Anton Chejov
LA SEÑORA DEL PERRITO
UNO
Un nuevo personaje había aparecido en la
localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces
pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los
acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse
junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba
una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.
Después la volvió a encontrar en los jardines
públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma
boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la
llamaban sencillamente «la señora del perrito».
«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no
estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.
Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya
una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era
estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de
edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y
como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado,
llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba
falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y
no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo —le
fue infiel bastante a menudo—, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba
mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia,
acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por
la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin
embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la
sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se
mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre,
sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre
ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su
naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas
en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo
llevaba hacia ellas.
La experiencia, a menudo repetida, la cruda y
amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente,
especialmente gente de Moscú —siempre lentos e irresolutos para todo—, la
intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una
ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado
problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo
encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía
ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.
Una noche que estaba comiendo en los jardines, la
señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La
expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era
una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que
estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta,
son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias
eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado
tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se
sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de
conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de
una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo
nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.
Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el
perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió
a pasarle la mano.
La señora miró hacia él bajando en seguida los
ojos.
—No muerde —dijo, y se sonrojó.
—¿Le puedo dar un hueso? —preguntó Gurov; y como
ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente—. ¿Hace mucho tiempo
que está usted en Yalta?
—Cinco días.
—Yo llevo ya quince aquí.
Un corto silencio siguió a estas palabras.
—El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan
triste esto! —dijo ella sin mirarlo.
—Es que se ha puesto de moda decir que esto es
triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y
cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera
diría que viene de Granada!
Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron
comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y
pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que
se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni
hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había
sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía
sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día
de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en
Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una
compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...
De ella supo que había sido educada en San Petersburgo,
pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un
mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba
unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en
el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma
ignorancia parecía divertirla.
También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.
Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella;
pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se
encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de
colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una
niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la
timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía
ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con
curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó
adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello
esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.
«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se
quedó dormido.
DOS
Una semana había pasado desde que hicieron
amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que
en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los
transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y
ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.
Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco,
salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se
habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban
allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban
como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.
A causa de lo alborotado que estaba el mar, el
vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en
atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y
a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia
Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando
al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó
caer los impertinentes al suelo. (impertinentes son anteojos
con mango para sujetarlos a la altura de los ojos)
La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado
oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por
completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si
esperasen ver salir a alguien más del vapor.
Ella olía en silencio las flores sin mirar a
Gurov.
—El tiempo está mejor esta tarde —dijo él—. ¿Dónde
vamos ahora?
Ella no contestó.
Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su
cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y
fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que
alguien lo hubiese visto.
—Vamos al hotel —dijo él dulcemente. Y ambos
caminaron de prisa.
La habitación estaba cerrada y perfumada con la
esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana
Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del
pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo
amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy
breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas,
afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni
pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en
cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo
obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres
irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando
Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su
odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él
escalas.
Pero en el caso actual sólo había la timidez de la
juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la
escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente
a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna —«la señora del perrito»— en todo lo
sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída;
así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y
lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba
a un grabado antiguo: La mujer pecadora.
—Hice mal —dijo—. Ahora usted será el primero en
despreciarme.
Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una
tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos
guardaron silencio.
Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella
la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.
La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba,
sin embargo, que se sentía desgraciada.
—¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? —preguntó
Gurov—. No sabe usted lo que dice.
—Dios me perdone —dijo ella; y sus ojos se
llenaron de lágrimas—. Es horrible —añadió.
—Parece que necesita usted ser perdonada.
—¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio
a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he
engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi
marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace
allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años
cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad;
necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma.
Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted
no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude
contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que
estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro
como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable,
a quien todos mirarán mal.
Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.
Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y
aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera
creído que estaba representado una comedia.
—No la entiendo a usted —dijo dulcemente—. ¿Qué es
lo que quiere?
Ella ocultó su rostro en el pecho de él
estrechándolo tiernamente.
—Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la
existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La
gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el
espíritu del mal me ha engañado.
—¡Chis! ¡Chis!... —murmuró Gurov.
Después la miró fijamente, la besó, hablándole con
dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar
alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma
a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y
las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se
balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.
Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en
dirección de Oreanda.
—Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido
escrito en la lista: Von Diderits —dijo Gurov—. ¿Su marido de usted es alemán?
—No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso
ortodoxo.
En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no
lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través
de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las
montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo
llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando
de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse
cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma
monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa
indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta
tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la
vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una
mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e
idealizada por los mágicos alrededores —el mar, las montañas, las nubes, el
cielo azul—, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja
en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos
nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.
Un hombre pasó cerca de ellos —un guarda,
probablemente—, los miró, y siguió adelante.
Y este detalle les parecía misterioso y lleno de
encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces
brillaban confundidas con las del amanecer.
—Hay gotas de rocío sobre la hierba —dijo Ana
Sergeyevna después de un silencio.
—Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la
ciudad.
Desde entonces volvieron a verse todos los días a
las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de
dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas,
interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la
respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se
encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada,
aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto,
el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada,
perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana
Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió
impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y
ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la
respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría
de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se
iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran
siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como
algo magnífico y hermosísimo.
Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero
un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a
su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a
marcharse.
—Es una buena cosa el que yo me vaya —le dijo a
Gurov—. «¡Es el dedo del destino!»
El día de la marcha, Gurov la acompañó en el
coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le
dijo:
—¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya
está.
No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal
tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.
—Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en
ti —dijo—. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos
separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos
habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.
