Mangosta: Mamífero carnívoro de Asia y África (aparte existe
una especie de Europa, el meloncillo), que alcanza 20 pulgadas de longitud y
ataca las serpientes, incluso venenosas.
Cuento infantil con moraleja.
RIKKI-TIKKI-TAVI
de Rudyard Kipling
Ésta es la historia de la gran batalla que sostuvo Rikki-tikki-tavi,
sin ayuda de nadie, en los cuartos de baño del gran bungalow que había en el
acuartelamiento de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayudó, y Chuchundra,
el ratón almizclero, que nunca anda por el centro del suelo, sino junto a las
paredes, silenciosamente, fue quien la aconsejó.
Era una mangosta, parecida a un gato pequeño en la piel y la
cola, pero mucho más cercana a una comadreja en la cabeza y las costumbres. Los
ojos y la punta de su hocico inquieto eran de color rosa; podía rascarse donde
quisiera, con cualquier pata, delantera o trasera, que le apeteciera usar;
podía inflar la cola hasta que pareciera un cepillo para limpiar botellas, y el
grito de guerra que daba cuando iba correteando por las altas hierbas era:
—¡Rikk-tikk-tikki-tikki-tavi!
Un día, una de las grandes riadas de verano la sacó de la
madriguera en que vivía con su padre y su madre, y la arrastró, pataleando y
cloqueando, a una zanja al borde de la carretera. En ella flotaba un pequeño
manojo de hierba al que se agarró hasta perder el sentido.
Cuando se reanimó,
estaba tumbada al calor del sol en mitad del sendero de un jardín, rebozada de
barro, y un niño pequeño decía:
—Una mangosta muerta. Vamos a enterrarla.
—No —dijo su madre—, vamos a meterla dentro para secarla.
Puede que no esté muerta.
La llevaron a la casa, y un hombre grande la cogió entre el
índice y el pulgar y dijo que no estaba muerta, sino medio ahogada; con lo cual
la envolvieron en algodón, le dieron calor, y ella abrió los ojos y estornudó.
—Ahora —dijo el hombre grande (era un inglés que se acababa
de mudar al bungalow)—, no la asusten, y vamos a ver qué hace.
Asustar a una mangosta es lo más difícil del mundo, porque
está llena de curiosidad, desde el hocico hasta la cola. El lema de la familia
de las mangostas es: «Corre y entérate», y Rikki-tikki hacía honor a su raza.
Miró el algodón, decidió que no era comestible, y se puso a dar vueltas
alrededor de la mesa; se sentó alisándose la piel y rascándose, y subió al
hombro del niño de un salto.
—No te asustes, Teddy —dijo su padre—. Eso es que quiere
hacerse amiga tuya.
—¡Ay! Me está haciendo cosquillas debajo de la barbilla —dijo
Teddy.
Rikki-tikki se puso a mirar debajo del cuello de la camisa
del niño, le olisqueó la oreja, y bajó por su cuerpo hasta el suelo, donde se
sentó, restregándose el hocico.
—Pero ¡bueno! —dijo la madre de Teddy—. ¿Y esto es un animal
salvaje? Será que se está portando bien porque hemos sido amables con él.
—Todas las mangostas son así —dijo su marido—. Si Teddy no
la coge por la cola, o intenta meterla en una jaula. Se pasará todo el día
entrando y saliendo de la casa. Vamos a darle algo de comer.
Le dieron un trocito de carne cruda. A Rikki-tikki le gustó
muchísimo y, al terminárselo, salió corriendo a la terraza, se sentó al sol y
erizó la piel para que los pelos se le secaran hasta las raíces. Entonces
empezó a sentirse mejor.
«Aún me quedan tantas cosas por descubrir en esta casa —se
dijo a sí misma—, que los de mi familia tardarían toda una vida en conseguirlo.
Pienso quedarme y enterarme de todo.»
Se dedicó a dar vueltas por la casa durante el resto del
día. Estuvo a punto de ahogarse en las bañeras, metió la nariz en el tintero
que había encima del escritorio, y se la quemó con la punta del cigarro del
hombre grande, porque se le había subido a las rodillas para ver cómo se
escribía. Al anochecer se metió en el cuarto de Teddy para ver cómo se
encendían las lámparas de parafina, y cuando Teddy se metió en la cama, Rikki-tikki
hizo lo mismo; pero era un compañero muy inquieto, porque tenía que estar
levantándose toda la noche, cada vez que oía un ruido, para ver de dónde venía.
A última hora, la madre y el padre de Teddy entraron a echar un vistazo a su
hijo, y Rikki-tikki estaba despierta encima de la almohada.
—Esto no me gusta —dijo la madre de Teddy—. Puede que muerda
al niño.
—No va a hacer nada semejante —dijo el padre—. Teddy está
más seguro con esa fierecilla que si tuviera a un sabueso vigilándolo. Si ahora
mismo entrara una serpiente en este cuarto...
Pero la madre de Teddy no quería ni pensar en algo tan
horrible.
