NO HAY SOMBRA EN EL ESPEJO
Mario Benedetti
No es la primera vez que escribo mi nombre, Renato
Valenzuela, y lo veo como si fuera de otro, alguien lejano con el que hace
tiempo perdí contacto.
En otras ocasiones, frente al espejo, cuando termino de
afeitarme, veo un rostro que apenas reconozco, como si fuera un borrador o una
caricatura de otro rostro, al que estoy más o menos habituado.
Entonces pienso que esa mirada no es la mía, que esas pupilas
de rencor no me conciernen, que esas arrugas pertenecen a otra máscara, que
esos fiordos de calvicie no se corresponden con mi geografía capilar.
Es cierto que tales dispersiones suelen ser momentáneas,
metamorfosis que duran lo que un suspiro, pero siempre me dejan inestable,
desasosegado, indefenso.
Es por eso, Renato Valenzuela, que tal vez haya llegado el
momento de ajustar nuestras cuentas. Con el tiempo, con el pasado, con las
heridas, con las promesas, contigo / conmigo. Todas.
No caigamos en la vulgaridad de achacarle todo lo
ignominioso a la borrosa infancia.
Allá quedó, detrás de la neblina. Mis recuerdos se dejan ver
a través de un vidrio esmerilado llamado memoria. Te veo desnudo en el campo,
bajo una lluvia que no discriminaba, los flacos brazos en alto, gozando de esa
felicidad inaugural, que por cierto no volvería a repetirse, al menos con esa
intensidad.
Te veo niño, asombrado ante el raro espectáculo del peoncito
que fornicaba (vos creías que jugaba) con alguna oveja, pasiva e inerte, por
supuesto ausente de aquella violación antirreglamentaria. Tu adolescencia fue
un sueño. Soñabas incansablemente y cuando por fin yo despertaba vos seguías
soñando. Con bosques, con olas, con pechos, con soles, con hambres, con manos,
con muslos. Tus sueños eran de deseo y mis vigilias eran de censura.
A menudo surge algún sabio de pacotilla, capaz de asegurar
que el espejo siempre es honesto. Mierda de honesto. El espejo es un farsante,
un traidor, un ladino.
Ese Renato Valenzuela que está ahí, mirándome socarrón,
pálido de tanto insomnio, es un remedo frágil de mí mismo, un facsímil sin
sangre, una cosa. ¿Dónde está, por ejemplo, el latido de mis sienes, el corazón
rebosante de logros y fracasos, las manos que no son garras sino proveedoras de
caricias?
La estampa del espejo es lo que no quise ser: un fantoche
gastado que convoca a la muerte. Por esos falsos ojos circulan escombros de
deseos, que ya ni siquiera puedo vislumbrar y menos aún rememorar.
Ese Renato Valenzuela es un epílogo del Renato Valenzuela
que digo ser. Que soy. ¿O no?
¿O será acaso, este yo de carne y hueso, el pobre duplicado
del que se mueve en esa luna?
Dijo el poeta: "El mar como un vasto cristal azogado/
refleja la lámina de un cielo de zinc".
¿Ese Renato de cristal azogado reflejará la nada de mi cielo
de zinc?. O acaso estará más cerca de lo que dice en la estrofa siguiente:
"El sol como un vidrio redondo y opaco/ con paso de enfermo camina al
cenit?"
¿Dónde está, en esa copia servil que es el espejo, el veinteañero
aquel que sedujo a Irene, o sea el seducido por Irene, el que tembló como una
vara cuando ella lo enlazó con sus brazos de enigma?
¿Dónde quedó el que besó y besó aquel cuerpo indescriptible,
se sumergió cándido en él, feliz sin asumirse, volado en el amor?
No hay sombra en el espejo. La sombra es de los cuerpos, no
de las imágenes.
Mi hijo Braulio tiene seis años de sombra. Nunca lo pongo
frente al espejo, para que no la pierda. Irene, en cambio, ya no tiene imagen.
Ni sombra. Se la llevó el espanto. Hay finales de paz, de dolor, de inercia,
también de espanto. El suyo fue de espanto. Sin embargo, en los ojos del espejo
no está su muerte. En los ojos de mí mismo sí lo está. Es imposible
desalojarla, omitirla, extraviarla.
Mi hijo me mira con los ojos de Irene. Un río de tristeza
circula por mis venas, pero me he olvidado de llorar. Con mis ojos y con los
del espejo. A Braulio no lo traigo al espejo para que no se gaste, para que no
empiece, tan niño, a envejecer, para que siga mirando con los ojos de Irene.
Aclaro que todo esto es de un pasado. Reciente, pero pasado.
Reconozco que hoy tuve una sorpresa. Como todas las mañanas me enfrenté al
espejo y le hablé. Le hablé y le hablé. Creo que hasta le grité. De pronto
advertí que la boca del espejo permanecía cerrada. Volví a hablar, lo insulté.
Y nada. Sus labios no se movieron. Curiosamente, su mirada era de retroceso.
Entonces sentí que me inundaba un extraño regocijo, un
esbozo de felicidad.
Y no era para menos. Por vez primera lo había dejado mudo.
Por vez primera lo había derrotado. Inapelablemente.
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