El tren partió rápido, sus luces desaparecieron
pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo
hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio,
aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció,
Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del
telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este
episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo
quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que
nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con
afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera
sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le
doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás,
sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en
realidad, sin intención la había engañado.
Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la
atmósfera, hacía una tarde fría y triste.
—Es hora de que me marche al Norte —pensó Gurov al
dejar el andén—. ¡Sí, ya es hora!
TRES
En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de
invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro
cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera
tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la
primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra
blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la
memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha,
tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses
y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.
Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un
bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse
por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó
el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se
absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que
los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los
restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió
orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a
las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un
plato de pescado salado o una col...
Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana
Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños
de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un
mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como
si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos
de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las
palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un
restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de
repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a
las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba
entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus
recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba
con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por
todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como
si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más
joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de
lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante
de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su
respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las
mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.
Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas
lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de
ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el
banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había
estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés
en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de
amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y
decía:
—No te va el papel de conquistador, Dimitri.
Una tarde, al volver del club de doctores con un
oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le
dijo:
—¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí
en Yalta!
El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero
se volvió de pronto exclamando:
—¡Dmitri Dmitrich!
—¿Qué?
—¡Tenías razón esta tarde: el esturión era
demasiado fuerte!
Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov
de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de
hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de
las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo
mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas,
la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida
servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si
se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.
Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de
indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la
otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó
y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin
ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.
En las vacaciones de diciembre se preparó para un
viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y
se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana
Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.
Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto
del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de
polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en
la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en
una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del
hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo
conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».
Gurov se encaminó sin prisa a la calle de
Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla
gris adornada con clavos.
—Dan ganas de echar a correr al ver este demonio
de valla —pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y
viceversa.
Luego recapacitó: era día de fiesta y
probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto
entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos
del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una
ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión.
Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a
ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana
Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una
mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa.
Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el
corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.
Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris
una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había
olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y
al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde
por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su
cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer;
luego comió y durmió bastante tiempo.
—¡Qué estúpido! —exclamó al despertarse y mirar
por la ventana—. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche;
¿qué hago?
Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una
colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía
un fastidio terrible.
—¡Al diablo la señora del perro y la dichosa
aventura! En buen lío te has metido, Gurov...
Aquella mañana le había llamado la atención un
cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera
vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.
—Es posible que ella vaya a la primera
representación —pensó.
El teatro estaba lleno. Como en todos los de
provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba
sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera
fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente,
antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con
una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás
de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los
instrumentos; el telón se levantó.
Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios,
y Gurov los miraba uno a uno con ansia.
Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la
tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió
entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan
querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase,
perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba
toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y
al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines
provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...
Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado,
llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso
y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el
esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo;
sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o
distinción que recordaba el número de un criado.
En el primer descanso el marido se salió fuera a
fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con
voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:
—Buenas noches.
Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana
Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y
estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no
desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie,
asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a
sentarse a su lado.
Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de
repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana
Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos
empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y
subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles,
militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel
colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo
corazón latía con violencia, pensó:
«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa
orquesta?»
Y recordó en aquel instante cuando, después de
marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no
volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!
Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre
la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.
—¡Cómo me has asustado! —exclamó ella sin
respiración casi, todavía pálida y como agobiada—. ¡Oh, cómo me has asustado!
Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...
—Pero escúchame, Ana, escúchame... —repetía Gurov
rápidamente y en voz baja—. Te suplico que me escuches...
Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de
súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más
profundamente en su memoria.
—¡Soy tan desgraciada! —siguió diciendo sin
escucharle—. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que
para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!,
¿por qué has venido?...
En el piso de arriba dos colegiales fumaban
mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a
Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.
—¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! —gritaba
ella con horror apartándolo de sí—. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te
lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!
Alguien subía por las escaleras.
—Es preciso que te vayas —siguió diciendo Ana
Sergeyevna, y su voz parecía un susurro—. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a
Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré
dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora
separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.
Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras
muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente
era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el
rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo y se marchó del teatro.
CUATRO
Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada
dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un
doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía.
En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un
mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.
Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a
verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien
acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.
—Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva —dijo
Gurov a su hija—. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más
altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.
—¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?
Y le explicó esto también.
Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que
nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una
franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza
relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y
conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias
extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero
valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto
a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en
que solía esconderse para ocultar la verdad —como, por ejemplo, su trabajo en
el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su
asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas—, todo eso lo hacía
delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no
creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera
vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre
ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre
interés en que sea respetada.
Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se
dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las
escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris
favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche
anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó
en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se
veían.
—Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? —preguntó
Gurov—. ¿Qué noticias traes?
—Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.
Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas
a él llevándose el pañuelo a los ojos.
«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré»,
pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.
Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le
trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana.
Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para
ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como
ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.
—¡Ven, cállate! —dijo Gurov.
Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho
en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería
más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna
vez; por otra parte, no lo hubiera creído.
Se levantó a consolarla con alguna palabra de
cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.
Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció
raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años.
Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida
y calor, temblaban.
Sintió compasión por aquella vida todavía tan
joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la
suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres
distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se
habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la
vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo,
ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con
algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero
no era amor.
Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a
blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.
Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy
próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el
uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa.
Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el
uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el
presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.
Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov
se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora
no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser
sincero y tierno...
—No llores, querida —le dijo—. Ya has llorado
bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.
Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar
tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde
en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...
—¿Cómo? ¿Cómo? —se preguntaba Gurov con la cabeza
entre las manos—. ¿Cómo?...
Y parecía como si dentro de pocos momentos todo
fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos
veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que
la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario