Horacio Quiroga
EL CANTO DEL CISNE
Confieso tener antipatía a los cisnes blancos.
Me han
parecido siempre gansos griegos, pesados, patizambos y bastante malos.
He visto
así morir el otro día uno en Palermo sin el menor trastorno poético.
Estaba
echado de costado en el ribazo, sin moverse.
Cuando me acerqué, trató de
levantarse y picarme.
Sacudió precipitadamente las patas, golpeándose dos o
tres veces la cabeza contra el suelo y quedó rendido, abriendo desmesuradamente
el pico.
Al fin estiró rígidas las uñas, bajó lentamente los párpados duros y
murió.
No le oí canto alguno, aunque sí una especie de ronquido
sibilante.
Pero yo soy hombre, verdad es, y ella tampoco estaba.
¡Qué hubiera
dado por escuchar ese diálogo! Ella está absolutamente segura de que oyó eso y
de que jamás volverá a hallar en hombre alguno la expresión con que él la miró.
Mercedes, mi hermana, que vivió dos años en Martínez, lo
veía a menudo. Me ha dicho que más de una vez le llamó la atención su rareza,
solo siempre e indiferente a todo, arqueado en una fina silueta desdeñosa.
La historia es ésta: en el lago de una quinta de Martínez
había varios cisnes blancos, uno de los cuales individualizábase en la insulsez
genérica por su modo de ser.
Casi siempre estaba en tierra, con las alas pegadas
y el cuello inmóvil en honda curva.
Nadaba poco, jamás peleaba con sus
compañeros. Vivía completamente apartado de la pesada familia, como un fino
retoño que hubiera roto ya para siempre con la estupidez natal. Cuando alguien
pasaba a su lado, se apartaba unos pasos, volviendo a su vaga distracción. Si
alguno de sus compañeros pretendía picarlo, se alejaba despacio y aburrido. Al
caer la tarde, sobre todo, su silueta inmóvil y distinta destacábase de lejos
sobre el césped sombrío, dando a la calma morosa del crepúsculo una húmeda
quietud de vieja quinta.
Como la casa en que vivía mi hermana quedaba cerca de
aquélla, Mercedes lo vio muchas tardes en que salió a caminar con sus hijos. A
fines de octubre una amabilidad de vecinos la puso en relación con Celia, y de
aquí los pormenores de su idilio.
Aun Mercedes se había fijado en que el cisne parecía tener
particular aversión a Celia. Esta bajaba todas las tardes al lago, cuyos cisnes
la conocían bien en razón de las galletitas que les tiraba.
Únicamente aquél evitaba su aproximación. Celia lo notó un
día, y fue decidida a su encuentro; pero el cisne se alejó más aún. Ella quedó
un rato mirándolo sorprendida, y repitió su deseo de familiaridad, con igual
resultado. Desde entonces, aunque usó de toda malicia, no pudo nunca acercarse
a él. Permanecía inmóvil e indiferente cuando Celia bajaba al lago; pero si
ésta trataba de aproximarse oblicuamente, fingiendo ir a otra parte, el cisne
se alejaba enseguida.
Una tarde, cansada ya, lo corrió hasta perder el aliento y
dos pinchos. Fue en vano. Sólo cuando Celia no se preocupaba de él, él la
seguía con los ojos.
—¡Y sin embargo, estaba tan segura de que me odiaba! —le
dijo la hermosa chica a mi hermana, después que todo concluyó.
Y esto fue en un crepúsculo apacible. Celia, que bajaba las
escaleras, lo vio de lejos echado sobre el césped a la orilla del lago.
Sorprendida de esa poco habitual confianza en ella, avanzó incrédula en su
dirección; pero el animal continuó tendido. Celia llegó hasta él, y recién
entonces pensó que podría estar enfermo. Se agachó apresuradamente y le levantó
la cabeza. Sus miradas se encontraron, y Celia abrió la boca de sorpresa, lo
miró fijamente y se vio obligada a apartar los ojos. Posiblemente la expresión
de esa mirada anticipó, amenguándola, la impresión de las palabras. El cisne
cerró los ojos.
—Me muero —dijo.
Celia dio un grito y tiró violentamente lo que tenía en las
manos. Yo no la odiaba —murmuró él lentamente, el cuello tendido en tierra.
Cosa rara, Celia le ha dicho a mi hermana que al verlo así,
por morir, no se le ocurrió un momento preguntarle cómo hablaba. Los pocos
momentos que duró la agonía se dirigió a él y lo escuchó como a un simple
cisne, aunque hablándole sin darse cuenta de usted, por su voz de hombre.
Arrodillóse y afirmó sobre su falda el largo cuello, acariciándolo.
—¿Sufre mucho? —le preguntó. Sí, un poco...
—¿Por qué no estaba con los demás?
—¿Para qué? No podía...
Como se ve, Celia se acordaba de todo.
—¿Por qué no me quería?
El cisne cerró los ojos:
—No, no es eso... Mejor era que me apartara... Sufrir
más...
Tuvo una convulsión y una de sus grandes alas desplegadas
rodeó las rodillas de Celia.
—Y sin embargo, la causa de todo y sobre todo de esto
—concluyó el cisne, mirándola por última vez y muriendo en el crepúsculo, a que
el lago, la humedad y la ligera belleza de la joven daban viejo encanto de
mitología—: ... Ha sido mi amor a ti...
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