domingo, 6 de octubre de 2013

GANAS DE DORMIR - Anton Chéjov





Anton Chéjov (Rusia, 1860-1904)

 

GANAS DE DORMIR

Es de noche. La niñera Varka, una muchacha de unos trece años, mece la cuna en la que está acostado el niño y canturrea con voz apenas audible:

Duérmete, niño,
al son de la nana…

Ante el icono arde una lamparilla verde; una cuerda, de la que cuelgan pañales y unos grandes pantalones negros, se extiende de un extremo al otro de la habitación. La lamparilla dibuja en el techo una gran mancha verde, mientras los pañales y los pantalones proyectan largas sombras sobre la estufa, la cuna y Varka. Cuando la lamparilla empieza a parpadear, la mancha y las sombras se animan y se ponen en movimiento, como azuzadas por el viento. El ambiente es sofocante. Huele a sopa de repollo y a material de zapatería.

El niño llora. Hace ya un buen rato que se ha quedado ronco y agotado de tanto llorar, pero sigue chillando y no hay manera de saber cuándo se calmará. Y Varka tiene sueño. Los ojos se le cierran, la cabeza se le dobla, el cuello le duele. No puede mover los párpados ni los labios y tiene la impresión de que su rostro está seco y rígido, de que su cabeza se ha vuelto tan pequeña como la de un alfiler.

—Duérmete, niño —canturrea—, y te prepararé la papilla…

En la estufa canta el grillo. En la habitación contigua, al otro lado de la puerta, roncan el dueño y el aprendiz Afanasi… La cuna emite quejumbrosos chirridos, Varka canturrea y todo se funde en esa música nocturna y adormecedora tan grata de oír cuando se va uno a la cama. Pero en ese momento esa música sólo consigue irritar y enfadar a la muchacha, porque la adormece y ella no debe dormirse; si Varka se quedara dormida, Dios no lo quiera, los dueños la azotarían.

La lamparilla parpadea. La mancha verde y las sombras se ponen en movimiento, se insinúan en los ojos entornados e inmóviles de Varka y se transforman, en su cerebro medio dormido, en nebulosas ensoñaciones. Ve nubes oscuras que se persiguen en el cielo y gritan como el niño. Pero, de pronto, se levanta una ráfaga de viento, las nubes desaparecen y Varka ve una ancha carretera, cubierta de barro líquido, por la que avanzan carros, se arrastran hombres con alforjas al hombro y se desplazan sombras arriba y abajo; a ambos lados, a través de la fría y sombría niebla, se divisan bosques. De pronto, los hombres de las alforjas y las sombras se desploman en el barro líquido.

—¿Por qué hacéis eso? —les pregunta Varka.

—¡Para dormir! —le responden.

Y un sueño profundo y dulce se apodera de ellos, mientras los grajos y las urracas posados en el hilo del telégrafo gritan como el niño y tratan de despertarlos.

—Duérmete, niño, al son de la nana… —canturrea Varka, viéndose ahora en una isba oscura y sofocante.

En el suelo se revuelve su difunto padre Yefim Stepánov. Ella no lo ve, pero oye cómo se retuerce de dolor y gime. Como dice él, “la hernia está haciendo de las suyas”. El dolor es tan intenso que no puede pronunciar palabra y sólo es capaz de aspirar grandes bocanadas de aire y de rechinar los dientes en una especie de redoble de tambor.

—Bu-bu-bu…

Su madre, Pelagueia, ha ido corriendo a la hacienda para decir a los señores que Yefim Stepánovich está muriéndose. Hace tiempo que se ha marchado y ya debería haber regresado. Varka está tumbada sobre la estufa, sin dormir, escuchando el “bu-bu-bu” de su padre. De pronto, se oye el rumor de un coche que se acerca. Los señores envían a un joven médico de la ciudad que está de visita en su casa. El médico entra en la isba; la oscuridad vela su rostro, pero se le oye toser y abrir la puerta con un chirrido.

—Necesito luz —dice.

—Bu-bu-bu… —responde Yefim.

Pelagueia se precipita sobre la estufa y se pone a buscar el pedazo de barro en donde se guardan las cerillas. Pasa un minuto en silencio. El médico, tras rebuscar en los bolsillos, enciende una de las suyas.

—Ahora mismo, padrecito, ahora mismo —dice Pelagueia; sale corriendo de la isba y vuelve al poco rato con un cabo de vela.