Por la mañana temprano, Rikki-tikki fue a la terraza a
desayunar, montada sobre el hombro de Teddy, y le dieron un poco de plátano y
de huevo pasado por agua; se fue sentando en las rodillas de todos, uno detrás
de otro, porque todas las mangostas de buena familia aspiran a ser mangostas
caseras algún día, y acabar teniendo habitaciones en las que poder correr, y la
madre de Rikki-tikki (que había vivido en casa del General, en Segowlee) le
había explicado cuidadosamente a Rikki-tikki lo que tenía que hacer cuando se
encontrara entre hombres blancos.
Después Rikki-tikki se fue al jardín para ver si había algo
que mereciera la pena. Era un jardín grande, a medio cultivar, con arbustos
igual de grandes que los cenadores hechos de rosales del Mariscal Niel; limeros
y naranjos, matas de bambú, y partes llenas de hierba alta.
—Esto es un coto de caza espléndido —dijo, y la cola se le
infló, poniéndosele como un cepillo para limpiar botellas, nada más pensarlo, y
correteó por todo el jardín, olisqueando por aquí y por allí hasta que oyó unas
voces muy tristes que venían de un espino.
Era Darzee, el pájaro tejedor, y su mujer. Había hecho un
nido precioso juntando dos hojas grandes y cosiendo los bordes con fibras,
llenándolo de algodón y pelusa parecida al plumón. El nido se balanceaba de un
lado a otro, y ellos estaban sentados en el borde, llorando.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rikki-tikki.
—Estamos desolados —dijo Darzee—. Uno de nuestros hijos se
cayó del nido ayer, y Nag se lo comió.
—¡Hmm! —dijo Rikki-tikki—, eso es muy triste..., pero yo no
soy de aquí. ¿Quién es Nag?
Darzee y su mujer se limitaron a esconderse dentro del nido.
Sin contestar, porque de la hierba espesa que había al pie del arbusto salió un
silbido sordo, un sonido frío y horrible que hizo a Rikki-tikki saltar hacia
atrás medio metro. Entonces, centímetro a centímetro, fue saliendo de la hierba
la cabeza y la capucha abierta de Nag, la enorme cobra negra, que medía casi
dos metros desde la lengua hasta la punta de la cola. Cuando hubo levantado del
suelo una tercera parte del cuerpo, se quedó balanceándose hacia delante y
hacia atrás, exactamente igual que una mata de diente de león bamboleándose al
viento, y miró a Rikki-tikki con esos ojos tan malvados que tienen las
serpientes, que nunca cambian de expresión, piensen lo que piensen.
—¿Que quién es Nag? —dijo—. Yo soy Nag. El gran dios Brahma
puso su marca sobre todas las de nuestra especie cuando la primera cobra abrió
la capucha para protegerle del sol mientras dormía. ¡Mírame y tiembla!
Abrió la capucha más todavía y Rikki-tikki vio, en la parte
de atrás, la marca que parece un par de anteojos, y que es exactamente igual
que la parte de un corchete que se llama «hembra». Durante un instante tuvo
miedo; pero es imposible que una mangosta esté asustada mucho tiempo, y aunque
era la primera vez que Rikki-tikki veía una cobra viva, su madre la había
alimentado con cobras muertas, y sabía que el único deber de una mangosta
adulta es cazar serpientes y comérselas. Nag también lo sabía, y en el fondo de
su frío corazón tenía miedo.
—Bueno —dijo Rikki-tikki, y la cola se le volvió a inflar—,
dejando a un lado lo de las marcas, ¿te parece bonito comerse a las crías que
se caen de los nidos?
Nag se había quedado pensativo, observando hasta el más
mínimo movimiento que se produjera en la hierba detrás de Rikki-tikki. Sabía
que, si empezaba a haber mangostas en el jardín, acabaría significando una
muerte segura para él y su familia, tarde o temprano, pero quería coger a Rikki-tikki
desprevenida. Dejó caer un poco la cabeza hacia un lado.
—Hablemos —dijo—. Tú comes huevos. Y yo, ¿por qué no voy a
poder comer pájaros?
—¡Detrás! ¡Mira detrás de ti! —cantó Darzee.
Rikki-tikki era demasiado lista para perder el tiempo
mirando. Dio un salto hacia arriba, todo lo alto que pudo, y justo por debajo
de ella pasó silbando la cabeza de Nagaina, la malvada esposa de Nag. Se había
ido acercando sigilosamente por detrás, para acabar con la mangosta; y ésta la
oyó soltar un susurro feroz al errar el golpe. Rikki-tikki cayó casi encima de
su espalda y, de haber sido una mangosta vieja, habría sabido que ése era el
momento adecuado para romperle el espinazo de un mordisco; pero le dio miedo el
terrible latigazo que da la cobra con la cola para defenderse. Mordió, eso sí,
pero no durante el tiempo suficiente, y esquivó la sacudida de la cola, dejando
a Nagaina herida y furiosa.
