Jorge Luis Borges
LA ESPERA
El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del
Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación
los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes
casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la
pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera
de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invernáculos. El hombre
pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como
las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera,
invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en
letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que
habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con
gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire
distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le
devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde
esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el
acto sintió: "Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden
de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver
que me importa esa equivocación".
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer
patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama
era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando
ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un
estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su
palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la
provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era
carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única
puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar
cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo
se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una
humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba,
porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error
literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas
semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo
que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se
levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del
hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes
que también lo eran de su vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea
de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente
trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que
se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a
sí mismo como un personaje del arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero
leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba
a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la
enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían
enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un
día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea
al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la
tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta,
porque no tenía término, salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de
la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera
muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque
no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era
absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo
que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor
sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y
el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar,
no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo
de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó
con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le
quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero
presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que
las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el
tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga,
algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más
complejo que el perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga
de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos
minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un
coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le
arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que
otras personas. Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo
empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el
insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una
disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer
de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo,
cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con
el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un
sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de
comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó
inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera
condenado al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca
de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a
alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una
glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres
soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y
Villari entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del
cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había
empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al
fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y
es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los
hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en
otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente
desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en
la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en
los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes,
bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara Alejandro Villari y
un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que
esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo
para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro
sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o —y
esto es quizá lo más verosímil— para que los asesinos fueran un sueño, como ya
lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.
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