Juan Burghi (Uruguay, 1899-1985)
UNA LAGARTIJA
Mañana. Estío. Resol. El pedregal de la sierra
parece crujir en el entendimiento de la lumbre. Sobre la plancha de una peña
lisa, como si se asara, una lagartija se solea. Su traje de luces concentra el
sol y los esmaltes de todo un verano, y su presencia habla de los tres reinos:
animal, pues se ve en ella una bestezuela; vegetal, por semejarse a una ramita
verde; y mineral, por parecer hecha de cobre y mica. Y también recuerda los
cuatro antiguos elementos: la tierra, en su arcilla animada; el agua, en su
aspecto de charco con verdín, al sol; el aire vibrátil, en el espejo que la
circunda; y el fuego, en el vivo llamear de sus brillos.
Así, inmóvil, hierática, es una pequeña deidad
egipcia tallada primorosamente, desde el acucioso triángulo de su cabeza de
ojos chispeantes, los soportes de sus patas, la sierpe de su cuerpo, hasta el
látigo de su cola que se prolonga en un cordelito, apéndice este que, en caso
de peligro, si se la apresa por él, lo corta de una dentellada, abandonándolo,
y durante varios minutos queda ese apéndice retorciéndose entre saltos, como
una lombriz recién desenterrada.
Recibe toda la luz y la recrea, trocándola en
reflejos y colores. El mismo sol parece mirarla fijamente, y esa mirada del sol
también la capta y, como un espejo, la proyecta acrecentada. Toda ella es una
obra de arte acabada y perfecta, logro de un artista mágico… Hasta la piedra en
que se asienta, gris y opaca, contribuye a realzarla.
Viendo esa talla inimitable, acude a mi mente una
leyenda de tierras aztecas, leída no recuerdo dónde y titulada “La lagartija de
esmeraldas”:
“Érase que se era un padrecito santo que moraba al
pie de una sierra, entre las inocentes criaturas del Señor, y al que todos los
pobres de la región acudían en sus tribulaciones. En una mañana como ésta,
acudió a él un indio menesteroso en demanda de algo con qué aplacar el hambre
de su mujer y sus hijos. Lo halló en el sendero, cerca de su morada, y con voz
de sentida angustia le narró sus penas, pidiéndole ayuda para remediarlas.
El buen padrecito, que por darlo todo nada tenía,
sentíase conmovido por tanta miseria, y hondamente apenado por no poder
aliviarla; y así conmovido y apenado, púsose a implorar la Gracia Divina.
Mientras rezaba mirando a su alrededor, sus ojos se posaron en una lagartija
que a su vera se soleaba, y alargó hacia ella su mano, tomándola suavemente. Al
contacto de esa mano milagrosa, la lagartija se trocó en una joya de oro y esmeraldas
que entregó al indio diciéndole:
—Toma esto y ve a la ciudad y en alguna prendería
empéñalo, que algo te darán por ello.
Obedeció el indio y, con lo obtenido, no sólo
remedió su hambre y la de los suyos, sino que pudo comprar alguna hacienda que
luego prosperó, y cuando su situación fue holgada, años después, pensó que
debía restituir al legítimo dueño aquella joya que de tanto provecho le había
sido. La desempeñó y en una hermosa mañana estival volvió con ella en busca del
padrecito, a quien halló en el mismo sitio del primer encuentro, aunque mucho
más viejo y, de ser ello posible, más pobre.
—Padrecito querido —díjole el indio—. Aquí le
vuelvo esta joya que usted una vez me dio y que tanto me ha servido. Ya no la
necesito, tómela usted, que con ella acaso pueda socorrer a otro. Muchas
gracias, y que Dios lo bendiga…
El viejecito nada recuerda ya. Con aire distraído
la toma, depositándola con suavidad sobre un peñasco. Nuevamente, y por el
milagro de sus manos, aquel objeto precioso vuelve a ser lo que antes había
sido, una lagartija, que echa a andar lenta en dirección a su cueva.”
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