Ryunosuke Akutagawa
Tokio, 1892-1927
UN CUERPO DE MUJER
Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto
a causa del insoportable calor.
Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había
entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había una pulga
avanzando por el borde de la cama.
En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto
lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su
lado.
Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba
dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado.
Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó
sobre la realidad de aquellas criaturas.
Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está
a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama
"Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga..."
Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a
oscurecer lentamente y sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo
abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad.
Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su
alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo
avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor.
Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a
ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro.
En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más
o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita,
alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se
encontraba.
La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama,
tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener
fuego almacenado en su seno.
Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era
blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida.
La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un
lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de
belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una nieve
azulada bajo la luz de la luna.
Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita
en aquella montaña de inusitada belleza.
Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña
era uno de los pechos de su mujer.
Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang
contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil.
En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor.
En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor.
No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la
belleza aparente de su mujer.
Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico
a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.
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