—¡Darzee! ¡Malvado! ¡Malvado! —dijo Nag, serpenteando hacia
arriba lo más alto que pudo, intentando llegar al nido que había en el espino.
Pero Darzee lo había construido fuera del alcance de la serpiente,
y sólo consiguió bambolearlo.
Rikki-tikiu notó que los ojos se le estaban poniendo rojos y
le ardían (cuando a una mangosta se le ponen los ojos rojos, está enfadada), y
se sentó, apoyándose en la cola y las patas traseras, como un canguro pequeño,
mirando a su alrededor y temblando de rabia. Pero Nag y Nagaina ya habían
desaparecido entre la hierba. Cuando una serpiente falla el golpe, nunca dice
nada, ni da pistas sobre lo siguiente que va a hacer. Rikki-tikki no tenía el
menor interés en seguirlas, porque no estaba segura de poder ocuparse de dos
serpientes a la vez. Correteó hacia el sendero de gravilla que había junto a la
casa y se sentó a pensar. Aquél era un asunto serio.
Si toman un libro antiguo de historia natural, leerán que,
cuando una mangosta recibe un mordisco de una serpiente en una pelea, se va
corriendo a comer unas hierbas que la curan. Esto no es verdad. La victoria
consiste en una cuestión de velocidad, tanto de ojos como de pies; se trata del
golpe de la serpiente contra el salto de la mangosta; y como no hay ojo capaz
de seguir el movimiento de la cabeza de una serpiente al atacar, esto hace que
las cosas ocurran de un modo mucho más maravilloso que si se tratara de hierbas
mágicas. Rikki-tikki era consciente de ser una mangosta joven, y precisamente
por ello, estaba muy satisfecha de haber esquivado un ataque por la espalda. Le
dio confianza en sí misma, y cuando Teddy se acercó corriendo por el sendero,
Rikki-tikki estaba dispuesta a dejarse acariciar.
Pero justo en el momento en que Teddy se agachaba, algo dio
un respingo en el polvo, y su vocecita dijo:
—¡Cuidado! ¡Soy la muerte!
Era Karait, la culebra diminuta de color marrón polvoriento
que se mete en la arena adrede, y cuyo mordisco es tan peligroso como el de la
cobra. Además, es tan pequeña que nadie piensa en ella, con lo cual resulta más
dañina.
A Rikki-tikki se le volvieron a poner los ojos rojos, y se
acercó bailoteando hasta Karait, con aquel contoneo tan peculiar que había
heredado de su familia. Parece muy gracioso, pero es un movimiento tan
equilibrado que permite despegar de un solo salto desde el ángulo que se
quiera; y tratándose de serpientes, esa es una gran ventaja. Lo que Rikki-tikki
no sabía es que estaba haciendo algo mucho más peligroso que luchar con Nag,
porque Karait es tan pequeña y puede retorcerse con tanta agilidad que, a no
ser que la mordiera cerca del cogote, recibiría el latigazo en un ojo o en el
hocico. Pero Rikki no lo sabía: tenía los ojos ensangrentados y se balanceaba
hacia delante y hacia atrás, buscando un buen sitio donde atacar. Karait se
lanzó hacia ella. Rikki saltó a un lado y trató de echarse encima de la
culebra, pero la cabecita malvada de color gris polvoriento la envistió, casi
rozándole el hombro, y tuvo que saltar por encima, con la cabeza de la
serpiente pegada a sus patas.
Teddy se volvió hacia la casa, gritando:
—¡Miren! ¡Nuestra mangosta está matando una serpiente!
Rikki-tikki oyó un grito de la madre de Teddy. Su padre
salió corriendo con un palo, pero en el tiempo que tardó en llegar, Karait
había dado una embestida mal calculada; Rikki-tikki se lanzó, cayó encima de la
serpiente, metió la cabeza todo lo lejos que pudo entre sus patas delanteras,
mordió lo más cerca de la cabeza que llegó, y se alejó rodando. Aquel mordisco
dejó a Karait paralizada, y Rikki-tikki estaba a punto de devorarla empezando
por la cola, siguiendo la costumbre de su familia a la hora de la comida,
cuando se acordó de que un estómago lleno equivale a una mangosta lenta, y si
quería conservar toda su fuerza y agilidad. Tendría que procurar estar delgada.
Se alejó para darse un baño bajo las matas de aceite de
ricino, mientras el padre de Teddy golpeaba a Karait, ya muerta.
«¿De qué sirve eso? —pensó Rikki-tikki—. Si yo ya lo he solucionado
todo.»
Y entonces la madre de Teddy la levantó del polvo y la
abrazó, exclamando que había salvado la vida de su hijo, y el padre de Teddy
dijo que era una providencia, y Teddy puso cara de susto, abriendo mucho los
ojos. Rikki-tikki estaba bastante divertida con todo el alboroto aquel, que,
por supuesto, no entendía. Le habría dado igual que la madre de Teddy la
hubiera acariciado por jugar en el polvo. Rikki lo estaba pasando
estupendamente.
