Hermann Hesse
LA EJECUCIÓN
En su peregrinación, el maestro y algunos de sus discípulos
bajaron de la montaña al llano y se encaminaron hacia las murallas de la gran
ciudad. Ante la puerta se había congregado una gran muchedumbre. Cuando se
hallaron más cerca vieron un cadalso levantado y los verdugos ocupados en
llevar a rastras hacia el tajo a un individuo ya muy debilitado por el calabozo
y los tormentos. La plebe se agolpaba alrededor del espectáculo. Hacían mofa del
reo y le escupían, movían bulla y esperaban con impaciencia la decapitación.
—¿Quién será y qué delitos habrá perpetrado —se preguntaban
unos a otros los discípulos— para que la multitud desee su muerte con tanto
afán? Aquí no se ve a nadie que manifieste compasión ni que llore.
—Supongo que será un hereje —dijo el maestro con tristeza.
Siguieron acercándose, y cuando se vieron confundidos con el
gentío los discípulos preguntaron a izquierda y derecha quién era y qué
crímenes había cometido el que en aquellos momentos se arrodillaba frente al
tajo.
—Es un hereje —decía la gente muy indignada—. ¡Hola! ¡Ahora
inclina su cabeza condenada! ¡Acabemos de una vez! En verdad ese perro quiso
enseñarnos que la ciudad del Paraíso tiene sólo dos puertas, ¡cuando a todos
nosotros nos consta perfectamente que las puertas son doce!
Asombrados, los discípulos se reunieron alrededor del
maestro y le preguntaron:
—¿Cómo lo adivinaste, maestro?
Él sonrió y, mientras echaba de nuevo a andar, dijo en voz
baja:
—No ha sido difícil. Si fuese un asesino, o un bandolero o
cualquier otra especie de criminal, habríamos visto entre las gentes del pueblo
pena y compasión. Muchos llorarían y algunos hasta pondrían el grito en el
cielo proclamando su inocencia. Al que tiene una creencia diferente, en cambio,
se le puede sacrificar y echar su cadáver a los perros sin que el pueblo se
inmute.
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