefim tiene las mejillas sonrosadas, los ojos acuosos y una mirada especialmente penetrante, que parece atravesar la casa y el médico.

—¿Y bien? ¡Mira que ponerte enfermo! —dice el médico, inclinándose sobre él—. ¡Ah! ¿Hace tiempo que estás así?

—¿Qué? Ha llegado mi hora, excelencia… No saldré de ésta…

—Deja de decir tonterías… ¡Te curarás!

—Como usted diga, excelencia, se lo agradezco humildemente, pero me parece que… Cuando llega la muerte, no se puede hacer nada.

El médico examina a Yefim durante un cuarto de hora; luego se pone en pie y dice:

—No puedo hacer nada… Hay que llevarte al hospital, allí te operarán. Vete enseguida… ¡Vete sin falta! Es algo tarde y en el hospital todo el mundo duerme, pero no importa, te daré una nota. ¿Me oyes?

—¿Y cómo va a ir, padrecito? —pregunta Pelagueia—. No tenemos ningún caballo.

—No importa, se lo pediré a los señores y ellos os lo darán.

El médico se marcha, la vela se apaga y de nuevo se oye: “Bu-bu-bu…”. Al cabo de media hora llega un coche enviado por los señores para llevarlo al hospital. Yefim se prepara y se marcha…

Al poco rato nace una hermosa y despejada mañana de verano. Pelagueia no está en casa: ha ido al hospital para saber qué ha pasado con Yefim. Un niño llora en algún lugar y Varka oye que alguien canta con su propia voz:

—Duérmete, niño, al son de la nana…

Pelagueia regresa; se santigua y susurra:

—Esta noche le pusieron todo en su sitio, pero por la mañana ha entregado el alma a Dios… Que el Señor le conceda el Reino de los Cielos, descanse en paz… Dicen que era demasiado tarde… Habría que haberlo llevado antes…

Varka va al bosque para llorar, pero, de pronto, alguien la golpea en la nuca con tanta violencia que su frente choca con un abedul. Levanta la vista y ve delante de ella a su amo, el zapatero.

—¿Qué haces, sarnosa? —le dice—. ¡El niño está llorando y tú duermes!

Le tira con fuerza de la oreja; ella sacude la cabeza, mece la cuna y entona su canción. La mancha verde, las sombras del pantalón y los pañales se balancean, le hacen guiños y pronto vuelven a apoderarse de su cerebro. De nuevo vislumbra una carretera cubierta de barro líquido. Los hombres de las alforjas al hombro y las sombras se han tumbado y duermen profundamente. Al verlos, Varka siente unos deseos enormes de dormir; de buena gana se iría a la cama, pero su madre Pelagueia camina a su lado y le mete prisa. Ambas se dirigen a buen paso a la ciudad para buscar colocación.

—¡Una limosna, por el amor de Dios! —pide la madre a las personas que le salen al encuentro—. ¡Tengan compasión, buenas gentes!

—¡Dame al niño! —le responde una voz conocida—. ¡Dame al niño! —repite la misma voz, esta vez con enfado e irritación—. ¿Me oyes, miserable?

Varka pega un brinco, mira a su alrededor y comprende lo que sucede: no hay ninguna carretera, Pelagueia no está a su lado, no se cruzan con nadie; en medio de la habitación sólo está el ama, que ha venido a amamantar al pequeño. Mientras el ama, gruesa y de anchas espaldas, da el pecho y calma al niño, Varka, de pie, la mira y espera a que termine. Fuera, el aire se tiñe ya de azul, las sombras y la mancha verde del techo palidecen a ojos vistas. Pronto llegará la mañana.

—¡Toma! —dice el ama, abotonándose la camisa—. Está llorando. Seguro que le han echado mal de ojo.

Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y vuelve a mecerlo. La mancha verde y las sombras desaparecen poco a poco y ya nadie se desliza en su cabeza ni enturbia su cerebro. No obstante, tiene tantas ganas de dormir como antes, ¡unas ganas enormes! Varka apoya la cabeza en el borde de la cuna y se balancea con todo el cuerpo para vencer el sueño, pero los ojos se le cierran y a cada instante siente un peso mayor en la cabeza.

—¡Varka, enciende la estufa! —le grita el amo desde el otro lado de la puerta.

