Roberto Arlt –
1900-1942
MOLINOS DE VIENTO
EN FLORES
Hoy callejeando por
Flores, entre dos chalets de estilo colonial, tras de una tapia, en un terreno
profundo, erizado de cinacinas, he visto un molino de viento desmochado.
Uno de esos
molinos de viento antiguos, de recia armazón de hierro oxidada profundamente.
Algunas paletas
torcidas colgaban del engranaje negro, allá arriba, como la cabeza de un
decapitado negro; y me quedé pensando tristemente en qué bonito debía de haber
sido todo eso hace algunos años, cuando el agua de uso se recogía del pozo.
¡Cuántos han
pasado desde entonces!
Flores, el Flores
de las quintas, de las enormes quintas solariegas, va desapareciendo día tras
día.
Los únicos
aljibes que se ven son de “camouflage”, y se les advierte en el patio de
chalecitos que ocupan el espacio de un pañuelo.
Así vive la gente
hoy día.
¡Qué lindo, qué
espacioso que era Flores antes!
Por todas partes
se erguían los molinos de viento.
Las casas no eran
casas, sino casonas.
Aún quedan
algunas por la calle Beltrán o por Bacacay o por Ramón Falcón.
Pocas, muy pocas,
pero todavía quedan.
En las fincas
había cocheras y en los patios, enormes patios cubiertos de glicina, chirriaba
la cadena del balde al bajar al pozo.
Las rejas eran de
hierro macizo, y los postes de quebracho.
Me acuerdo del último Naón, un mocito
compadre y muy bueno, que siempre iba a caballo.
¿Qué se ha hecho
del hombre y del caballo?
¿Y de la quinta?
Si; de la quinta
me acuerdo perfectamente.
Era enorme, llena
de paraísos, y por un costado tocaba a la calle Avellaneda y por el otro a
Méndez de Andes.
Actualmente allí
son todas casas de departamentos, o “casitas ideales para novios”.
¿Y la manzana
situada entre Yerbal, Bacacay, Bogotá y Beltrán?
Aquello era un
bosque de eucaliptos.
Como ciertos parajes de Ramos Mejía; aunque también Ramos
Mejía se está infectando de modernismo.
La tierra
entonces no valía nada.
Y si valía, el dinero carecía de importancia.
La gente disponía
para sus caballos del espacio que hoy compra una compañía para fabricar un
barrio de casas baratas.
La prueba está en
Rivadavia entre Caballito y Donato Álvarez.
Aún se ven
enormes restos de quintas.
Casas que están
como implorando en su bella vejez que no las tiren abajo.
En Rivadavia y
Donato Álvarez, a unos veinte metros antes de llegar a esta última, existe aún
un ceibo gigantesco.
Contra su tronco
se apoyan las puertas y contramarcos de un corralón de materiales usados.
En la misma
esquina, y enfrente, puede verse un grupo de casas antiquísimas en adobe, que
cortan irregularmente la vereda.
Frente a éstas
hay edificios de tres pisos, y desde uno de esos caserones salen los gritos
joviales de varios lecheros que juegan a la pelota en una cancha.
En aquellos
tiempos todo el mundo se conocía.
Las librerías.
¡Es de reírse!
En todas las
vidrieras se veían los cuadernillos de versos del gaucho Hormiga Negra y de los
hermanos Barrientos.
Las tres
librerías importantes de esa época eran las de los hermanos Pellerano, “La
Linterna”, y la de don Ángel Pariente.
El resto eran
boliches ignominiosos, mezcla de juguetería, salón de lustrado, zapatería,
tienda y qué sé yo cuántas cosas más.
El primer
cinematógrafo se llamaba “El Palacio de la Alegría”.
Allí me enamoré
por vez primera, a los nueve años de edad, y como un loco, de Lidia Borelli.
En el terreno de
las caballerizas de Basualdo, se instaló entonces el primer circo que fue a
Flores.
El único café
concurrido era “Las Violetas”, de don Jorge Dufau.
Félix Visillac y
Julio Díaz Usandivaras eran los genios de la parroquia, para entonces.
La gente era tan
sencilla que se cría que los socialistas se comían crudos a los niños, y ser
poeta —“pueta” se decía— era como ser hoy gran chambelán de Alfonso XIII o algo
por el estilo.
Las calles tenían
otros nombres, Ramón Falcón se llamaba entonces Unión.
Donato Álvarez,
Bella Vista.
A diez cuadras de
Rivadavia comenzaba la pampa.
La gente vivía
otra vida más interesante que la actual.
Quiero decir con
ello que eran menos egoístas, menos cínicos, menos implacables.
Justo o
equivocado, se tenía de la vida y de sus desdoblamientos un criterio más ilusorio,
más romántico.
Se creía en el
amor.
Las muchachas
lloraban cantando La Loca del Bequeló.
La tuberculosis
era una enfermedad espantosa y casi desconocida.
Recuerdo que
cuando yo tenía siete años, en mi casa solía hablarse de una tuberculosa que
vivía a siete cuadras de allí, con el mismo misterio y la misma compasión con
que hoy se comentaría un extraordinario caso de enfermedad interplanetaria.
Se creía en la
existencia del amor.
Las muchachas
usaban magníficas trenzas, y ni por sueño se hubieran pintado los labios.
Y todo tenía
entonces un sabor más agreste, y más noble, más inocente.
Se creía que los
suicidas iban al infierno.
Quedan pocas
casas antiguas por Rivadavia, en Flores.
Entre Lautaro y
Membrillar se pueden contar cinco edificios.
Pintados de rojo,
de celeste o amarillo.
En Lautaro se
distinguía, hasta hace un año, un mirador de vidrios multicolores completamente
rotos.
Al lado estaba un
molino rojo, un sentimental molino rojo tapizado de hiedra.
Un pino dejaba
mecer su cúpula en los aires los días de viento.
Ya no están más
ni el molino ni el mirador ni el pino.
Todo se lo llevó
el tiempo.
En el lugar de la
altura esa, se distingue la puerta del cuchitril de una sirvienta.
El edifico tiene
tres pisos de altura.
¡También la gente
está como para romanticismo!
Allí, la vara de
tierra cuesta cien pesos.
Antes costaba
cinco y se vivía más feliz.
Pero nos queda el
orgullo de haber progresado, eso sí, pero la felicidad no existe.
Se la llevó el
diablo.
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