EN HONOR DE YAYÁ
¿Alguien, entre
ustedes, ha conocido la peluquería de Doménico Scricamusuzzo, alias Musú?
Estaba en la calle Reconquista, en el barrio de los Bancos, las agencias de
cambio y las oficinas de los corredores de Bolsa, un barrio que en los días de
trabjo parece de fiesta y en los días de fiesta un cementerio y por la noche,
siempre, un ghetto después del toque de queda. Allí abrió Musú la
peluqueria.
No se equivocó.
Una clientela fija, estable, de hombres de negocios, de hombres formales, de
buen pasar, todos de edad madura, muchos extranjeros, algunos ingleses (fue uno
de estos ingleses el que un día lo llamó Musú, porque ningún inglés, salvo que
haya enloquecido antes, se sentiría capaz de pronunciar el apellido
Scaricamusuzzo, y aquel Musú les pareció a todos, incluido Musú, tan bello, tan
eufónico y musical, fue ran reído y festejado por todos que ya nadie lo llamó
de otra manera), decía que una clientela de afeitada diaria, corte semanal de
pelo, fomentos, colonia, uñas manicuradas y mano larga para la propinas le
permitió, al cabo de un tiempo, retirarse del oficio y convertido en don Musú,
gordo, pesado y solemne como un abad, instalarse frente a la caja registradora,
detrás del mostrador, en un pequeño vestíbulo, y desde ese trono vender
billetes de lotería, conversar con los conocidos y los desconocidos y vigilar a
los ocho oficiales de la peluquería, paisanos suyos, sicilianos como él.
Los ocho
oficiales eran altos, eran bajos, eran gordos, eran flacos, eran jóvenes, eran
viejos, se renovaban, se jubilaban, se volvían a Italia, se morían, pero eran
siempre los ocho mejores peluqueros del mundo. La navaja cantaba, en sus manos,
sobre la cara del cliente. Las tijeras no cortaban, esculpían. Además, sabían
el secreto. El hombre que va a la peluquería quiere que le corten el pelo pero,
al revés de la mujer, no quiere que se note. Con el pelo recién cortado, un
hombre se siente incómodo, le parece que todos lo miran. Los ocho sicilianos de
Musú hoy le cortaban a uno el pelo y era como si se lo hubiesen cortado antes
de ayer. Se saltaban dos días. Y había quien se saltaba todos los días y lo
mantenía al cliente en una eternidad de cabellos sin crecer más de lo debido.
Ya no quedan de esos artistas.
Nicola, el
lustrabotas, también era siciliano. Un hombre de pómulos encendidos, ojos
negros, pelo negro, manos negras de betún, alma ennegrecida por el dolor, torvo
y silencioso. No se le podía hacer una broma sin que maldijera como un
energúmeno. Había que perdonarlo y dejarlo tranquilo. Había que perdonarlo
porque en Siracusa, en el año 22, le mataron a sus tres hijos, en la mesa,
mientras comían. Se los mató la maffia delante de su mujer, que después
murió del disgusto. Por lo demás, era el mejor lustrabotaas del mundo. Uno se
sentaba con los zapatos viejos y polvorientos y se levantaba con un par de
zapatos flamantes, recién salidos de la fábrica. Por diez centavos uno no
pagaba una lustrada, pagaba un nuevo calzado. Llovían las propinas. Pero Nicola
embolsaba el dinero sin mirarlo (no le interesaba el dinero, le interesaba
vengar a aquellos tres inocentes, lindos como pimpollos), barría taciturnamente
el piso, vigilaba el autoclave de los fomentos, se sentaba en un rincón a
meditar su venganza y cuando el cliente se iba él lo despedía con una fugaz
cepillada a la ropa.
Estaba, pues,
Musú. Estaban los ocho oficiales. Estaba Nicola. Diez sicilianos. Y entre esos
diez sicilianos estaba Yayá. La mejor manicura del mundo, sin discusión. Yayá
no arreglaba las uñas, las cambiaba por otras. En el lugar de la uña ponía un
pétalo de rosa, la escama de una sirena, un trocito de cristal de Murano.
