Alfred Adler
Alfred Adler nació en Viena, Austria, el 7 de febrero de
1870, y falleció en Aberdeen, Escocia, el 28 de mayo de 1937 fue un médico y
psicoterapeuta austríaco, fundador de la llamada psicología individual y
precursor de la moderna psicoterapia.
Fue un colaborador de Sigmund Freud y cofundador de su
grupo, pero se apartó tempranamente de él, en 1911 al divergir sobre distintos
puntos de la teoría psicoanalítica.
Sus conceptos básicos son los de carácter, complejo de
inferioridad y conflicto entre la situación real del individuo y sus
aspiraciones.
Siendo doctor en medicina de la facultad de Viena en 1895, comenzó a estructurar lateoría que lo dio a conocer en el mundo y que llamó la Psicología Individual, marcandoasí una trascendental diferencia con la escuela freudiana.
A continuación transcribo el Preámbulo del libro EL SENTIDO DE LA VIDA del Dr. Alfred Adler.
PREÁMBULO
«El hombre sabe mucho más de lo que comprende».
Alfred Adler
En mi calidad de consejero médico de enfermedades psíquicas y
de psicólogo y educador en el seno de escuelas y familias he tenido en mi vida
continuas ocasiones de observar un inmenso material humano. Ello me ha
permitido mantenerme fiel a la tarea que me impuse de no afirmar en absoluto
nada que no pudiera ilustrar y demostrar por experiencia propia.
No es de extrañar, pues, que en ocasiones resulten rebatidas
por mí, opiniones preconcebidas de otros autores que no han tenido la
oportunidad de observar, tan intensamente como yo, la vida humana. No obstante, nunca he dejado de examinar, ni por un instante, con serenidad
y con calma, las objeciones de los demás, cosa que puedo hacer con tanta más
facilidad cuanto que no me considero atado a ningún precepto riguroso ni a prejuicio alguno. Por el contrario, me atengo al principio
de que todo puede ocurrir también de distinta manera. Lo singular del individuo
no es posible englobarlo en una breve fórmula, y las reglas generales que
establecí en la Psicología individual por mí creadas, no aspiran a ser sino
simples medios auxiliares susceptibles de proyectar una luz provisional sobre
un campo de exploración en el que el individuo concreto puede, o no, ser
hallado. Esta valoración de las reglas psicológicas, así como mi acentuada
tendencia a adaptarme y a penetrar por empatía (Otros traductores suelen verter
este término por introyección o proyección sentimental) en todos los matices de
la vida anímica, acentuó cada vez más mi convicción en la libre energía
creadora del individuo durante su primera infancia y su correlativa energía
posterior en la vida tan pronto como el niño se ha impuesto para toda su vida
una invariable ley de movimiento.
Dentro de esta manera de ver, que abre camino libre a la
tendencia del niño hacia la perfección, la madurez, la superioridad o la evolución,
caben las diversas influencias propias tanto de las aptitudes innatas (comunes
a toda la Humanidad o en cierto modo modificadas) como del ambiente
y de la educación. Todas estas influencias forman el material de que se sirve el
niño para construir, con lúdico arte, su estilo de vida.
Pero estoy asimismo persuadido de que el estilo vital engendrado
en la infancia sólo podrá resistir a los embates de la vida a condición de que
se halle adecuadamente estructurado sub specie aeternitatis ("existencia bajo el aspecto de eternidad").
Y es que se enfrenta a cada paso con quehaceres y problemas totalmente nuevos,
que no podrían ser resueltos ni mediante reflejos ensayados (los reflejos
condicionados) ni mediante aptitudes psíquicas innatas. Resultaría
excesivamente aventurado exponer a un niño a las pruebas del mundo sin más
bagaje que el de esos reflejos y esas aptitudes, que nada podrían frente a los problemas constantemente renovados. La más importante tarea
quedaría siempre reservada al incesante espíritu creador que, ciertamente, ha
de actuar dentro del cauce que le impone el estilo de vida infantil. Por este mismo cauce discurre, también, todo lo que las distintas
Escuelas psicológicas han designado con algún nombre: instintos, impulsos,
sentimientos, pensamientos, acción, actitud frente al placer y al dolor y, por
fin, el amor a sí mismo y el sentimiento de comunidad. El estilo vital recae
sobre todas las formas de expresión, el todo sobre las partes. Si algún defecto
existe, se manifestará no en la expresión parcial, sino en la ley del
movimiento, en el objetivo final del estilo de vida.
Esta noción me ha permitido comprender que toda la aparente
causalidad de la vida anímica obedece a la propensión de muchos psicólogos a
presentar al vulgo sus dogmas bajo un disfraz mecanicista o fisicista: ora es una bomba de agua la que sirve de término de comparación,
ora un imán con sus polos opuestos, ora un animal en grave aprieto que lucha por
la satisfacción de sus necesidades más elementales. Con este enfoque poco puede en verdad captarse de las fundamentales diferencias que
ofrece la vida anímica del hombre. Desde que incluso la propia Física les ha
escamoteado ese concepto de causalidad substituyéndolo por el de una mera probabilidad
estadística en el curso de los fenómenos, no hay que tomar en serio los ataques
dirigidos contra la psicología individual por negar la causalidad en la esfera
del acontecer anímico. Incluso el profano podrá darse cuenta de que las innumerables
equivocaciones pueden ser comprensibles como tales, pero no explicables desde un punto
de vista causal.
Ahora bien, al abandonar con plena justicia el terreno de la
seguridad absoluta en el que tantos psicólogos se mueven, nos quedará una sola
medida para aplicar al hombre: su comportamiento frente a los problemas ineludiblemente humanos.