Eso significa que es hora de levantarse y ponerse a trabajar. Varka deja la cuna y va corriendo al cobertizo a por la leña. Se siente contenta. Cuando corre o camina, no tiene tantas ganas de dormir como cuando está sentada. Trae la leña, enciende la estufa y siente que los músculos rígidos de su cara se desentumecen y que sus ideas se aclaran.

—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.

Varka parte unas astillas, pero apenas ha tenido tiempo de encenderlas y ponerlas en el samovar cuando oye una nueva orden:

—¡Varka, limpia los chanclos del amo!

Se sienta en el suelo, limpia los chanclos y piensa en lo agradable que sería apoyar la cabeza en uno de ellos, grande y profundo, y echar una cabezadita… De pronto, el chanclo crece, se hincha y ocupa toda la habitación; Varka suelta el cepillo, pero enseguida sacude la cabeza, abre mucho los ojos y trata de mirar las cosas de manera que no crezcan ni se muevan delante de ella.

—¡Varka, friega la escalera; está tan sucia que da vergüenza cuando viene algún cliente.

Varka friega la escalera, limpia las habitaciones, luego enciende la otra estufa y va corriendo a la tienda. Tiene tanto trabajo que no le queda ni un solo minuto libre.

Pero nada le cansa tanto como estar de pie en un mismo sitio, ante la mesa de la cocina, pelando patatas. La cabeza se inclina sobre la mesa, la patata gira ante sus ojos, el cuchillo se le escapa de las manos, mientras a su alrededor la gruesa y colérica ama, arremangada, va de un lado para otro, hablando tan alto que los oídos le zumban. También le causa mucha fatiga servir la mesa, lavar la ropa, coser. Hay momentos en que siente ganas de tumbarse en el suelo y dormir, sin reparar en nada.

El día pasa. Al ver cómo las ventanas se oscurecen, Varka se aprieta las sienes entumecidas y sonríe sin saber por qué. La neblina de la tarde le acaricia los ojos semicerrados, prometiéndole un sueño próximo y reparador. Por la noche llegan invitados.

—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.

El samovar de los amos es pequeño, de manera que hay que calentarlo cuatro o cinco veces antes de que los invitados se sacien. Después del té, Varka pasa una hora entera en el mismo sitio, mirando a los invitados y esperando órdenes.

—¡Varka, vete a comprar tres botellas de cerveza!

Ella sale a toda prisa y corre con todas sus fuerzas para ahuyentar el sueño.

—¡Varka, vete por vodka! Varka, ¿en dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia los arenques!

Por fin los invitados se marchan; las luces se apagan y los amos se van a dormir.

—¡Varka, acuna al niño! —oye aún una última orden.

El grillo canta en la estufa; la mancha verde del techo y las sombras del pantalón y los pañales vuelven a deslizarse por los ojos entornados de Varka, haciéndole guiños y enturbiando su cabeza.

—Duérmete, niño —canturrea Varka—, al son de la nana…

El niño chilla hasta no poder más. Varka vuelve a ver una carretera embarrada, hombres con alforjas; reconoce a Pelagueia y a su padre Yefim. Lo entiende todo, reconoce a todo el mundo; sólo una cosa le resulta incomprensible en medio de ese duermevela: la fuerza que le sujeta los brazos y las piernas, la oprime y le impide vivir. Mira a su alrededor, la busca para librarse de ella, pero no la encuentra. Por último, extenuada, haciendo acopio de todas sus energías y aguzando la vista, contempla la mancha verde y parpadeante y, prestando oídos al grito, descubre al enemigo que le impide vivir.

Su enemigo es el niño.

Se ríe. Se sorprende: ¿cómo es posible que no se haya dado cuenta antes de algo tan evidente? La mancha verde, las sombras y el grillo también parecen reír y sorprenderse.

Varka se deja ganar por una alucinación. Se levanta del taburete y, con una amplia sonrisa, sin parpadear, pasea por la habitación. La idea de que en ese mismo instante va a librarse del niño que le inmoviliza los brazos y las piernas, le causa un agradable cosquilleo… Matar al niño y luego dormir, dormir, dormir…

Riendo, haciendo guiños y amenazando a la mancha verde con el dedo, Varka se acerca con sigilo a la cuna y se inclina sobre el niño. Nada más estrangularlo, se tumba en el suelo, riendo de alegría ante la perspectiva del sueño; al cabo de un minuto duerme ya profundamente, como una muerta…