Húmeda de rocío o pulida y seca como mármol de Carrara. Blanca o ligeramente
sonrosada. Redonda o en forma de almendra. Uno podía elegir. Cuando Yayá lo
soltaba, el cliente se veía dueño de unas manos de príncipe. Daba gusto
moverlas, hacer un ademán y que las uñas echasen un reflejo. Gracias a Yayá uno
estaba orgulloso de algo hasta entonces tan insignificante como las uñas. Y qué
delicadez para arrancar las cutículas, para extirpar algún padrastro, qué
paciencia en frotar con el polissoir hasta que la uña más fea pareciese una
joya. Cada tanto interrumpía su labor y se masajeaba el brazo, pero en seguida
volvía a la carga como un orfebre al tallado de una piedra preciosa. Y cuando
aplicaba las pinceladas de esmalte —porque no faltaba alguien así— hacía asomar
la punta de la lengua entre los labios y contenía la respiración. Ésa era Yayá.
Trabajaba en la
peluquería desde que Musú instaló el negocio. Miren si sería conocida allí, si
le tendrían confianza. Demasiada confianza. En los primeros tiempos los ocho
oficiales de turno, algunos clientes, hasta el propio Musú le hicieron ciertas
invitaciones, ciertas proposiciones que ella, sin ofenderse pero con una cara
como si no hubiese comprendido de qué estaban hablándole, invariablemente
rechazó. Menos mal. Porque ellos se habían sentido casi obligados, por el
compromiso con el destino que había querido que ellos fuesen hombres y Yayá
mujer, y si Dios inventó a los hombres y a las mujeres por algo será, de modo
que, con ganas o sin ganas, hay que cumplir con Dios. Pero nadie deseaba que
Yayá aceptase. No era nada linda, ni siquiera entonces. El pelo, paja seca. Los
ojos, ceniza fría. Flaca por un lado, gorda por otro lado. Siempre mal vestida,
siempre vestida como con la ropa que le hubiesen prestado otras mujeres de
distintos talles y estaturas. Y para colmo con una voz de jilguero que le
crispaba los nervios hasta a un inglés, que no tiene nervios, cuanto más a un
siciliano, que tiene demasiados. De modo que cuando les contestó que no, que
muchas gracias, todos se sintieron secretamente satisfechos. Desde entonces
Yayá, para todos ellos, no fue una mujer, fue Yayá.
Y Yayá,
inclinada sobre la mano del cliente o sentada detrás de una mesita en el fondo
del salón, tuvo que oír lo que no tendría que haber oído, se enteró de cosas
que hubiese sido mejor que ingnorase. Porque una peluquería de hombres (hablo
de hace treinta o cuarenta años) era un sitio en que los hombres, como en todos
los lugares donde estaban solos, sin la presencia de la mujer, se quitaban la
máscara que en cambio se ponían delante de las mujeres. Pero en la
peluquería de Musú no estaban solos: estaban con Yayá. Claro que se habían
olvidado de que Yayá era una mujer. Y le hacían daño.
Daño, sí, daño.
Hoy los muchachos y las muchachas se tratan a cara limpia. Se terminaron,
quizá, los misterios, pero también se terminaron los fraudes. En cambio, en
aquella época, había dos mundos: el mundo masculino y el mundo femenino, cada
uno con su propio lenguaje, sus ideas, sus costumbres, su vestimenta, sus
gustos, su moral, sus miedos y sus fobias. Cuando un hombre y una mujer se
encontraban frente a frente, eran como dos extraños, dos desconocidos que no
sabían cómo entenderse y, con tal de llegar a un acuerdo, fingían, fingían
desesperadamente. Después, vueltos a sus respectivos hemisferios, se quitaban
el disfraz y cada uno era otra vez él mismo, bien diferente de aquel otro que
había simulado ser delante del sexo contrario. Por eso podía resultar peligroso
que un hombre se internase en el mundo de las mujeres sin que ese mundo se
maquillara previamente para recibirlo. Tan peligroso como para una mujer entrar
en el mundo de los hombres y sorprenderlo tal cual era, en su crudeza y su
verdad.
Yayá, en la
peluquería de don Musú, corrió ese peligro. Delante de ella los diez sicilianos,
los clientes argentinos, los clientes extranjeros, todos (todos, menos los
ingleses), se dejaban de historias y de etiquetas. Eh, sí, estaban entre
hombres. Otra, en su lugar, se habría convertido en una de esas pobres
desdichadas que, a fuerza de respirar un ambiente masculino, se transformaban
en criaturas híbridas, hechas con lo peor de los dos sexos. Yayá siguió siendo
mujer. Pero necesitaba trabajar, mantenía a la madre, una clientela como la de
la peluquería de don Musú no se conseguía fácilmente. Debía pasar, pues,
inadvertida. Que ningún hombre la mirase y dijese: Y ésta, ¿qué hace aquí?