Aquella noche, durante la cena, mientras se paseaba entre
los vasos de vino de la mesa, podía haber comido el triple de cosas buenas;
pero se acordó de Nag y Nagaina, y aunque era muy agradable recibir caricias de
la madre de Teddy y sentarse en el hombro del niño, de vez en cuando se le
enrojecían los ojos, y lanzaba su largo grito de guerra:
—¡Rikk-tikk-tikki-tikki-tikk!
Teddy se la llevó a la cama con él, e insistió en que Rikki-tikki
durmiera bajo su barbilla. Rikki-tikki estaba demasiado bien educada para
morder o arañar, pero en cuanto Teddy se durmió, fue a darse un paseo nocturno
por la casa, y en la mitad de la oscuridad se encontró con Chuchundra, el ratón
almizclero, correteando pegado a la pared. Chuchundra es un animalillo que vive
desconsolado. Se pasa toda la noche lloriqueando y haciendo gorgoritos,
intentando decidirse a salir al centro de la habitación, pero nunca consigue
llegar.
—No me mates —dijo Chuchundra, casi sollozando—. Rikki-tikki,
no me mates.
—¿Tú crees que el que mata serpientes mata ratones
almizcleros? —preguntó Rikki-tikki desdeñosamente.
—Los que matan serpientes son matados por serpientes —dijo
Chuchundra, con más desconsuelo que nunca—. ¿Y cómo voy a estar seguro de que
Nag no me confunda contigo en una noche oscura?
—No hay ningún peligro —dijo Rikki-tikki—; además, Nag está
en el jardín, y sé que tú no sales nunca.
—Mi prima Chua, la rata, me ha dicho... —dijo Chuchundra, y
se detuvo.
—¿Te ha dicho qué?
—¡Sssh! Nag está en todas partes, Rikki-tikki. Deberías
haber hablado con Chua en el jardín.
—Pues no he hablado con ella..., así que tienes que
decírmelo tú. ¡Rápido, Chuchundra, o te doy un mordisco!
Chuchundra se sentó y empezó a llorar, hasta que las
lágrimas le empaparon el bigote.
—Soy un pobre desgraciado —sollozó—. Nunca he tenido el
suficiente valor para salir al centro de la habitación. ¡Sssh! Es mejor que no
te diga nada. ¿No oyes algo, Rikki-tikki?
Rikki-tikki se puso a escuchar. La casa estaba en silencio
absoluto, pero le pareció oír un rac-rac muy apagado (un ruido tan suave como
el que hace una avispa al andar por el cristal de una ventana), el roce de las
escamas de una serpiente arrastrándose sobre unas baldosas.
«Es Nag o Nagaina —se dijo a sí misma— y está deslizándose
por la compuerta del cuarto de baño. Tienes razón, Chuchundra; debería haber
hablado con Chua.»
Se dirigió sigilosamente al cuarto de baño de Teddy, pero no
había nadie: después fue al cuarto de baño de la madre de Teddy. Al pie de una
de las paredes de yeso, había un ladrillo levantado para que sirviera de
compuerta de salida del agua, y Rikki-tikki, al pasar junto al borde de
ladrillo en que va encajada la bañera, oyó a Nag y Nagaina cuchicheando fuera,
a la luz de la luna.
—Cuando no quede gente en la casa —decía Nagaina a su marido—,
se tendrá que ir, y entonces volveremos a tener el jardín para nosotros solos.
No hagas ruido al entrar, y recuerda que el hombre que mató a Karait es el
primero a quien hay que morder. Luego sal a contármelo, y buscaremos a Rikki-tikki
los dos juntos.
—Pero ¿estás segura de que matar a la gente tiene alguna
ventaja? —dijo Nag.
—Por supuesto. Cuando no había gente en la casa, ¿teníamos
una mangosta en el jardín? Mientras el bungalow esté vacío, seremos el rey y la
reina del jardín; y recuerda que, cuando se abran los huevos que hemos puesto
en el melonar (cosa que puede ocurrir mañana), a los pequeños les va a hacer
falta más espacio y tranquilidad.
—No había pensado en eso —dijo Nag—. Iré, pero no es
necesario que busquemos a Rikki-tikki después. Yo voy a matar al hombre grande
y a su mujer, y al niño si puedo, y a irme tranquilamente. Entonces el bungalow
estará vacío, y Rikki-tikki se irá.
Rikki-tikki notó un cosquilleo por todo el cuerpo al oír esto,
y le entró rabia y odio; entonces apareció la cabeza de Nag por la compuerta,
con sus casi dos metros de cuerpo helado detrás. Aunque estaba indignada, Rikki-tikki
se asustó mucho al ver el tamaño de la enorme cobra. Nag se enroscó, levantó la
cabeza, y miró al interior del cuarto de baño en la oscuridad, y Rikki vio cómo
le brillaban los ojos.
—Bueno..., si lo mato aquí Nagaina se enterará: y si lucho
con él en mitad de la habitación, todas las probabilidades están a su favor.
¿Qué debo hacer? —dijo Rikki-tikki-tavi.
Nag se balanceó hacia delante y hacia atrás, y entonces
Rikki-tikki lo oyó beber del jarrón de agua más grande, que se usaba para
llenar el baño.
—Qué buena —dijo la serpiente—. A ver..., cuando mataron a
Karait, el hombre grande llevaba un palo. Puede que aún lo tenga, pero cuando
venga a bañarse por la mañana no lo traerá. Voy a esperar aquí hasta que entre.
Nagaina..., ¿me oyes? Voy a esperar aquí, al fresco, hasta que llegue el día.
No hubo contestación desde fuera, por lo que Rikki-tikki
supo que Nagaina se había marchado. Nag fue enroscando sus anillos, uno a uno,
alrededor de la parte más ancha del jarrón, y Rikki-tikki se quedó tan quieta
como un muerto. Al cabo de una hora empezó a moverse, músculo tras músculo,
hacia el jarrón. Nag estaba dormido, y Rikki-tikki contempló su inmensa
espalda, pensando en cuál sería el mejor sitio para dar un mordisco.
—Si no le parto el espinazo al primer salto, podrá seguir
luchando, y, como luche..., ¡ay, Rikki!
Se fijó en la parte más gruesa del cuello, debajo de la
capucha, pero no iba a poder con aquello; y si lo mordía en la cola, sólo
conseguiría enfurecer a Nag.
—Tendrá que ser en la cabeza —dijo finalmente—; en la
cabeza, por encima de la capucha, y una vez que esté ahí, no debo soltar.
Entonces se lanzó. La cabeza estaba algo separada del
jarrón, por debajo de la curva; y al juntar las dos filas de dientes, Rikki-tikki
apoyó la espalda en el bulto que tenía la pieza de cerámica roja, para tener
mejor sujeta su presa. Esto le dio sólo un segundo de ventaja, y lo usó al
máximo. Después se vio zarandeada de un lado a otro, como una rata cogida por
un perro..., de aquí para allá sobre el suelo, de arriba abajo, y dando
vueltas, haciendo grandes círculos; pero tenía los ojos rojos y siguió agarrada
mientras el cuerpo se convulsionaba por el suelo, tirando el bote de hojalata,
la jabonera, el cepillo para la piel; y se golpeó contra las paredes metálicas
del baño. Mientras seguía aferrada, iba mordiendo cada vez con más fuerza,
porque estaba segura de que iba a morir a golpes, y por el honor de la familia,
prefería que la encontraran con los dientes bien apretados. Estaba mareada,
dolorida, y le parecía estar hecha pedazos cuando, de repente, algo estalló
como un trueno justo detrás de ella; un viento caliente la dejó sin sentido y
un fuego muy rojo le quemó la piel. El hombre grande se había despertado con el
ruido, y había disparado los dos cañones de una escopeta recortada justo detrás
de la capucha de Nag.
Rikki-tikki siguió sin soltarse, con los ojos cerrados,
porque ahora sí que estaba completamente segura de haber muerto; pero la cabeza
no se movió, y el hombre la levantó en el aire y dijo:
—Aquí tenemos a la mangosta otra vez, Alice; ahora nuestra
amiga nos ha salvado la vida a nosotros.
Entonces entró la madre de Teddy, con la cara muy blanca, y
vio los restos de Nag; y Rikki-tikki fue arrastrándose hasta el cuarto de Teddy
y pasó la mitad de la noche sacudiéndose suavemente para ver si era verdad que
estaba rota en cuarenta pedazos como se estaba imaginando.
Al llegar la mañana, casi no podía moverse, pero estaba muy
satisfecha de sus hazañas.
—Ahora tengo que arreglar cuentas con Nagaina, y va a ser
peor que cinco Nags, y además, no hay manera de saber cuándo van a empezar a
abrirse los huevos de los que hablaba. ¡Caramba! Tengo que hablar con Darzee —dijo.
Sin esperar al desayuno, Rikki-tikki fue corriendo al
espino, donde encontró a Darzee cantando una canción triunfal a pleno pulmón.
Las noticias de la muerte de Nag se habían extendido por todo el jardín, porque
el hombre que barría la casa había arrojado el cuerpo al estercolero.
—¡Bah, estúpido montón de plumas sin seso! —dijo Rikki-tikki
enfurecida—. ¿Crees que es éste momento para ponerse a cantar?
—¡Nag está muerto..., muerto..., muerto! —cantó Darzee—. La
valiente Rikki-tikki lo agarró por la cabeza y no lo soltó. ¡El hombre grande
trajo el palo que hace ruido y Nag quedó partido en dos! No volverá a comerse a
mis pequeños.
—Todo eso es cierto; pero ¿dónde está Nagaina? —dijo Rikki-tikki,
mirando cuidadosamente a su alrededor.
—Nagaina llegó a la compuerta del cuarto de baño y llamó a
Nag —siguió Darzee—. Y Nag salió colgado de un palo, porque el hombre que barre
lo cogió así y lo tiró al estercolero. ¡Cantemos a la gran Rikki-tikki, la de
los ojos rojos! —y Darzee hinchó el cuello y cantó.
