Roberto Arlt
LOS TOMADORES DE
SOL
EN EL BOTANICO
La tarde de ayer
lunes fue espléndida. Sobre todo para la gente que nada tenía que hacer. Y más
aún para los tomadores de sol consuetudinarios. Gente de
principios higiénicas y naturistas, ya que se resignan atener los botines rotos
antes que perder su bañito de sol. Y después hay ciudadanos que se lamentan de
que no haya hombres de principios. Y estudiosos.
Individuos que sacrifican su
bienestar personal para estudiar botánica y sus derivados, aceptando ir con el
traje hecho pedazos antes de perder tan preciosos conocimientos.
Examinando la
gente que pulula por el Jardín Botánico, uno termina por plantearse este
problema:
¿Por qué las
ciencias naturales poseen tanta aceptación entre sujetos que tienen catadura de
vagos? ¿Para qué la gente bien vestida no se dedica, con tanto frenesí, a un
estudio semejante, saludable para el cuerpo y para el espíritu? Porque esto es
indiscutible: el estudio de la botánica engorda. No he visto a un bebedor de
sol que no tenga la piel lustrosa, y un cuerpazo bien nutrido y mejor
descansado.
¡Qué aspecto, que
bonhomía! ¡Qué edificación ejemplar para un señor que tenga tendencias al
misticismo! Porque, no dejarán de reconocer ustedes, que una ciencia tan infusa
como la botánica debe tener virtudes esenciales para engordar a sujetos que
calzan botines rotos.
De otro modo no
se explicaría. Cierto es que el reposo debe contribuir en algo, pero en este
asunto obra o influye algún factor extraño y fundamental. Hasta los jardineros
tienden a la obesidad. El portero —los porteros están bien saciados—, los
subjardineros ya han adquirido ese aspecto de satisfacción íntima que producen
las canonjías municipales, y hasta los gatos que viven en las alturas de los
pinos impresionan favorablemente por su inesperado grosor y lustroso pelaje.
Yo creo haber
aclarado el misterio. La gente que frecuenta el Jardín Botánico está gorda por
la influencia del latín.
En efecto, todos
los letreros de los árboles están redactados en el idioma melifluo de Virgilio.
Al que no está acostumbrado, se le embarulla el cráneo. Pero los asiduos
visitantes de este jardín, deben estar ya acostumbrados y sufrir los beneficios
de este idioma, porque he observado lo siguiente:
Como decía, fui
hasta allá ayer por la tarde. Me senté en un banco y, de pronto, observé a dos
jardineros. Con un rastrillo en la mano miraban el letrero de un árbol. Luego
se miraban entre sí y volvían a mirar el letrero. Para no interrumpir sus
meditaciones mantenían el rastrillo completamente inmóvil, de modo que no cabía
duda alguna de que esa gente ilustraba sus magníficos espíritus con el letrero
escrito en el idioma del latoso Virgilio. Y el éxtasis que tal lectura parecía
producirles, debía ser infinito, ya que los dos individuos, completamente
quietos como otros tantos Budas a la sombra del árbol de la sabiduría, no
movían el rastrillo ni por broma. Tal hecho me llamó sumamente la atención y
decidí continuar mi observación. Pero, pasó una hora y yo me aburrí. El
deliquio de esos pelafustanes frente al letrero era inmenso. El rastrillo
permanecía junto a ellos como si no existiera.
¿Se dan cuenta
ustedes ahora de la influencia del botánico latín sobre los espíritus
superiores? Estos hombres en vez de rastrillar la tierra, como era su deber,
permanecían de brazos cruzados en honor a la ciencia, a la naturaleza y al
latín. Cuando me fui, di vuelta la cabeza. Continuaban meditando. Los
rastrillos olvidados. No me extrañó de qué engordaran.
Y vi numerosa
gente entregada a la santa paz de lo verde. Todos meditando en los letreros
latinos que se ofrecen con profusión a la vista del público. Todos
tranquilitos, imperturbables, adormecidos, soleándose como lagartos o
cocodrilos y encantados de la vida, a pesar de que sus aspectos no denuncian
millones ni mucho menos. Pero el Señor, bondadoso con los hombres de buena
voluntad, les dispensa lo que a nosotros nos ha negado: la felicidad. En
cambio, esos individuos que podrían tomarse por solemnes vagos, y que puede ser
que lo sean, a la sombra de los árboles empollaban su haraganería y florecían
en meditaciones de manera envidiable.
En muchos bancos,
estos poltrones, hacen círculo. Y recuerdan a los sapos del campo. Porque los
sapos del campo, cuando se prende la luz y se la deja abandonada, se reúnen en
torno de ella en círculo, y permanecen como conferenciando horas enteras.
Pues en el
Botánico ocurre lo mismo. Se ven círculos de vagos cosmopolitas y silenciosos,
mirándose a la cara, en las posiciones más variadas, y sin decir esta boca es
mía.
Naturalmente, a
la gente le da grima esta vagancia semiorganizada; pero para los que conocen el
misterio de las actitudes humanas, esto no asombra. Esa gente aprende idiomas,
se interesa por las llamadas lenguas muertas y se regocija contemplando los
cartelitos de los árboles.
¿Dónde se reúnen
ahora los enamorados? ¿Han perdido el romanticismo? El caso es que en el
Botánico lo que más escasean son las parejas amorosas. Sólo se ve algún
matrimonio proyecto que recrea sus ojos sin perjudicar sus rentas, ya que para
distraerse recorren los senderos solitarios, separados uno de otro medio metro.
En definitiva, no
sé si porque era lunes, o porque la gente ha encontrado otros lugares de
distracción, el caso es que el Jardín Botánico ofrece un aspecto de desolación
que espanta. Y lo único noble, son los árboles... los árboles que envejecen
apartándose de los hombres para recoger el cielo entre sus brazos.
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