Tres problemas se le plantean a todo ser humano: la actitud frente
al prójimo, la profesión y el amor. Estos tres problemas, íntimamente
entrelazados a través del primero, no son ni mucho menos casuales, sino que forman
parte del destino inexorable del hombre. Son consecuencia de la correlación del
individuo con la sociedad humana, con los factores cósmicos y con el sexo opuesto.
De su solución depende el destino y el bienestar de la Humanidad. El hombre
forma parte de un todo. Y su valor depende incluso de la solución individual de estas
cuestiones, comparables con un problema matemático que necesita ser resuelto.
Cuanto más grande es el error, tanto mayores son las complicaciones que acechan
a aquel que
sigue un estilo de vida equivocado, las cuales sólo faltan aparentemente,
mientras la solidez del sentimiento de comunidad del individuo no se pone a prueba.
El factor exógeno, la inminencia de una tarea que exige cooperación y solidaridad, es siempre lo que desencadena el síntoma
de insuficiencia, la difícil educabilidad, la neurosis y la neuropsicosis, el
suicidio, la delincuencia, las toxicomanías y las perversiones sexuales.
Una vez descubierta la incapacidad de convivencia, se nos plantea
un nuevo problema, no ya de interés meramente académico, sino de capital
importancia para la curación del individuo, a saber: ¿cuándo y cómo quedó
interceptado el desarrollo del sentimiento de comunidad? En la búsqueda de antecedentes
oportunos tropezaremos con la época de la más tierna infancia y con aquellas situaciones
que, según nos dicta la experiencia, pueden perturbar el normal desarrollo.
Pero
estas situaciones siempre coincidirán con la reacción inadecuada del niño. Al examinar
más de cerca estas circunstancias, descubriremos, ora que una intervención justa
fue contestada erróneamente, ora que una intervención equivocada
fue contestada de la misma manera equivocada, ora —y este caso es mucho menos frecuente— que una intervención equivocada fue contestada
bien y normalmente. Descubriremos asimismo que, una vez emprendida, el niño ha
mantenido la misma dirección (orientada hacia la superación), sin que contrarias experiencias le hayan desviado de su camino.
Educar (en toda la extensión de la palabra) equivale no sólo a ejercer influencias
favorables, sino también a examinar cómo se sirve de estas influencias la potenciacreadora del niño, para facilitarle un camino de enmienda en
el caso de un desenvolvimiento equivocado. Este camino exige en toda
circunstancia el incremento del espíritu de colaboración y del interés por los
demás.
Una vez haya encontrado el niño su ley de movimiento, en la cual
será preciso observar el ritmo, el temperamento, la actividad y, ante todo, el
grado de sentimiento de comunidad —fenómenos todos que, a menudo, ya pueden ser reconocidos en el segundo año y en todos los
casos en el quinto— entonces todas sus restantes facultades quedarán ligadas,
en su naturaleza peculiar, a dicha ley de movimiento. En el presente libro nos
proponemos dilucidar principalmente, la apercepción que el hombre tiene de sí
mismo y del mundo que le rodea. En otras palabras: nos proponemos dilucidar la
opinión que de sí mismo y del mundo se ha formado, por lo pronto, el niño, y la
que -siguiendo la misma dirección- se forma el adulto. Mas esta opinión no nos la
dará el examinado ni con sus palabras ni con sus pensamientos. Las palabras y
los pensamientos están bajo el dominio de la ley de movimiento, que tiende
siempre hacia la superación. Y ni aun en el caso de que el individuo se juzgue a
sí mismo, deja de aspirar subrepticiamente al encumbramiento. Mayor importancia
tiene el hecho de que la forma total de vida —llamada por mí estilo de vida— sea
elaborada por el niño en un momento en que todavía no posee un idioma adecuado
ni unos conocimientos suficientes. Al seguir creciendo, fiel a este sentido, se
desarrolla el niño según la dirección de un movimiento que escapa a la
formulación verbal y que, por esta causa, es inatacable por la crítica y se
substrae incluso a la crítica de la experiencia.
No se puede hablar aquí de un inconsciente formado mediante
la represión, sino antes bien, de algo incomprendido, de algo que ha escapado a
nuestra comprensión. Pero todo hombre habla un idioma perfectamente
comprensible para el iniciado, con su propio estilo de vida y con su actitud
frente a los problemas vitales, que no pueden resolverse sin sentimiento de
comunidad.
Por lo que se refiere a la opinión que el individuo tiene de
sí mismo y del mundo exterior, el mejor medio de inferirla será partir del sentido
que descubre en la vida y del que da a la suya propia. Evidentemente, es aquí
donde mejor puede traslucirse una posible disonancia con un sentimiento de comunidad
ideal, con la convivencia, con la colaboración y con la solidaridad humanas.
Ahora podemos comprender ya la importancia de aprender algo
acerca del sentido de la vida y acerca de lo que los individuos interpretan por
tal. Si existe un conocimiento, siquiera parcialmente aceptable, del sentido que nuestra vida pueda tener, fuera de nuestras experiencias
empíricas, claro es que quedará refutada la posición de aquellos que están en manifiesta
contradicción con él.
Como se ve, el autor no aspira más que a un resultado parcial
e inicial, confirmado de sobras por su propia experiencia. Se entrega a esta
tarea con tanto mayor gusto cuanto que le seduce la esperanza de que un conocimiento relativamente claro del sentido de la vida no
sólo servirá de programa científico para ulteriores investigaciones, sino que también
contribuirá a que aumente considerablemente el número de aquellos que, al familiarizarse con dicho sentido, se lleguen a identificar
con él.
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