Yefim tiene las mejillas sonrosadas, los ojos acuosos y una mirada especialmente penetrante, que parece atravesar la casa y el médico.

—¿Y bien? ¡Mira que ponerte enfermo! —dice el médico, inclinándose sobre él—. ¡Ah! ¿Hace tiempo que estás así?

—¿Qué? Ha llegado mi hora, excelencia… No saldré de ésta…

—Deja de decir tonterías… ¡Te curarás!

—Como usted diga, excelencia, se lo agradezco humildemente, pero me parece que… Cuando llega la muerte, no se puede hacer nada.

El médico examina a Yefim durante un cuarto de hora; luego se pone en pie y dice:

—No puedo hacer nada… Hay que llevarte al hospital, allí te operarán. Vete enseguida… ¡Vete sin falta! Es algo tarde y en el hospital todo el mundo duerme, pero no importa, te daré una nota. ¿Me oyes?

—¿Y cómo va a ir, padrecito? —pregunta Pelagueia—. No tenemos ningún caballo.

—No importa, se lo pediré a los señores y ellos os lo darán.

El médico se marcha, la vela se apaga y de nuevo se oye: “Bu-bu-bu…”. Al cabo de media hora llega un coche enviado por los señores para llevarlo al hospital. Yefim se prepara y se marcha…

Al poco rato nace una hermosa y despejada mañana de verano. Pelagueia no está en casa: ha ido al hospital para saber qué ha pasado con Yefim. Un niño llora en algún lugar y Varka oye que alguien canta con su propia voz:

—Duérmete, niño, al son de la nana…

Pelagueia regresa; se santigua y susurra:

—Esta noche le pusieron todo en su sitio, pero por la mañana ha entregado el alma a Dios… Que el Señor le conceda el Reino de los Cielos, descanse en paz… Dicen que era demasiado tarde… Habría que haberlo llevado antes…

Varka va al bosque para llorar, pero, de pronto, alguien la golpea en la nuca con tanta violencia que su frente choca con un abedul. Levanta la vista y ve delante de ella a su amo, el zapatero.

—¿Qué haces, sarnosa? —le dice—. ¡El niño está llorando y tú duermes!

Le tira con fuerza de la oreja; ella sacude la cabeza, mece la cuna y entona su canción. La mancha verde, las sombras del pantalón y los pañales se balancean, le hacen guiños y pronto vuelven a apoderarse de su cerebro. De nuevo vislumbra una carretera cubierta de barro líquido. Los hombres de las alforjas al hombro y las sombras se han tumbado y duermen profundamente. Al verlos, Varka siente unos deseos enormes de dormir; de buena gana se iría a la cama, pero su madre Pelagueia camina a su lado y le mete prisa. Ambas se dirigen a buen paso a la ciudad para buscar colocación.

—¡Una limosna, por el amor de Dios! —pide la madre a las personas que le salen al encuentro—. ¡Tengan compasión, buenas gentes!

—¡Dame al niño! —le responde una voz conocida—. ¡Dame al niño! —repite la misma voz, esta vez con enfado e irritación—. ¿Me oyes, miserable?

Varka pega un brinco, mira a su alrededor y comprende lo que sucede: no hay ninguna carretera, Pelagueia no está a su lado, no se cruzan con nadie; en medio de la habitación sólo está el ama, que ha venido a amamantar al pequeño. Mientras el ama, gruesa y de anchas espaldas, da el pecho y calma al niño, Varka, de pie, la mira y espera a que termine. Fuera, el aire se tiñe ya de azul, las sombras y la mancha verde del techo palidecen a ojos vistas. Pronto llegará la mañana.

—¡Toma! —dice el ama, abotonándose la camisa—. Está llorando. Seguro que le han echado mal de ojo.

Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y vuelve a mecerlo. La mancha verde y las sombras desaparecen poco a poco y ya nadie se desliza en su cabeza ni enturbia su cerebro. No obstante, tiene tantas ganas de dormir como antes, ¡unas ganas enormes! Varka apoya la cabeza en el borde de la cuna y se balancea con todo el cuerpo para vencer el sueño, pero los ojos se le cierran y a cada instante siente un peso mayor en la cabeza.

—¡Varka, enciende la estufa! —le grita el amo desde el otro lado de la puerta.

