John Cheever
John Cheever nació en Quincy, Massachusetts en
1912 y falleció en Ossining, Nueva York, 18 de junio de 1982) fue un autor de
relatos y novelista estadounidense.
En 1979 ganó el Premio Pulitzer por la compilación
de sus relatos titulada The Stories of John Cheever (1978), que además fue un
best seller.
Su último libro, “Oh, esto parece el paraíso”, es
una novela corta de sólo 100 páginas.
REUNIÓN
La última vez que vi a mi padre fue en la Estación
Gran Central. Yo iba de la casa de mi abuela, en los Adirondack, a un cottage
en el Cabo alquilado por mi madre. Le escribí a mi padre que estaría en Nueva
York, entre dos trenes, durante una hora y media, y le pregunté si podíamos
almorzar juntos. Su secretaria me escribió diciendo que él se encontraría
conmigo a mediodía frente al mostrador de información, y a las doce en punto lo
vi venir entre la gente. Para mí era un desconocido —mi madre se había
divorciado de él hace tres años y desde entonces no lo había visto— pero apenas
lo vi sentí que era mi padre, un ser de mi propia sangre, mi futuro y mi
condenación. Supe que cuando creciera me parecería a él; tendría que planear
mis campañas ateniéndome a sus limitaciones. Era un hombre alto y apuesto, y me
complació enormemente volver a verlo. Me palmeó la espalda y estrechó mi mano.
—Hola, Charlie —dijo—. Hola, hijo. Me agradaría
llevarte a mi club, pero está en la calle 60, y si tienes que tomar el tren
será mejor que comamos aquí. —Me pasó el brazo sobre los hombros, y yo olí a mi
padre del mismo modo que mi madre huele una rosa. Era una intensa mezcla de
whisky, loción de afeitar, pomada de zapatos, lanas y el olor de un varón
maduro. Abrigué la esperanza de que alguien nos viera juntos. Deseé que
pudiéramos fotografiarnos. Quería conservar un recuerdo de nuestra reunión.
Salimos de la estación, entramos por una calle
lateral y entramos en un restaurante. Aún era temprano y el local estaba vacío.
El barman estaba discutiendo con un repartidor y al lado de la puerta de la
cocina había un camarero muy viejo con una chaqueta roja. Nos sentamos, y mi
padre llamó en alta voz al camarero.
—¡Kellner! —gritó—. ¡Garçon! ¡Cameriere! ¡Usted! —En
el restaurante vacío su estridencia parecía fuera de lugar. —¡Alguien que pueda
atendernos! —gritó—. Chop-chop. —Después batió las palmas. Así atrajo la
atención del camarero, que arrastrando los pies se acercó a nuestra mesa.
—¿Usted golpeó las manos para llamarme? —preguntó.
—Cálmese, cálmese, Sommelier —dijo mi padre—. Si
no es demasiado pedirle... si no significa imponerle una obligación excesiva,
desearíamos un par de Gibson (es una marca de vermú o
vermut).
—No me gusta que me llamen golpeando las manos —dijo
el camarero.
—Tendría que haber traído mi silbato —dijo mi
padre—. Tengo un silbato que es audible sólo para los camareros viejos. Bien,
prepare su anotador y su lapicito y vea si puede escribirlo bien: Dos Gibson.
Repita conmigo: Dos Gibson.
—Será mejor que vaya a otro lugar —dijo en voz
baja el camarero.
—Ésa —dijo mi padre— es una de las sugerencias más
brillantes que he oído jamás. Vamos, Charlie, salgamos de esta covacha.
Salí del restaurante con mi padre y entramos en
otro. Esta vez no se mostró tan ruidoso. Llegaron las bebidas, y me interrogó
acerca de la temporada del campeonato de béisbol. Después, golpeó con el
cuchillo el borde de la copa vacía y de nuevo empezó a gritar.
—¡Garçon! ¡Kellner! ¡Cameriere! ¡Usted! Puede
molestarse en traernos dos más de lo mismo.
—¿Qué edad tiene el muchacho? —preguntó el
camarero.
—Eso —dijo mi padre— qué mierda le importa.
—Lo siento, señor —dijo el camarero— pero no le
serviré otra bebida al muchacho.
—Bien, tengo algo que decirle —dijo mi padre—.
Tengo algo muy interesante que decirle. Ocurre que no es el único restaurante
en Nueva York. Abrieron otro en la esquina. Vamos, Charlie.
Pagó la cuenta y salimos de ese restaurante y
entramos en otro. Aquí, los camareros tenían chaquetas rosadas, como cazadores,
y de las paredes colgaban diferentes arreos. Nos sentamos, y mi padre empezó a
gritar otra vez.
—¡Perrero mayor! Iujuuú, y todo eso. Queremos
beber algo para el estribo. A saber, dos Bibson.
—¿Dos Bibson? —preguntó el camarero, sonriendo.
—Maldito sea, sabe muy bien lo que deseo —dijo
irritado mi padre—. Quiero dos Gibson, y de prisa. Las cosas han cambiado en la
vieja y alegre Inglaterra. Así me dice mi amigo el duque. Veamos qué puede
darnos Inglaterra cuando pedimos un cóctel.
—No estamos en Inglaterra —dijo el camarero.
—No discuta conmigo —replicó mi padre—. Haga lo
que le ordenan.
—Pensé que tal vez desearía saber dónde está —dijo
el camarero.
—Si hay algo que no puedo tolerar —dijo mi padre—,
es a los criados insolentes. Vamos, Charlie.
El cuarto lugar era italiano.
Buon giorno —dijo mi padre—. Per favore, possiamo avere due cocktail americani,
forti, forti. Molto gin, poco vermut.
—No entiendo italiano —dijo el camarero.
—Oh, vamos —dijo mi padre—. Entiende italiano, y
claro que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se retiró y habló con su jefe, que se
acercó a nuestra mesa y dijo:
Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
—Muy bien —dijo mi padre—. Denos otra mesa.
—Todas las mesas están reservadas —dijo el jefe de
camareros.
—Entiendo —dijo mi padre—. No desean servirnos.
¿Es así? Bien, váyase a la mierda. Vada all´inferno. Vamos, Charlie.
—Tengo que tomar mi tren —dije.
—Lo siento, hijito —dijo mi padre—. Lo siento
muchísimo. —Me pasó el brazo sobre los hombros y me apretó contra su cuerpo. —Te
acompañaré a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club.
—Está bien, papá —dije.
—Te compraré un diario —dijo—. Te compraré un
diario para que leas en el tren. Se acercó a un puesto de periódicos y dijo:
—Amable señor, ¿tendría la bondad de hacerme el
favor de venderme uno de sus malditos diarios vespertinos, esos que no sirven
para nada y cuestan diez centavos? —El empleado se apartó de él y miró
fijamente la tapa de una revista. —¿Es mucho pedir, bondadoso señor —dijo mi
padre—, es mucho pedir que me venda de esos asquerosos especímenes del
periodismo amarillo?
—Tengo que irme, papá —dije—. Es tarde.
—Vamos, espera un momento, hijito —dijo—. Nada más
que un segundo. Quiero que este tipo me conteste.
—Adiós, papá —dije, y bajé la escalera y abordé mi
tren. Fue la última vez que vi a mi padre.
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