Julio Ramón Ribeyro
Julio Ramón
Ribeyro Zúñiga nació y falleció en Lima, Perú, en 1929 y 1994 respectivamente.
Fue un escritor
peruano, considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura
latinoamericana.
Es una figura
destacada de la Generación del 50 de su país, a la que también pertenecen
narradores como Mario Vargas Llosa, Enrique Congrains Martin y Carlos Eduardo
Zavaleta.
Estudió Letras y
Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú, entre los años 1946 y
1952.
En 1952 ganó una
beca de periodismo otorgado por el Instituto de Cultura Hispánica, que le
permitió viajar a España.
Viajó en barco a
Barcelona y de ahí pasó a Madrid, donde permaneció un año e hizo estudios en la
Universidad Complutense de dicha ciudad.
Al culminarse su
beca en 1953, viajó a París para preparar una tesis sobre literatura francesa
en la Universidad La Sorbona.
Pero abandonó los
estudios y permaneció en Europa realizando trabajos eventuales, alternando su
estancia en Francia con breves temporadas en Alemania y Bélgica.
Regresó a París y
luego viajó a Amberes en 1957, donde trabajó en una fábrica de productos
fotográficos.
En 1958, regresó
a Alemania y permaneció un tiempo en Berlín, Hamburgo y Fráncfort del Meno.
Durante su estadía europea tuvo que realizar muchos oficios para sobrevivir,
como reciclador de periódicos, conserje, cargador de bultos en el metro,
vendedor de productos de imprenta, etc.
En el último año
de su vida había decidido radicarse definitivamente en su patria.
Murió días
después de obtener el Premio de Literatura Juan Rulfo.
EL PROFESOR SUPLENTE
(Amberes, 1975)
Hacia
el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la
miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la
camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en
fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se
escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió
el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro.
—¡Mi
querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás
profesor. No me digas que no... ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses
del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata
de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica
ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras
horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si
podrás llegar a la Universidad... eso depende de ti. Yo siempre te he tenido
una gran confianza. Es injusto que un hombre de tu calidad, un hombre
ilustrado, que ha cursado estudios superiores, tenga que ganarse la vida como
cobrador... No señor, eso no está bien, soy el primero en reconocerlo. Tu
puesto está en el magisterio... No lo pienses dos veces. En el acto llamo al
director para decirle que ya he encontrado un reemplazo. No hay tiempo que
perder, un taxi me espera en la puerta... ¡Y abrázame, Matías, dime que soy tu
amigo!
Antes
de que Matías tuviera tiempo de emitir su opinión, el doctor Valencia, había
llamado al colegio, había hablado con el director, había abrazado por cuarta
vez a su amigo y había partido como un celaje (relámpago
súbito), sin quitarse siquiera el sombrero.
Durante
unos minutos, Matías quedó pensativo, acariciando esa bella calva que hacía las
delicias de los niños y el terror de las amas de casa. Con un gesto enérgico,
impidió que su mujer intercala un comentario y, silenciosamente, se acercó al
aparador, se sirvió del oporto reservado a las visitas y lo paladeó sin prisa,
luego de haberlo observado contra luz de la farola.
—Todo
esto no me sorprende —dijo al fin—. Un hombre de mi calidad no podía quedar
sepultado en el olvido.
Después
de la cena se encerró en el comedor, se hizo llevar una cafetera, desempolvó
sus viejos textos de estudio y ordenó a su mujer que nadie lo interrumpiera, ni
siquiera Baltazar y Luciano, sus colegas del trabajo, con quienes acostumbraba
reunirse por las noches para jugar a las cartas y hacer chistes procaces contra
sus patrones de la oficina.
A
las diez de la mañana, Matías abandonaba su departamento, la lección inaugural
bien aprendida, rechazando con un poco de impaciencia la solicitud de su mujer,
quien lo seguía por el corredor de la quinta, quitándole las últimas pelusillas
de su terno de ceremonia.
—No
te olvides de poner la tarjeta en la puerta —recomendó Matías antes de partir—.
Que se lea bien: Matías Palomino, profesor de historia.
En
el camino se entretuvo repasando mentalmente los párrafos de su lección. Durante
la noche anterior no había podido evitar un temblorcito de gozo cuando, para
designar a Luis XVI, había descubierto el epíteto de Hidra. El epíteto
pertenecía al siglo XIX y había caído un poco en desuso pero Matías, por su
porte y sus lecturas, seguía perteneciendo al siglo XIX y su inteligencia, por
donde se la mirara, era una inteligencia en desuso. Desde hacía doce años,
cuando por dos veces consecutivas fue aplazado en el examen de bachillerato, no
había vuelto a hojear un solo libro de estudios ni someterse a una sola
cogitación (meditación, reflexión) al apetito un
poco lánguido de su espíritu. Él siempre achacó sus fracasos académicos a la
malevolencia del jurado y a esa especie de amnesia repentina que lo asaltaba
sin remisión cada vez que tenía que poner en evidencia sus conocimientos. Pero
si no había podido optar al título de abogado, había elegido la prosa y el
corbatín del notario: si no por ciencia, al menos por apariencia, quedaba
siempre dentro de los límites de la profesión.