No había que ser un estorbo. Que los hombres se sintieran a sus anchas, como en
el gimnasio de un club. Pero, por dentro, cuánto terror, cuánta repulsión.
Don Musú pasaba
junto a ella, rumbo al cuartito de baño. Entornando los párpados de hipopótamo,
gruñía a uno de los oficiales: —Ando mal de la próstata.
Daba detalles.
Y Yayá seguía sonriéndose, mientras los espejos multiplicaban a don Musú por
cuatro y después devoraban a esos cuatro don Musú que ya se desabrochaban los
pantalones.
O era Nani, el
payaso de la peluquería, un argentino joven que estaba siempre de buen humor,
el que le gritaba a don Musú: —Ey, padrone. Lo que usted necesita es...
Y añadía una
broma puerca. Y como todos se reían a carcajadas, Yayá también se reía. Pero
interiormente la sofocaba el asco, aquel terror.
Los oía hacerse
confidencias, siempre a propósito de alguna mujer. No le importaba la cháchara
brutal de los sicilianos, hombres al fin y al cabo sin ninguna educación. Pero
estaban los otros, los de uñas manicuradas. Todos, en el fondo, eran la misma
bestia salvaje. Hablaban de la mujer sólo para denigrarla. El amor, a través de
sus versiones, se convertía en una inmundicia. Y, sin embargo, parecían no
poder interesarse en otra cosa. ¿Ése, pues, era el amor que las novelas
describían como un sentimiento maravilloso? Yayá se inclinaba sobre una uña y
la pulía hasta hacerla brillar como un diamante.
(Con todo, Yayá
se equivocaba. Los hombres de entonces, por un prejuicio idiota, alardeaban
entre ellos de que el amor consistía en aquella miseria, pero cada uno, en el
secreto de su alma, sabía que era algo mucho más sutil, más complejo, más puro,
más profundo y terrible. Sólo que nadie se animaba a confesarlo para que no se
sospechase que él había caído en las redes de las mujeres, inventoras del amor
y sus únicas beneficiarias. Yayá ignoraba esos fingimientos, esos estúpidos
embustes, hipocresías y falsos pudores con que, cuarenta años atrás, el
machismo porteño enmascaraba el rostro del amor. No la culpo.)
Había un
cliente, un político... Don Musú, Nicola, los ocho oficiales se desvivían por
atenderlo. El político entraba triunfalmente, en medio de un coro de saludos
serviles. Apenas se sentaba en uno de los sillones, Yayá y Nicolas corrían a
echarse a sus pies, uno a cada lado, para disputarse la una una mano y el otro
una pierna, mientras el oficial se dedicaba a la lucha y el político parecía un
nabab sometido a una horrible operación libidinosa.
nabab : príncipe musulmán de la India; fig. hombre sumamente rico.
El oficial le
susurraba al oído:
—¿Y, doctor?
Entonces aquel
prócer comenzaba. Yayá lo había escuchado más de una vez, por radio, hablar de
la Patria, de los Grandes Destinos y de la Vocación de Grandeza. Pero ahora,
con las mismas inflexiones majestuosas, contaba un chiste verde, larguísimo,
cuajado de malas palabras. El oficial, cada tanto, lanzaba una risita aguda de
las tijeras. Nicola, sin interrumpir la molienda del zapato, levantaba la
frente pensativa y escrutaba al narrador con una atención grave, solícita y
casi preocupada. Yayá, sosteniendo entre sus manos el hinchado buñuelo donde
fulgía un anillo de oro, también lo miraba. Algunas veces otro oficial,
momentáneamente desocupado, se les unía. Se hubiese creído que estaban oyendo
alguna música que cada cual interpretaba a su manera.
Pero cuando el
político terminaba de contar su historia, todos se ponían instantáneamente de
acuerdo y, si no aplaudían, exteriorizaban su aprobación con grandes
carcajadas. Yayá era la que se reía más fuerte.
