POLILLA
Gonzalo Drago
Pequeño, delgado, pálido y pecoso, "Polilla" moría
lentamente, encorvado sobre su escritorio cubierto de papeles.
Conversaba muy
poco, como si le costara trabajo hacer salir las palabras de su garganta. Su
conjunto era insignificante. Pero toda la miseria y vulgaridad exterior
desaparecía en su mirada serena y perspicaz, en sus ojos escrutadores abiertos
como dos ventanillos limpios para observar la vida que lo circundaba.
Ocupado en la sección Bienestar del mineral, veía desfilar
frente al mesón gastado por el roce, toda la muchedumbre de hombres, mujeres y
niños que se dirigían a los campamentos. "Polilla" iba de allá para
acá con los papeles en la mano, sonriente, insignificante, doliéndose
íntimamente de la miseria de los que iban al mineral a desempeñar las más duras
faenas con la esperanza de que más tarde podrían cambiar de situación. Los veía
llegar nerviosos, anhelantes y firmar el contrato con caracteres inverosímiles
y casi indescifrables, sin imponerse de su contenido. Muchachos imberbes que
subían por primera vez, hombres maduros que habían jurado no volver más a la
mina, llegaban ante él con la mirada dura y el gesto cansado, contestando
altaneros a las preguntas del amanuense, como si fuera curable de la dureza de
sus vidas.
Una mañana lo llamó su jefe. Roja la cara por las continuas
libaciones, Mr. Barry estaba sentado en un amplio sillón con la pipa humeante
entre los dientes.
—Buenos días, señor —murmuró "Polilla" con
suavidad.
—Morning —masculló el jefe con tono duro y sin mirarlo. Aquí
tiene su nuevo contrato. Le he conseguido un aumento.
"Polilla" cogió el formulario y empezó a leer con
avidez. Después de cinco años de trabajo, esforzándose en desempeñarse como un
empleado correcto, lograba dos pesos de aumento al día. Un inmenso desaliento
se apoderó del muchacho. Quiso protestar y gritar con todas sus fuerzas que
aquello era abominable, una injusticia irritante y una burla despreciable, pero
sus palabras se deshicieron en su garganta ante la inutilidad de su rebeldía.
Su cólera no salió al exterior. Andaba dentro de sus venas. Un sollozo amargo
le bailaba en los ojos y sólo pudo pronunciar un "Thank you" apenas
perceptible.
"Polilla" continuó trabajando en silencio entre
las burlas de sus compañeros que lo felicitaban con ruda ironía por el aumento
logrado.
—Luego te pondrán en dollars —graznó uno socarronamente
dándole palmaditas en la espalda. "Polilla" permanecía mudo. Pálido.
Tembloroso. Sus compañeros lo advirtieron y con gestos de inteligencia
suspendieron sus chirigotas. Pero el escribiente notaba que lo observaban en
silencio y muchas veces sorprendió las sonrisas que se cruzaban de un extremo a
otro de la oficina como mudos mensajes de regocijada comprensión. Se sintió
molesto y en su interior mordía las palabras ácidas que pugnaban por salir. Lo
mortificaba una idea fija, y entonces, para serenarse, empezó a escribir a
máquina rabiosamente.
El pito de la maestranza hendió el aire con su dardo sonoro,
indicando que la jornada de la mañana había terminado. De todas las secciones
empezaron a brotar hombres sucios, tiznados, al lado de hombres pulcros que
despreciaban a sus camaradas de más humilde condición. Caminaban silenciosos y
apresurados, pensando en la cena humeante que los esperaba en sus hogares. La
mayoría tenía aspiraciones simples y materiales: tener un plato seguro de
comida, cobrar los sábados en la tarde y el lunes empezar la tarea rutinaria
sin estímulos ajenos ni propias iniciativas, y algunas veces con el aliento
malo y la cabeza torpe por el alcohol ingerido. Sólo se escuchaba el rumor de
las pisadas y el resoplar fatigado de una pequeña locomotora retrasada que
hacía cambios en la línea para ir a guarecerse bajo el amplio galpón de
calamina, semejante a una enorme gallina metálica, después de
haber arrastrado desde la altura hasta la tierra baja, media docena de vagones
cargados con barras de cobre para la exportación.
calamina: aleación de cinc,
plomo y estaño.
"Polilla" salió entre los últimos. Lo acompañaba
Riquelme, un amigo de la infancia. Marchaban sin apresurarse por la calle
desierta, mientras conversaban con gestos de desaliento.
—¿Qué piensas hacer? preguntó Riquelme.
—Nada —respondió el interrogado mirando con insistencia
hacia el suelo.
—¿Por qué no reclamas?
—¿Para perder tiempo? Tengo que soportar esto y mucho más.
¿Quién atendería a mí madre si me "cortaran"? ¿La atenderías tú
acaso? Ella, la pobre, no sabe nada. La engaño para que no sufra. Siempre me
dice por qué no salgo a pasear con mis amigos, que vaya al teatro... No puedo
decirle que es por falta de dinero. Sería darle una pena más en su miseria.
—Es cierto. Estamos perdidos irremediablemente. El que se
rebela, va a la calle. El que se resigna, se pudre en un mismo puesto con cinco
pesos anuales de aumento sobre su sueldo. Ese es el dilema.
—¿Qué crees que podemos hacer?
—¿Nosotros? Nada. Aisladamente, estamos condenados a ser
juguetes despreciables, máquinas humanas de calcular menos afortunadas que las
mecánicas.
—Es cierto. No somos más que eso... únicamente eso...
máquinas humanas de calcular.
—Tal vez nosotros mismos somos culpables de que se nos
desprecie. Somos tan serviles. ¿Has visto los gestos temerosos de Estuardo o de
Juárez cuando los llama Mr. Barry? ¿O la actitud sucia y rastrera de ese otro
mentecato que se cree periodista y no es más que un oportunista sin talento? La
mayoría somos iguales.
—Es cierto. La mayoría somos iguales.
—¿Qué le has respondido a tu jefe después que te notificó el
aumento de sueldo?
—Nada. No le respondí nada. Ah, sí, ahora recuerdo. Le di
las gracias.
—¡Ja, ja! rió Riquelme con rabia sorda. ¿De manera que le
has dado las gracias, imbécil, en vez de rebelarte ante la injusticia y la
humillación de elevar tu sueldo en dos pesos más al día después de cinco años
de labor? ¿No sabes acaso que el gringo Barry gana cerca de cuatro mil pesos
mensuales para que supervigile el trabajo de los nativos? ¿No lo sabes idiota?
—Sí, lo sé todo. Pero ¿no te he dicho que no puedo rebelarme
por no perder mi colocación? ¿Crees que si fuera un hombre solo habría
soportado durante tanto tiempo la asquerosa presencia de Mr. Barry? El idiota
eres tú que no sabes apreciar las situaciones personales. Además ¿te has
rebelado alguna vez contra tus jefes para conseguir un aumento de salario? Di
¿te has rebelado alguna vez?
—Claro, majadero. No sólo una vez. ¿Crees entonces que en
mis cuarenta años de vida he trabajado solamente en Braden, Copper Company? El
mundo es muy grande. He sido expulsado de varias empresas porque me he sabido
valorizar a mí mismo. Es cierto que soy soltero y que a nadie hago falta. En
cambio tú... y tantos otros. Tienes razón, "Polilla". He sido injusto
contigo, lo reconozco. ¿Hay algo mejor que reconocer los errores a tiempo?
Tienes una madre y eso te justifica y ennoblece. Te sacrificas por ella. En
cambio hay tantos...
"Polilla" continuó en silencio, rumiando sus
pensamientos. Las palabras ácidas y crueles de su amigo no hacían sino
exacerbar sus rebeliones oprimidas durante largo tiempo. Sentía un sordo rencor
contra su jefe y mentalmente repetía las frases violentas que le espetaría
cuando llegara la ocasión.
—El mundo es una porquería —continuó Riquelme monologando
con acento amargo. Sí, "Polilla". Te lo digo yo que he recorrido el
país de norte a sur y que conozco diversas actividades. Los de arriba ganan
sueldos fabulosos, gozan de dividendos, especulan y roban, formando una
verdadera logia para apoyarse mutuamente. ¿Qué les importa a ellos el hambre y
la miseria de los de abajo? ¿Crees que le interesa a Mr. Barry saber que tienes
tu madre enferma y que debes sostener el hogar con tu mísero sueldo? No. A él
ni a ninguno de los jefes les interesa saber que "Polilla" tiene una
madre vieja y paralítica que agoniza lentamente por falta de medicinas.
—Es cierto— asintió "Polilla" con amargura.
Después de meditar algunos segundos emitió la continuación de su pensamiento.
—¿Crees que en otra parte podría ganar más dinero?
—No, ganarás menos, pero al comienzo solamente y puedes
estar seguro de tener un porvenir más ancho. Aquí te estás pudriendo,
"Polilla". Lo siento por ti, porque eres un buen muchacho aunque seas
pusilánime y manso como una oveja.
A Riquelme le gustaba herir la susceptibilidad ajena y poner
el dedo en la llaga de sus camaradas en forma violenta y casi grosera por su
franqueza excesiva, para formar conciencia del propio valer, estimular la
propia estimación y formar "individualidades", como él se complacía
en confesar cuando estaba de buen humor. Su palabra era como un latigazo para
estimular a los retardados, para herir a los cobardes y fustigar a los
elementos patronales. Era enemigo abierto y decidido de los delatores que
buscaban la compañía de los jefes para ponerlos al corriente de las actividades
sindicales de los empleados, que no habían logrado organizarse. Por eso, se
había hecho odiar de los zaheridos. Pero él era demasiado grande para flaquear
en sus designios, convencido de que el hombre se valoriza a sí mismo con su
conducta vertical.
—Tengo una lista —le confesó a "Polilla"— de los
empleados que tienen bisagras en la espina dorsal.
—¿Para qué la necesitas?
—Individualmente no me interesan. Es nada más que un dato
estadístico sin otra finalidad que formarme una opinión personal de este
aspecto colectivo, del que deduzco un signo seguro de pobreza mental. ¿Quiénes
tienen la culpa de esta anomalía que se destaca visiblemente en las masas de
empleados? ¿Eres culpable tú, yo, los gobernantes, los maestros? Creo que la
única culpable es la raza. No te alarmes ni trates de agujerearme el discurso.
Eso está bueno para las asambleas políticas o sindicales. Bueno. Te repito que
creo que nuestra raza, nuestra formación étnica, es la única causante de nuestro
comportamiento. No debemos olvidar que llevamos al indio escondido debajo del
chaleco y disfrazado con apellidos españoles o extranjeros. Somos un producto
híbrido, incompleto, poco evolucionado que se siente subyugado ante cualquier
hombre de una raza extranjera. Aun no nos podemos emancipar del complejo de
inferioridad racial que envenenó la sangre de nuestros antepasados durante más
de 300 años. ¿No lo has palpado a tu alrededor, o mejor, no has constatado esto
tú mismo cuando estás frente a Mr. Barry, que te desprecia con toda su alma
alcoholizada? Contesta ¿no lo has constatado personalmente?
—Creo que estás en lo cierto. De manera que yo debo figurar
en tu lista de los hombres bisagras.
—Ya lo creo. Debías haberlo sospechado desde el principio.
Es el lugar que te corresponde dentro de mi concepto de la comunidad.
Al llegar a una esquina ambos se separaron. Riquelme se
dirigió hacia el centro de la ciudad y "Polilla" hacia el arrabal
maloliente de donde procedía.
. . .
Los días transcurrían con monotonía aplastante.
"Polilla" seguía encorvado sobre el escritorio lleno de papeles,
atendiendo diligente a los nuevos contratados o a los que se dirigían a alguno
de los campamentos del mineral. Evitaba en lo posible encontrarse con Mr.
Barry. El jefe, ancho de espaldas, alto y recio, tenía la apariencia de un
atleta. A su lado los nativos se veían insignificantes. Bajos y magros, sentían
la superioridad física de aquel hombre hijo de una raza fuerte, que los miraba
con infinito desprecio. Algunos le temían. Más de una vez, excitado por el
whisky ingerido, había apartado brutalmente de su camino a un empleado que le
interceptaba el paso. Tenía crisis nerviosas que lo hacían insoportable.
Entonces nadie se atrevía a hablarle. La oficina permanecía silenciosa y para
aludirlo se comprendían con gestos significativos. En esas ocasiones se
empeñaba en hablar inglés y se irritaba hasta el paroxismo cuando alguien no le
comprendía el endiablado "slang" que mascullaba. Aquella mañana
sufría una de sus crisis. Todos permanecían silenciosos, doblados sobre sus
mesas de trabajo. En la oficina contigua se sentían las sonoras pisadas del
jefe. "Polilla", aspirando el humo de su cigarrillo barato, meditaba
en su situación comparándola con la de aquel hombre que dilapidaba el dinero en
las cantinas, prostíbulos y casas de juego. Pensaba con desaliento en el violín
que se valorizaba en la vitrina de un comerciante judío, esperando que lo fuera
a rescatar. ¿Cuándo juntaría el dinero necesario? Nunca. Pasarían los años,
llegaría la vejez con su temblor sigiloso de manos inutilizadas y su sueldo
miserable se elevaría sólo un poco más. Esas reflexiones íntimas lo
exasperaban. Y había muchos como él. La vida es dolorosa para los pobres. Y
seguía escribiendo tenazmente. Luego alzó la cabeza y habló por la ventanilla
con el mismo tono emitido durante cinco años consecutivos.
—Los que van a la mina.
Diez hombres se acercaron. El más robusto ocupó el hueco de
la ventanilla alargando el cuello hasta hacer sentir su hálito caliente y
nauseabundo en la cara de "Polilla". El rincón estaba saturado de una
extraña mezcla de olores a tabaco fuerte, cuerpos sucios y vino ordinario.
Empujándose unos a otros como rebaño fustigado, los mineros iban tomando
colocación frente a la ventanilla para contestar las preguntas del escribiente.
El último hombre se acercó indeciso, esperando ser interrogado.
—¿Su nombre?
—Nolasco Huerta.
—¿Edad?
—Dieciocho años.
—¿Estado civil?
—Soltero, señor.
—¿Nacionalidad?
—Cubano.
"Polilla" levantó la cabeza y lo examinó un
momento con sus ojillos escrutadores. El contratado para alistador en la mina
era un muchacho blanco, pálido e imberbe.
—¿Ha trabajado antes en la mina?
—No, señor.
—¿Sabe cuál es el trabajo que va a desempeñar!
—Me han dicho que es para chequear carros de mineral. Dicen
que es un trabajo sencillo.
Chequear carros. En realidad es un trabajo sencillo, pero
depende dónde se haga y entre qué clase de gente. El alistador debe sepultarse
ocho horas diarias en las profundidades de la mina, fiscalizando en las
galerías a los carreros que van vaciando el mineral en las bocas de las
"buitras" insaciables como bolsas de avaros. La mayoría son gente rústica
y altiva que siente placer en mofarse de los recién llegados. Nadie lo secunda
en su tarea. El que entra por primera vez a los túneles se siente sobrecogido y
desorientado ante ese mundo nuevo, sombrío y sórdido, que lo acoge tercamente.
"Polilla" miró con compasión al nuevo contratado y a pesar
de estar habituado a las miserias que desfilaban frente a su
ventanilla, con un interminable cortejo de quejas y blasfemias, le explicó al
muchacho su situación.
buitras: pozo de
aproximadamente un metro de diámetro y varios cientos de longitud, por el que
bajan los minerales desde las galerías, en el interior del cerro, hacia el
valle.
—Trate de pedir su transferencia a cualquier departamento.
El trabajo que va a desempeñar no le conviene. Además...
Una voz agria y destemplada resonó a sus espaldas.
—¿Le pagan para que de consejos o para que trabaje en la
oficina? aullaba Mr. Barry, rojo por la excitación, impregnando la sala de un
fuerte olor a alcohol. Después masculló algunas frases despreciativas e
hirientes, vomitadas por su injustificado rencor a una raza subalterna pero no
culpable.
Entonces sucedió algo insólito. "Polilla", pálido
de ira, se apartó con un salto felino de su asiento y se lanzó sobre la enorme
mesa del jefe. Sus manos flacas, descarnadas, golpeaban con desesperación la
roja cara de Mr. Barry que cogido de sorpresa no atinaba a defenderse de
aquella violenta lluvia de golpes. El muchacho flaco, insignificante, atacaba
furioso como un perro salvaje. Pero aquello no podía durar. Repuesto de su
sorpresa, Mr. Barry lo atenazó con sus manazas, y así cogido para que no se
escapara, empezó a golpearlo fríamente en el rostro, que pronto fue sólo un
pedazo de carne roja y machucada que salpicaba los formularios con su lluvia
escarlata. Los empleados miraban la escena en temeroso silencio. Con los
nervios en tensión, ninguno hacía ademán de defender al insignificante
"Polilla", hasta que, rendido Mr. Barry por el esfuerzo hecho, soltó
a su presa exánime que se dobló en una silla con la cabeza fláccida y un rictus
amargo en la boca derrotada y sangrante, como un mudo grito de redención.