EL VINO DEL ESTÍO
Era una madrugada tranquila. La oscuridad cubría
el pueblo y se estaba bien en la cama. El verano henchía el aire, el viento
soplaba adecuadamente, el aliento del mundo era largo, tibio y lento. Bastaba
levantarse y asomarse a la ventana para saber que éste era realmente el tiempo
primero de la libertad y la vida, que ésta era la madrugada primera del estío.
Douglas Spaulding, de doce años, abrió los ojos y
dejó que el verano lo meciera perezosamente en su corriente nocturna. Acostado,
sintió que cabalgaba en los elevados vientos de junio, con el alto poder que le
daba el cuarto abovedado de un tercer piso, en el edificio mayor del pueblo. De
noche, cuando los árboles eran una única ola, lanzaba su mirada, como la luz de
un faro, sobre enjambres de olmos y robles y arces. Ahora…
—Oh… —susurró Douglas.
Todo un verano que atravesaría el calendario, día
a día. Como la diosa Siva en los libros de viaje, vio unas manos que iban y
venían, recogiendo manzanas ácidas, melocotones, y ciruelas de medianoche. Se
vestiría de árboles y arbustos y ríos. Se helaría, alegremente, en la puerta
escarchada de la casa de los helados. Se tostaría, felizmente, con diez mil
pollos, en el horno de la abuela. Pero ahora lo esperaba una tarea familiar.
Una noche, todas las semanas, dejaba a sus padres y su hermanito Tom, que
dormían en la casita de al lado, y subía aquí, por la oscura escalera de
caracol, a la cúpula de los abuelos, y en esta torre de brujo podía dormir con
truenos y visiones, y despertar antes del cristalino tintineo de las botellas
de leche, y celebrar su ritual mágico. De pie, ante la ventana abierta en la
oscuridad, Douglas aspiró profundamente, y sopló. Las luces de la calle se
apagaron como velas en una torta negra. Sopló otra vez y otra vez, y las
estrellas empezaron a desvanecerse. Sonrió. Apuntó con el dedo. Allí y aquí.
Ahora aquí, y aquí… Las luces de las casas parpadearon lentamente y unos
cuadrados amarillos se recortaron en la pálida tierra matinal. Un rocío de
ventanas se encendió de pronto, a lo lejos, en el campo del alba.
—¡Bostezad todos! ¡Todos arriba!
El caserón se movió en el piso bajo.
—¡Abuelo, saca los dientes del vaso!
Esperó un momento.
—¡Abuela, bisabuela, freíd las tortas!
El aroma caliente de la manteca subió por los
callados pasillos y visitó a los pensionistas, los tíos, los primos.
—Calle donde viven los viejos, ¡despierta!
Señorita Helen Loomis, coronel Freeleigh, señorita Bentley, ¡tosan, despierten,
tomen sus píldoras, muévanse! Señor Jonas, ¡enganche su caballo, saque su
carro!
Las casas descoloridas en la barranca del pueblo
abrieron unos taciturnos ojos de dragón. Pronto dos viejas resbalarían en la
Máquina Verde por las avenidas matinales, saludando a todos los perros.
—Señor Tridden, ¡busque su carreta!
Pronto, echando chispas azules, el tranvía del
pueblo navegaría por las calles de márgenes de ladrillos.
—¿Listos, John Huff, Charlie Woodman? —murmuró
Douglas a la calle de los niños—. ¿Listas? —les dijo a las húmedas pelotas de
béisbol en los prados, a las hamacas que colgaban vacías de los árboles.
—Mamá, papá, Tom, despertad.
Los relojes despertadores sonaron débilmente. El
reloj de la alcaldía retumbó sobre el pueblo. Los pájaros saltaron de los árboles,
como una red echada al aire, cantando. Douglas, director de una orquesta,
apuntó al cielo del este.
El sol empezó a levantarse. Douglas cruzó los
brazos y sonrió con una sonrisa de mago. Sí, señor, pensó, todos saltan, todos
corren cuando grito. Será una estación maravillosa.
Castañeteó los dedos por última vez. Las puertas
se abrieron de par en par.
La gente salió de las casas. Empezaba el verano de
1928.
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