Ricardo Piglia
Adrogué, Buenos Aires, 1941
LA HONDA
No me dejo engañar por los chicos. Sé que mienten, que siempre están
poniendo cara de inocentes y por atrás se ríen de todo el mundo.
Lo que pasó ese día fue que ellos no imaginaban que mi patrón y yo
habíamos decidido trabajar, a pesar del domingo.
Por eso cruzamos el camino de tierra hacia el depósito del fondo.
Me acuerdo que por la calle andaba un coche de propaganda con los
altoparlantes en el techo; y que yo escuché la música hasta que doblamos y el
paredón apagó el ruido, de golpe.
Entonces el viento nos arrimó las voces y las risas. Cuando los
descubrimos se acurrucaron, tratando de disimularse entre los fierros, pero ya
era tarde.
Ninguno de los cuatro pasaba de los doce años. Se metían a robar pedazos de plomo para tirarlos con la honda.
Dijeron que estaban allí porque Nacho les aseguró que era amigo del patrón
y que el patrón le daba permiso para juntar el plomo entre los desechos.
Mi patrón les quitó las hondas que les colgaban del cuello y las tiró
al foso de cemento en el que antes, cuando el taller estaba allí y no sobre la
avenida, engrasaban los coches desde abajo.
Los pibes empezaron a barrer, como les ordenó el patrón en escarmiento.
Mientras barrían les preguntó si sabían leer. Los cuatro sabían y los
cuatro habían leído el cartel:
PROHIBIDA LA ENTRADA
Pero se metieron por culpa de Nacho que les dijo, repitieron, que era
amigo del patrón.
Nacho, flaco y morocho, barría en silencio.
Teníamos que desarmar unas puertas de chapa para poder arreglar el
techo del galpón de lavado. El más alto de los cuatro chicos me ayudaba por
orden del patrón. Trabajaba concentrado y me trataba de “señor”.
Ablandamos los clavos y los arrancamos con la barreta “cocodrilo”. Después sacamos las chapas y las amontonamos en un costado. Cortamos los tirantes, dos largos y dos cortos, y empezamos a preparar el soporte.
Trabajamos la madera al borde del foso para poder serruchar hacia abajo
sin peligro de tocar el suelo y mellar el serrucho. El pibe sostenía fuerte el
tirante y me miraba de reojo.
Al rato pareció animarse y me dijo, muy serio:
—¿Señor, me deja agarrar la honda?
—Yo no tengo nada que ver. Si fuera por mí estaríamos durmiendo la siesta. Preguntale al patrón, si él te la dale contesté.
Siguió ayudando, serio y concentrado. Daba risa con su cara de
preocupación. Parecía el jefe de la barra y de vez en cuando miraba a los
otros, como para tranquilizarlos.
Seguimos trabajando bajo el sol. Armamos el soporte y nos pusimos a
clavar las chapas. Cada tanto levantaba la cabeza y me miraba sin hablar,
serio, con la frente brillante de sudor. Me molestaba ese modo que tenía de
mirarme, como si yo tuviera la culpa y él me exigiera la honda trenzada, de
horqueta de palo, que veíamos abajo, en el antiguo foso de engrase.
Por fin le dije:
—Cuando tire el martillo bajás a buscarlo y agarrás la honda.
Sonrió y siguió sosteniendo el tirante sobre el que yo martillaba
cansado.
El martillo golpeó contra el piso con un ruido sordo.
—Ché pibe, bajá a buscar el martillo —le grité.
Bajó corriendo la escalera manchada por el sol. Desde arriba parecía
muy fuerte. Se le veían los hombros y la cabeza despeinada.
Me pareció que el patrón había dejado de trabajar.
El chico se agachó buscando la honda.
Esperé que se la guardara, apurado, entre la camisa y el pecho; entonces me dí vuelta y le grité a mi patrón:
—¡Patrón! ¡El chico se escondió la honda en la camisa!
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