—¡Si pudiera llegar a tu nido, echaría al suelo todas tus
crías! —dijo Rikki-tikki—. No sabes lo que hay que hacer, ni cuándo hacerlo. Tú
estarás muy seguro ahí arriba, en tu nido, pero yo estoy en plena guerra. Deja
de cantar un momento, Darzee.
—Por complacer a la grande y hermosa Rikki-tikki, pararé —dijo
Darzee—. ¿Qué quieres, justiciera de Nag, el Terrible?
—Por tercera vez, ¿dónde está Nagaina?
—En el estercolero, junto a los establos, llorando la muerte
de Nag. ¡Qué grande es Rikki-tikki, la de los dientes blancos!
—¡Vete a paseo con mis dientes blancos! ¿Sabes dónde guarda
sus huevos?
—En el melonar, en el lado que está más cerca de la pared,
donde da el sol durante todo el día. Los escondió allí hace semanas ya.
—¿Y no se te había ocurrido que sería buena idea contármelo?
¿En el lado que está más cerca de la pared, has dicho?
—Rikki-tikki, ¡no irás a comerte los huevos!
—No; a comérmelos, precisamente, no. Darzee, si tienes una
pizca de sentido común, irás volando a los establos y harás como si se te
hubiera roto un ala, dejando que Nagaina te persiga hasta este arbusto. Yo
tengo que llegar al melonar, pero si voy ahora me va a ver.
Darzee era un animalillo con la cabeza llena de serrín,
incapaz de tener en el cerebro más de una idea a la vez: y sólo porque sabía
que los hijos de Nagaina nacían de huevos, igual que los suyos, le parecía
injusto matarlos. Pero su esposa era un pájaro sensato, y sabía que los huevos
de cobra significaban cobras jóvenes al cabo de algún tiempo; por eso salió
volando del nido dejando que Darzee se quedara dando calor a los pequeños y
cantando sobre la muerte de Nag. Darzee se parecía bastante a un hombre en
algunas cosas.
Ella se puso a revolotear delante de Nagaina, junto al
estercolero, y gritó:
—¡Ay, tengo un ala rota! El niño de la casa me ha tirado una
piedra y me la ha roto.
Y empezó a revolotear más desesperadamente.
Nagaina levantó la cabeza y siseó:
—Tú avisaste a Rikki-tikki cuando yo iba a matarla. Y, la
verdad sea dicha, has cogido un sitio muy malo para ponerte a cojear.
Y avanzó hacia la esposa de Darzee, deslizándose sobre el
polvo.
—¡El niño me la ha roto con una piedra! —chilló la mujer de
Darzee.
—Bueno, pues puede que te sirva de consuelo saber que,
cuando estés muerta, yo arreglaré cuentas con ese niño. Mi marido yace en el
estercolero esta mañana, pero, antes de que caiga la noche, el niño de la casa
también yacerá inmóvil. ¿De qué sirve intentar escapar? Te voy a atrapaoger de todas
formas. ¡Tonta! ¡Mírame!
La mujer de Darzee era demasiado lista para hacerle caso,
porque un pájaro que mira a una serpiente a los ojos se queda tan asustado que
no puede moverse. La esposa de Darzee siguió revoloteando y piando quejumbrosamente.
sin apartarse del suelo en ningún momento, y Nagaina empezó a avanzar a mayor
velocidad.
Rikki-tikki las oyó subiendo por el sendero desde los
establos, y se apresuró hacia el lado del melonar que estaba más cerca de la
pared. Allí, en un lecho de paja, hábilmente ocultos entre los melones,
encontró veinticinco huevos más o menos del tamaño de los de una gallina de
Banten, pero cubiertos de piel blanquecina en lugar de cáscara.
—Menos mal que he venido hoy —dijo.
Y es que ya se veían, a través de la piel, unas cobras
diminutas y enroscadas, y Rikki-tikki sabía que, en cuanto rompieran los
huevos, ya tendrían fuerza para matar a un hombre o a una mangosta. Fue
mordiendo la punta de cada huevo a toda velocidad, asegurándose de aplastar las
cobritas y removiendo la paja de vez en cuando, para ver si había pasado por
alto alguna. Finalmente quedaron sólo tres huevos, y Rikki-tikki soltó una
carcajada de alegría; pero en ese momento, oyó a la mujer de Darzee gritando:
—Rikki-tikki, he llevado a Nagaina hacia la casa, y ha
subido a la terraza, y, ay, ven corriendo... ¡Va a matar!
Rikki-tikki aplastó dos huevos y rodó hacia atrás por el
melonar, con el tercer huevo en la boca, dirigiéndose hacia la terraza todo lo
deprisa que le permitían las patas. Teddy, su padre, y la madre, estaban
sentados a la mesa para desayunar, pero Rikki-tikki vio que no estaban comiendo
nada. Parecían estatuas, y tenían las caras blancas. Nagaina estaba enroscada
sobre la estera, junto a la silla de Teddy, tan cerca de la pierna desnuda del
niño, que podía lanzarse sobre ella sin ningún esfuerzo; y se balanceaba hacia
delante y hacia atrás, cantando una canción triunfal.