Eso significa que es hora de levantarse y ponerse a trabajar. Varka deja la cuna y va corriendo al cobertizo a por la leña. Se siente contenta. Cuando corre o camina, no tiene tantas ganas de dormir como cuando está sentada. Trae la leña, enciende la estufa y siente que los músculos rígidos de su cara se desentumecen y que sus ideas se aclaran.

—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.

Varka parte unas astillas, pero apenas ha tenido tiempo de encenderlas y ponerlas en el samovar cuando oye una nueva orden:

—¡Varka, limpia los chanclos del amo!

Se sienta en el suelo, limpia los chanclos y piensa en lo agradable que sería apoyar la cabeza en uno de ellos, grande y profundo, y echar una cabezadita… De pronto, el chanclo crece, se hincha y ocupa toda la habitación; Varka suelta el cepillo, pero enseguida sacude la cabeza, abre mucho los ojos y trata de mirar las cosas de manera que no crezcan ni se muevan delante de ella.

—¡Varka, friega la escalera; está tan sucia que da vergüenza cuando viene algún cliente.

Varka friega la escalera, limpia las habitaciones, luego enciende la otra estufa y va corriendo a la tienda. Tiene tanto trabajo que no le queda ni un solo minuto libre.

Pero nada le cansa tanto como estar de pie en un mismo sitio, ante la mesa de la cocina, pelando patatas. La cabeza se inclina sobre la mesa, la patata gira ante sus ojos, el cuchillo se le escapa de las manos, mientras a su alrededor la gruesa y colérica ama, arremangada, va de un lado para otro, hablando tan alto que los oídos le zumban. También le causa mucha fatiga servir la mesa, lavar la ropa, coser. Hay momentos en que siente ganas de tumbarse en el suelo y dormir, sin reparar en nada.

El día pasa. Al ver cómo las ventanas se oscurecen, Varka se aprieta las sienes entumecidas y sonríe sin saber por qué. La neblina de la tarde le acaricia los ojos semicerrados, prometiéndole un sueño próximo y reparador. Por la noche llegan invitados.

—¡Varka, prepara el samovar! —grita el ama.

El samovar de los amos es pequeño, de manera que hay que calentarlo cuatro o cinco veces antes de que los invitados se sacien. Después del té, Varka pasa una hora entera en el mismo sitio, mirando a los invitados y esperando órdenes.

—¡Varka, vete a comprar tres botellas de cerveza!

Ella sale a toda prisa y corre con todas sus fuerzas para ahuyentar el sueño.

—¡Varka, vete por vodka! Varka, ¿en dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia los arenques!

Por fin los invitados se marchan; las luces se apagan y los amos se van a dormir.

—¡Varka, acuna al niño! —oye aún una última orden.

El grillo canta en la estufa; la mancha verde del techo y las sombras del pantalón y los pañales vuelven a deslizarse por los ojos entornados de Varka, haciéndole guiños y enturbiando su cabeza.

—Duérmete, niño —canturrea Varka—, al son de la nana…

El niño chilla hasta no poder más. Varka vuelve a ver una carretera embarrada, hombres con alforjas; reconoce a Pelagueia y a su padre Yefim. Lo entiende todo, reconoce a todo el mundo; sólo una cosa le resulta incomprensible en medio de ese duermevela: la fuerza que le sujeta los brazos y las piernas, la oprime y le impide vivir. Mira a su alrededor, la busca para librarse de ella, pero no la encuentra. Por último, extenuada, haciendo acopio de todas sus energías y aguzando la vista, contempla la mancha verde y parpadeante y, prestando oídos al grito, descubre al enemigo que le impide vivir.

Su enemigo es el niño.

Se ríe. Se sorprende: ¿cómo es posible que no se haya dado cuenta antes de algo tan evidente? La mancha verde, las sombras y el grillo también parecen reír y sorprenderse.

Varka se deja ganar por una alucinación. Se levanta del taburete y, con una amplia sonrisa, sin parpadear, pasea por la habitación. La idea de que en ese mismo instante va a librarse del niño que le inmoviliza los brazos y las piernas, le causa un agradable cosquilleo… Matar al niño y luego dormir, dormir, dormir…

Riendo, haciendo guiños y amenazando a la mancha verde con el dedo, Varka se acerca con sigilo a la cuna y se inclina sobre el niño. Nada más estrangularlo, se tumba en el suelo, riendo de alegría ante la perspectiva del sueño; al cabo de un minuto duerme ya profundamente, como una muerta…

 


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