Julio Verne
Jules Gabriel Verne, francés, nació en Nantes en
1828 y falleció en Amiens en 1905, conocido en los países de lengua española
como Julio Verne.
UN EXPRESO DEL FUTURO
—Ande con cuidado —gritó mi guía—. ¡Hay un
escalón!
Descendiendo con seguridad por el escalón de
cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por
enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era
lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.
¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo
allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro
que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se
internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra... No podía
recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.
—Seguramente usted se estará preguntando quién
soy yo —dijo mi guía—. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en
Estados Unidos, en Boston... en una estación.
—¿Una estación?
—Así es; el punto de partida de la Compañía de
Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.
Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos
grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro,
que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia.
Miré esos cilindros, que se incrustaban a la
derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados
por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se
empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto.
¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás,
en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario
proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos
submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese
inventor —el coronel Pierce— estaba ahora frente a mí.
Recompuse mentalmente aquel artículo
periodístico. Casi con complacencia, el periodista entraba en detalles sobre el
emprendimiento. Informaba que eran necesarios más de tres mil millas de tubos
de hierro, que pesaban más de trece millones de toneladas, sin contar los
buques requeridos para el transporte de los materiales: 200 barcos de dos mil
toneladas, que debían efectuar treinta y tres viajes cada uno. Esta “Armada de
la Ciencia” era descrita llevando el hierro hacia dos navíos especiales, a
bordo de los cuales eran unidos los extremos de los tubos entre sí, envueltos
por un triple tejido de hierro y recubiertos por una preparación resinosa, con
el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina.
Pasado inmediatamente el tema de la obra, el
periodista cargaba los tubos (convertidos en una especie de cañón de
interminable longitud) con una serie de vehículos, que debían ser impulsados
con sus viajeros dentro, por potentes corrientes de aire, de la misma manera en
que son trasladados los despachos postales en París.
Al final del artículo se establecía un
paralelismo con el ferrocarril, y el autor enumeraba con exaltación las
ventajas del nuevo y osado sistema. Según su parecer, al pasar por los tubos
debería anularse toda alteración nerviosa, debido a que la superficie interior
del vehículo había sido confeccionada en metal finamente pulido; la temperatura
se regulaba mediante corrientes de aire, por lo que el calor podría modificarse
de acuerdo con las estaciones; los precios de los pasajes resultarían
sorprendentemente bajos, debido al poco costo de la construcción y de los
gastos de mantenimiento... Se olvidaba, o se dejaba aparte cualquier
consideración referente a los problemas de la gravitación y del deterioro por
el uso.
Todo eso reapareció en mi conciencia en aquel
momento.
Así que aquella “Utopía” se había vuelto
realidad ¡y aquellos dos cilindros que tenía frente a mí partían desde este
mismísimo lugar, pasaban luego bajo el Atlántico, y finalmente alcanzaban la
costa de Inglaterra!
A pesar de la evidencia, no conseguía creerlo.
Que los tubos estaban allí, era algo indudable, pero creer que un hombre
pudiera viajar por semejante ruta... ¡jamás!
—Obtener una corriente de aire tan prolongada
sería imposible —expresé en voz alta aquella opinión.
—Al contrario, ¡absolutamente fácil! —protestó
el coronel Pierce—. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad
de turbinas impulsadas por vapor, semejantes a las que se utilizan en los altos
hornos. Éstas transportan el aire con una fuerza prácticamente ilimitada, propulsándolo
a mil ochocientos kilómetros horarios... ¡casi la velocidad de una bala de
cañón! De manera tal que nuestros vehículos con sus pasajeros efectúan el viaje
entre Boston y Liverpool en dos horas y cuarenta minutos.
—¡Mil ochocientos kilómetros por hora!—
exclamé.
—Ni uno menos. ¡Y qué consecuencias
maravillosas se desprenden de semejante promedio de velocidad! Como la hora de
Liverpool está adelantada con respecto a la nuestra en cuatro horas y cuarenta
minutos, un viajero que salga de Boston a las 9, arribará a Liverpool a las
3:53 de la tarde. ¿No es este un viaje hecho a toda velocidad? Corriendo en
sentido inverso, hacia estas latitudes, nuestros vehículos le ganan al Sol más
de novecientos kilómetros por hora, como si treparan por una cuerda movediza.
Por ejemplo, partiendo de Liverpool al medio día, el viajero arribará a esta
estación a las 9:34 de la mañana... O sea, más temprano que cuando salió. ¡Ja!
¡Ja! No me parece que alguien pueda viajar más rápidamente que eso.
Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso estaba hablando
con un maniático?... ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de
la objeciones que brotaban de mi mente?
—Muy bien, ¡así debe ser! —dije—. Aceptaré que
lo viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted puede lograr esta
velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para
frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos!
—¡No, de ninguna manera! —objetó el coronel,
encogiéndose de hombros—. Entre nuestros tubos (uno para irse, el otro para
regresar a casa), alimentados consecuentemente por corrientes de direcciones
contrarias, existe una comunicación en cada juntura. Un destello eléctrico nos
advierte cuando un vehículo se acerca; librado a su suerte, el tren seguiría su
curso debido a la velocidad impresa, pero mediante el simple giro de una
perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo
paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. ¿Pero de qué sirven
tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración?
Y sin aguardar mi respuesta, el coronel
oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos.
Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así
generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales
cabían cómodamente dos personas, lado a lado.
—¡El vehículo! —exclamó el coronel—. ¡Entre!
Lo seguí sin oponer la menor resistencia, y el
panel volvió a deslizarse detrás de nosotros, retomando su anterior posición.
A la luz de una lámpara eléctrica, que se
proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me
hallaba.
Nada podía ser más sencillo: un largo
cilindro, tapizado con prolijidad; de extremo a extremo se disponían cincuenta
butacas en veinticinco hileras paralelas. Una válvula en cada extremo regulaba
la presión atmosférica, de manera que entraba aire respirable por un lado, y
por el otro se descargaba cualquier exceso que superara la presión normal.
Luego de perder unos minutos en este examen,
me ganó la impaciencia:
—Bien —dije—. ¿Es que no vamos a arrancar?
—¿Si no vamos a arrancar? —exclamó el coronel
Pierce—. ¡Ya hemos arrancado!
Arrancado... sin la menor sacudida... ¿cómo
era posible?... Escuché con suma atención, intentando detectar cualquier sonido
que pudiera darme alguna evidencia.
¡Si en verdad habíamos arrancado... si el
coronel no me había estado mintiendo al hablarme de una velocidad de mil
ochocientos kilómetros por hora... ya debíamos estar lejos de tierra, en las
profundidades del mar, junto al inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre
nuestras cabezas; e incluso en ese mismo instante, probablemente, confundiendo
al tubo con una serpiente marina monstruosa, de especie desconocida, las
ballenas estarían batiendo con furiosos coletazos nuestra larga prisión de
hierro!
Pero no escuché más que un sordo rumor,
provocado, sin duda, por la traslación de nuestro vehículo. Y ahogado por un
asombro incomparable, incapaz de creer en la realidad de todo lo que estaba
ocurriendo, me senté en silencio, dejando que el tiempo pasara.
Luego de casi una hora, una sensación de
frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que
había caído paulatinamente.
Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba
mojada.
¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el
tubo había cedido a la presión del agua... una presión que obligadamente sería
formidable, pues aumenta a razón de una “atmósfera” por cada diez metros de
profundidad?
Fui presa del pánico. Aterrorizado, quise
gritar... y me encontré en el jardín de mi casa, rociado generosamente por la
violenta lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido
mientras leía el articulo de un periodista norteamericano, referido a los
extraordinarios proyectos del coronel Pierce... quien a su vez, mucho me temo,
también había sido soñado.