Y hubo una vez
en que un hombre le propuso casamiento. Un vecino suyo, un obrero. Yayá se
ruborizó, miró para otro lado y en un tono de sentirse ofendida le contestó:
—Perdone. Tengo
novio.
LA SEÑORITA YAYÁ
Hace dos días
que don Musú ha empleado a una fomentera. Es una chica de veinte años, hermosa
y al tanto de que lo es.
Yayá, desde su
rincón, lo ve todo, lo oye todo. Los oficiales están extrañamente silenciosos o
doblemente locuaces, y vigilan a la recién venida por los espejos. Pero nadie
dice un chiste obsceno, nadie pronuncia palabrotas. Don Musú, a cada rato,
entra en el salón y se detiene junto a la chica, le pregunta si se siente
cómoda, si le gusta el trabajo. Nicola le clava pensativamente los negros ojos
que, por primera vez, parecen lavados de su hosco dolor. Y los clientes, todos,
argentinos y extranjeros (todos, hasta los ingleses), espían por el espejo a la
muchacha y secretean con los oficiales. Yayá ve todo esto y experimenta un
repentino cansancio.
La chica se
llama Rubí. Se nota que no les tiene miedo a los hombres. Mira a los clientes,
mira a los oficiales, mira a Nicola, mira a don Musú como si acabase de
impartirles una orden y esperara que ellos la cumplan. Y cuando no tiene nada
que hacer se pasea entre los sillones y se mira a sí misma en los espejos. La
única quien ni mira es a Yayá.
Tres días, sólo
tres días, y ya se comenta que Rubí ha aceptado salir con mister Growes,
el gerente del Banco. Una semana más, y Nani y Pelusa, amigos inseparables, han
reñido, y todo el mundo adivina que es a causa de Rubí. Un mes más y don Musú
le aumenta el sueldo a Rubí. Y Rubí se peina para arriba, se peina para abajo,
se pinta la boca, se ensombrece los párpados, usa un delantal cada vez más
corto y más provocativo.
Pero la
peluquería ya no es la misma. Ahora los clientes hablan en voz baja, los
sicilianos andan como malhumorados, don Musú sufre en silencio su mal de
próstata. Se terminó el gimnasio. Rubí, ella solita, ha convertido aquel mundo
de hombres en un mundo que gira alrededor de una mujer. Y los hombres,
cohibidos, ya no saben moverse ni hablar libremente.
Yayá, en su
rincon, lee una revista. Hasta que un día cualquiera levanta los ojos y sufre
como un ligero sobresalto. Es que se le figura que de golpe ha descifrado una
adivinanza. A partir de entonces, cuando alguien la llama se pone
parsimoniosamente de pie, se toma todo su tiempo en recoger las limas, las
tijeritas, los frascos, y con un aire de calma y de indiferencia va a sentarse
junto al cliente, que le tiende una mano en la que ella ve, por primera vez, la
carne mal apelmazada, la piel pálida y muerta como el párpado de un pájaro
muerto. Don Musú atraviesa el salón y Yayá no alza la vista. Nani masculla
entre dientes y como con rabia una frase mordaz y Yayá permanece seria.
Mister Growes nombra a su mujer y Yayá no le pregunta cómo está su señora y
si ya se curó del reumatismo que la tenía postrada en cama. Rubí entra en el
minúsculo cuarto de baño y Yayá sigue peinándose frente al espejo, sigue
empolvándose la cara hasta que Rubí se va con una mueca de disgusto. Y cuando
los lunes Yayá llega tarde o los sábados se retira antes de la hora, don Musú
no le dice nada.
Y el otro día,
sin que nadie sepa por qué, sin que nadie recuerde quién empezó, todos la
llaman señorita Yayá.
Es el mismo día
en que Yayá se coloca sobre la nariz unos anticuados anteojos de carey.
* * *
La peluquería
de don Musú ya no existe. Don Musú murió, los sicilianos se dispersaron, los
clientes también. En cuanto a Yayá, no sé qué fue de ella.
Pero, como un
homenaje, acabo de inventarle a esa Rubí para hacerme la ilusión de que, aunque
tardíamente, al fin comprendió lo que más de una vez, mirándola por el espejo,
yo hubiese querido decirle, lo que no le dije nunca porque era un secreto que
los hombres ocultábamos celosamente de las mujeres.
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