EL TÍOVIVO, de Ana María Matute
Aclaración:
La perra gorda era el nombre coloquial con el que se
denominaba a la moneda española de 10 céntimos de peseta. Este nombre fue dado
en alusión al extraño león (al que se confundía con un perro) que aparecía en
el reverso, asimismo, se le llamaba perra chica a la moneda de iguales motivos
en anverso y reverso con la mitad de peso, tamaño y valor (5 céntimos).
EL TÍOVIVO
El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria
con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo.
El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro
en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos,
encarnados y verdes, ensartados en barras de oro.
El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el
rabillo del ojo, decía:
“Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Sólo da
vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”.
Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa
redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera
nunca.
La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue
corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas.
Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en
silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía grandes alas.
Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se
puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca.
Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca
terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se
alejaron de él.
“Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que
nunca estuvo tan alegre.
Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la
lona, todo el mundo huyó, gritando.
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