Cuando
llegó ante la fachada del colegio, se sobreparó en seco y quedó un poco
perplejo. El gran reloj del frontis le indicó que llevaba un adelanto de diez
minutos. Ser demasiado puntual le pareció poco elegante y resolvió que bien
valía la pena caminar hasta la esquina. Al cruzar delante de la verja escolar,
divisó un portero de semblante hosco, que vigilaba la calzada, las manos
cruzadas a la espalda.
En
la esquina del parque se detuvo, sacó un pañuelo y se enjugó la frente. Hacía
un poco de calor. Un pino y una palmera, confundiendo sus sombras, le
recordaron un verso, cuyo autor trató en vano de identificar. Se disponía a
regresar —el reloj del Municipio acababa de dar las once— cuando detrás de la
vidriera de una tienda de discos distinguió a un hombre pálido que lo espiaba.
Con sorpresa constató que ese hombre no era otra cosa que su propio reflejo.
Obsevándose con disimulo, hizo un guiño, como para disipar esa expresión un
poco lóbrega que la mala noche de estudio y de café había grabado en sus
facciones. Pero la expresión, lejos de desaparecer, desplegó nuevos signos y
Matías comprobó que su calva convalecía tristemente entre los mechones de las
sienes y que su bigote caía sobre sus labios con un gesto de absoluto
vencimiento.
Un
poco mortificado por la observación, se retiró con ímpetu de la vidriera. Una
sofocación de mañana estival hizo que aflojara su corbatín de raso. Pero cuando
llegó ante la fachada del colegio, sin que en apariencia nada lo provocara, una
duda tremenda le asaltó: en ese momento no podía precisar si la Hidra era un
animal marino, un monstruo mitológico o una invención de ese doctor Valencia,
quien empleaba figuras semejantes, para demoler sus enemigos del Parlamento.
Confundido, abrió su maletín para revisar sus apuntes, cuando se percató que el
portero no le quitaba el ojo de encima. Esta mirada, viniendo de un hombre
uniformado, despertó en su conciencia de pequeño contribuyente tenebrosas
asociaciones y, sin poder evitarlo, prosiguió su marcha hasta la esquina
opuesta.
Allí
se detuvo resollando. Ya el problema de Hidra no le interesaba: esta duda había
arrastrado otras muchísimo más urgentes. Ahora en su cabeza todo se confundía.
Hacía de Colbert un ministro inglés, la joroba de Marat la colocaba sobre los
hombros de Robespierre y por un artificio de su imaginación, los finos
alejandrinos de Chenier iban a parar a los labios del verdugo Sansón. Aterrado
por tal deslizamiento de ideas, giró los ojos locamente en busca de una
pulpería. Una sed impostergable lo abrasaba.
Durante
un cuarto de hora recorrió inútilmente las calles adyacentes. En ese barrio
residencial sólo se encontraban salones de peinado. Luego de infinitas vueltas
se dio de bruces con la tienda de discos y su imagen volvió a surgir del fondo
de la vidriera. Esta vez Matías lo examinó: alrededor de los ojos habían
aparecido dos anillos negros que describían sutilmente un círculo que no podía
ser otro que el círculo del terror.
Desconcertado,
se volvió y quedó contemplando el panorama del parque. El corazón le cabeceaba
como un pájaro enjaulado. A pesar de que las agujas del reloj continuaban
girando, Matías se mantuvo rígido, testarudamente ocupado en cosas
insignificantes, como en contar las ramas de un árbol, y luego en descifrar las
letras de un aviso comercial perdido en el follaje.
Un
campanazo parroquial lo hizo volver en sí. Matías se dio cuenta de que aún
estaba en la hora. Echando mano a todas sus virtudes, incluso a aquellas
virtudes equívocas como la terquedad, logró componer algo que podría ser una
convicción y, ofuscado por tanto tiempo perdido, se lanzó al colegio. Con el
movimiento aumentó el coraje. Al divisar la verja asumió el aire profundo y
atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar
la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y
ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición —que le
recordó a los jurados de su infancia— fue suficiente para desatar una profusión
de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.
A
los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus
espaldas. Era el portero.
—Por
favor —decía— ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia?
Los hermanos lo están esperando. Matías se volvió, rojo de ira.
—¡Yo
soy cobrador! —Contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna
vergonzosa confusión.
El
portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la
avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras,
se resbaló en un sardinel (humbral), estuvo a
punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado,
entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.
Cuando
los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó
de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una
humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente
eligió una ruta llena de meandros (curvas que describe
el curso de un camino o río). Se distraía. La realidad se le escapaba
por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario
por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio a que su mujer
lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su
cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó
una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con
los brazos abiertos.
—¿Qué
tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
—¡Magnífico!...
¡Todo ha sido magnífico! —Balbuceó Matías —. ¡Me aplaudieron! —pero al sentir
los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por
primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y
se echó desconsoladamente a llorar.
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