Raúl
Hernández Viveros
1944, Ciudad Mendoza, Veracruz, México, Xalapa, Veracruz, México. Escritor, abogado
UN RAMO DE FLORES
Me asomaba en la fuente del jardín. Allí
contemplaba en el fondo del agua los peces rojos. Intentaba capturar por
instantes un pez. Pude aprehender la piel escamada del más grande, pero de un
solo movimiento se alejó. Otra vez, uno mediano saltó cayendo fuera. Con mis
pequeños dedos, lo tomé arrojándolo hacia la superficie brillante como un
espejo. Advertí, en el reflejo, el color brillante de mis ojos, y sentí que ya
no era un niño.
El estanque se llenó de algas y lirios.
Trascurrieron algunos veranos, Fueron tantos que ni siquiera en sueños
recordaba aquellas escenas. Luego de varios años, me decidí a rehacer algunas
imágenes, y volví a mi lugar de origen.
Salté del automóvil. Corrí a buscar el patio de la
casa. Todo era diferente. Los corredores ahora mostraban las bancas de cemento.
Sentí tristeza. Los pájaros saltaban. En mi pensamiento rescaté la imagen de
los peces rojos, y volví a intentar sentirlos entre mis manos que eran como
anzuelos. Cada pez que mordía la carnada significaba el rescate de la memoria
en el presente. Me gustaría también poder intentar este tipo de cacería con mis
libros.
Llené el estanque con libros, y de vez en cuando
arrojaba el anzuelo. A la suerte elegía al autor que me ayudaba a seguir
inmerso en esta realidad. Si no fuera por mis peces de colores, hechos de hojas
de papel y portada, creo que no soportaría un poco escuchar siquiera la presión
del lápiz sobre la hoja de papel de mi cuaderno.
Todos los días regresaba al mismo lugar donde
encontraba un espacio transparente, a veces cruzado por el recorrido lento de
los peces y páginas de mis libros. También recuerdo que tuve una colección de
máscaras.
Mi identificación con el pasado tuvo repercusiones
en el instante cuando mis manos se abandonaron a la locura del tacto. Entre los
dedos el tiempo se desbarataba en segundos, y no ubicaba otra esperanza para
contemplar el paso de las horas. Todavía guardaba cada una de las máscaras, y
al anochecer seleccionaba la que cubrió mi rostro aquel día, en que perdí mi
infancia.
De esta forma, abrí la tela, lentamente metí la
cabeza, y me escondí dentro de las imágenes porque sabía que existían lugares
prohibidos. Tal vez habitaciones, esquinas, calles y zonas de ciudades y
fragmentos del planeta, en donde nunca pude siquiera poner un solo pie. Ni
huella en las olas del mar, o alguna impronta sobre la arena del desierto.
No tuve ninguna posibilidad de cambiar los
instantes. Por lo menos descubrí que dentro de las máscaras fui agraciado con
la dicha de ser algo diferente. Al final enfrenté el destino final de aceptar
lo que es y está conmigo con las palabras.
Saqué mi billetera, y de un escondite entre los
billetes seleccioné la fotografía. El rostro de mi padre continuaba sobre el
papel amarillo. Contemplé la mirada idéntica a la que se reflejaba en el espejo
de agua del estanque. Acepté que era exactamente igual a aquel rostro del
hombre que me dio la vida.
Me alegré al saber que teníamos el mismo destino.
Escuché los pasos de mi padre, cuando llegaba nervioso para evitar que me
ahogara yo en el estanque. Los rastros también hicieron desaparecer la mueca de
tristeza de mi madre, en aquel instante cuando me secaba con una toalla,
después de haberme rescatado.
Abandoné la casa en ruinas. Abordé el auto rumbo
al cementerio. Sonreí ante la tumba de mis padres, porque sabía que lo estaba
debajo permanecía arriba, y lo del interior siempre iba a salir al exterior.
Agradecí a Dios que el pasado estaba siempre detrás de nosotros. Coloqué el
ramillete sobre el sepulcro. Al frente brotaba el futuro. Ante mis ojos
desapareció el presente. Sentí que la felicidad estaba en las espaldas, y que
nunca podría siquiera mirarla, igual que los kilómetros perdidos en el camino
hacia mi nuevo hogar.
De pronto, la frase de Albert Einstein: “¿Qué sabe
el pez del agua donde nada toda su vida?”, me hizo caer en aquel ambiente
sofocante y abrazador de aquel verano. Estaba seguro de que ya no volvería más
a mi lugar de origen, y aquellos pensamientos se desvanecieron frente a la
inmensidad de la carretera.