—Hijo del hombre grande que mató a Nag —siseó—, no te
muevas. Aún no estoy preparada. Espera un poco. Quédense muy quietos, los tres.
Si se mueven, ataco, y si no se mueven, también ataco. ¡Ay, esta gente
estúpida, que mató a mi Nag...!
Teddy no apartaba los ojos de su padre, y éste no podía
hacer más que susurrar:
—Estate quieto, Teddy. No te muevas. Teddy, estate quieto.
Entonces se acercó Rikki-tikki y gritó:
—Date la vuelta, Nagaina. ¡Date la vuelta y lucha!
—Cada cosa a su tiempo —dijo ella, sin mover los ojos—. Voy
a arreglar cuentas contigo en seguida. Mira a tus amigos, Rikki-tikki. Están quietos
y blancos; tienen miedo. No se atreven a moverse y, si tú te acercas un paso
más, los atacaré.
—Ve a ver tus huevos —dijo Rikki-tikki— en el melonar, junto
a la pared. Ve a mirar, Nagaina.
La inmensa serpiente se volvió a medias y vio el huevo encima
de la terraza.
—¡Aah! Dámelo —dijo.
Rikki-tikki puso las patas una a cada lado del huevo; tenía
los ojos ensangrentados.
—¿Cuál es el precio de un huevo de serpiente? ¿Y el de una
cobra joven? ¿Y el de una cobra gigante joven? ¿y el de la última..., la
ultimísima de una nidada? Las hormigas se están comiendo las demás ahí abajo,
en el melonar.
Nagaina giró en redondo, olvidándose de todo por aquel único
huevo; y Rikki-tikki vio cómo el brazo del padre de Teddy salía disparado,
agarraba al niño por el hombro y lo pasaba por encima de la mesa y de las tazas
de té, poniéndolo fuera del alcance de Nagaina.
—¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído!
¡Rikki-tikki! —se carcajeó Rikki-tikki—. El niño está a salvo y fui yo..., yo,
yo..., quien cogió a Nag por la capucha ayer por la noche, en el cuarto de
baño.
Y empezó a dar saltos, con las cuatro patas juntas y la
cabeza mirando hacia el suelo.
—Me sacudió hacia todos lados, pero no logró librarse de mí.
Estaba muerto antes de que el hombre grande lo volara en pedazos. Fui yo.
¡Rikki-tikki-tck-tck! Anda, ven, Nagaina. Ven a luchar conmigo. Ya te queda
poco de ser viuda.
Nagaina comprendió que había perdido su oportunidad de matar
a Teddy, y que el huevo estaba entre las patas de Rikki-tikki.
—Dame el huevo, Rikki-tikki. Dame el último de mis huevos y
me iré y no volveré jamás —dijo ella, bajando la capucha.
Sí, te irás y no volverás nunca, porque vas a acabar en el
estercolero, con Nag. ¡Lucha, viuda! ¡El hombre grande ha ido a buscar su
escopeta! ¡Lucha!
Rikki-tikki daba saltos alrededor de Nagaina sin parar,
manteniéndose justo fuera de su alcance, y sus ojillos parecían un par de
brasas. Nagaina se replegó sobre sí misma, y salió disparada hacia ella. Rikki-tikki
saltó hacia arriba y hacia atrás. Una, y otra, y otra vez, volvió a atacarla, y
su cabeza siempre iba a parar contra la estera que cubría la terraza,
golpeándose con fuerza; y Nagaina volvía a replegarse contra sí misma, como el
muelle de un reloj. Entonces Rikki-tikki bailoteó describiendo un círculo, para
ponerse detrás de ella, y Nagaina giró en redondo, para no perderla de vista, y
el roce de su cola contra la estera era igual que el de unas hojas secas
arrastradas por el viento.
Rikki-tikki se había olvidado del huevo. Seguía encima de la
terraza, y Nagaina se fue acercando a él poco a poco, hasta que finalmente,
mientras Rikki-tikki recuperaba el aliento, lo cogió en la boca, se volvió
hacia las escaleras de la terraza, y bajó por el sendero como una flecha. Cuando
una cobra corre para salvarse la vida, va igual de deprisa que un latigazo
atravesando el cuello de un caballo. La mangosta sabía que, si no la cazaba,
todos los problemas volverían a empezar. La serpiente enfiló hacia la hierba
alta que había junto al espino, y Rikki-tikki, mientras corría, oyó que Darzee
seguía cantando aquella canción triunfal tan tonta. Pero la esposa de Darzee
era más lista. Salió volando del nido al ver aparecer a Nagaina, y empezó a
revolotear alrededor de la cabeza de la serpiente. Si Darzee la hubiera
ayudado, puede que la hubiesen hecho volverse; pero Nagaina no hizo más que
agachar la capucha y seguir adelante. Aun así, ese instante de retraso permitió
que Rikki-tikki llegara hasta ella, y cuando se metió en la ratonera en que había
vivido con Nag, la mangosta había logrado clavarle los dientes blancos en la
cola; y bajó tras ella..., aunque hay muy pocas mangostas, por viejas y astutas
que sean, que se atrevan a seguir a una cobra al interior de su agujero. Éste
estaba muy oscuro, y Rikki-tikki no sabía si se ensancharía de repente, dando a
Nagaina sitio suficiente para volverse y atacarla. Se agarró con fuerza y clavó
las patas para que sirvieran de frenos en aquella cuesta oscura de tierra
húmeda.
