Margarita Schultz
Chilena contemporánea, doctora en filosofía.
DÍAS DE AGUA
La mujer sentía quemante en su palma derecha el castigo
que había dado a su hija esa mañana.
Arrebujada en su manta, alimentaba su vigilia en el
catre de lona donde dormía cada noche junto a la mesa y el brasero.
No sólo la palma le quemaba por ese bofetón, también le
ardía el recuerdo de la mirada de su hija, una mirada hecha de incomprensión y
de comprensión a la vez.
Los días ‘de agua’ salían cada una con dos latas
colgadas de ambos extremos, en sendas varas de sauce. Debían recorrer casi seis
kilómetros en medio de la tierra reseca, tratando de mantenerse en la huella,
calzadas con unas suelas de cubierta de caucho que habían encontrado a los
lados de la ruta, después de mucho buscar, amarradas con tiento de panza de
liebre.
El agua era un recuerdo ahí donde estaba la casucha. El
pequeño río de su infancia, en su adolescencia se hizo arroyo, ahora, en su
madurez, se había hecho… nada.
El río podría haber sido un sueño, no un recuerdo de su
niñez, le era difícil saberlo.
A seis kilómetros, al costado de la ruta, se instalaba
una vez por semana el camión aljibe. Vendían allí el agua a un precio que la
mujer no podía pagar.
Canjeaba entonces la carga de agua a veces por un
charqui de liebre del monte, bien seco, otras veces cambiaba el agua por un
buen poco de maíces desecados.
Los mismos maíces que trataban ambas de hacer crecer,
regándolos dolorosamente con el agua que tanto esfuerzo les costaba acercar a
la casa.
Hoy había sido ‘día de agua’.
Caminaron con bastante rapidez, a la ida, con las latas
vacías. Pero el regreso era más lento. Nunca se quejaban del peso de esa gloria
que debía calmar su sed, servir para cocinar su alimento, y mojar los plantines
de maíz. La mujer acarreaba veinte kilos repartidos en las dos latas. La niña
sólo diez kilos.
Había que cuidar que las varas no cimbraran demasiado,
podrían partirse, dejar caer las latas y dar de beber a la tierra donde ella no
tenía derecho a recibir.
El sol caía en flechas verticales. Y el calor del
desierto acusaba su presencia omnímoda. Ya se divisaba allá la casuca techada
con latas de aceite (que le habían donado en la estación de servicio), y hojas
de maíz.
—Falta poco, debieron de pensar ambas mujeres, la madre
y la niña.
Debió de apurarse la niña, por pura niñez y ansiedad.
Debió de apurarse la niña, por puro deseo de llegar, también.
Y pasó lo tan temido, la vara cimbró con inesperado
ímpetu, y se partió por la mitad, de vejez habrá sido.
Cayeron ambas latas y el agua con una prisa
incontenible entró en la tierra ávida.
No hubo reproches en palabras ni en miradas. Sólo un
bofetón en la mejilla de la niña tan sonoro que habría hecho eco entre los
cerros, pero allí, en esa meseta, desapareció, mudo, llevado por el viento
cordillerano.
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