Entonces la hierba que rodeaba la entrada del agujero dejó
de moverse, y Darzee dijo:
—Ya ha terminado todo para Rikki-tikki. Cantemos un himno a
su muerte. ¡La valiente Rikki-tikki ha muerto! No hay duda de que Nagaina la
matará bajo tierra.
Empezó a cantar una canción muy triste que se inventó en ese
mismo momento, y justo cuando llegó a la parte más conmovedora, la hierba
empezó a moverse otra vez, y Rikki-tikki, cubierta de barro, se arrastró fuera
del agujero, sacando las patas de una en una y relamiéndose los bigotes. Darzee
se detuvo, dando un gritito. Rikki-tikki se sacudió, quitándose una parte del
polvo que tenía en la piel, y estornudó.
—Todo ha terminado —dijo—. La viuda no volverá a salir.
Las hormigas rojas que viven entre los tallos de hierba lo
oyeron, y desfilaron hacia el interior, para ver si era verdad lo que había
dicho.
Rikki-tikki se hizo un ovillo sobre la hierba y cayó dormida
allí mismo... Durmió y durmió hasta muy entrada la tarde, porque había tenido
un día muy agitado.
—Ahora —dijo al despertarse—, voy a volver a la casa.
Cuéntaselo al Herrerillo, Darzee, que ya se encargará él de informar a todo el
jardín sobre la muerte de Nagaina.
El Herrerillo es un pájaro que hace un ruido exactamente
igual al de un martillo pequeño repicando sobre un caldero de cobre; y no para
de hacerlo porque es el pregonero de todos los jardines indios, y va contando
las últimas noticias a todo aquel que quiera oírlas.
Mientras Rikki-tikki subía por el sendero, oyó las notas que
siempre daba al principio, para pedir atención, como las de una campanilla
avisando que ya está lista la comida; y después, un continuo «¡Din-don-toc!».
Al oírlo, todos los pájaros del jardín se pusieron a cantar, y las ranas a
croar; porque Nag y Nagaina comían ranas, además de pájaros.
Cuando Rikki llegó a la casa, Teddy, la madre de Teddy (que
aún estaba muy blanca, porque se había desmayado) y el padre de Teddy. salieron
y casi se pusieron a llorar encima de ella; y aquella noche comió todo lo que
le dieron, hasta que ya no pudo más, y se fue a dormir montada en el hombro de
Teddy, y allí estaba cuando la madre fue a echarle un vistazo a última hora.
—Nos ha salvado la vida, y a Teddy también —dijo a su marido—.
¡Fíjate! ¡Nos ha salvado la vida a todos!
Rikki-tikki se despertó, dando un respingo, porque todas las
mangostas tienen un sueño ligero.
—Ah, son ustedes —dijo Rikki-tikki—. ¿De qué se preocupan
tanto? Todas las cobras están muertas, y, si queda alguna, aquí estoy yo.
Rikki—tikki tenía razón al sentirse orgullosa de sí misma pero
no se volvió engreída, y cuidó el jardín como debe hacerlo una mangosta, a base
de diente, salto, embestida y mordisco, hasta que no quedó una cobra que se
atreviera a asomar la cabeza entre aquellas cuatro paredes.
CÁNTICO DE DARZEE
(Canción en honor de Rikki-tikki-tavi)
Soy cantante y tejedor:
Tengo esa doble alegría.
Es un orgullo volar
Y tejerme la casita.
Yo la música me tejo,
tejo también mi casita.
Canta con fuerza a tus hijos,
¡Alza la cabeza, Madre!
La plaga llegó a su fin:
La Muerte en el jardín yace,
El terror que nos acecha
muerto en el estiércol yace.
¿Quién nos ha librado? ¿Quién?
Decid su nombre y su nido:
Rikki—tikki, la valiente,
La de los ojos tan vivos.
Rikki, dientes de marfil,
cazadora de ojos vivos.
Dadle, pájaros, las gracias.
Decidle —colas al viento—
Palabras de ruiseñor...
No, yo lo haré con más fuego.
¡Esta es la canción de Rikki,
la de los ojos de fuego!
(Aquí interrumpió Rikki-tikki, y el resto de la canción se
ha perdido)...
FIN
MORALEJA: “Libra tus batallas en tu propio terreno, no en el
del enemigo. Si puedes”.