domingo, 25 de agosto de 2013

LA MANCHA - José Félix





LA MANCHA

José Félix


Buenas noches… 

Todo esto que les voy a narrar debió pasar por los años 80.

Yo era como un pipiolo emocional y poco ducho para manejarme en aquel ambiente de profesionales que tan bien sabían hacer dinero. 

El caso es que me había quedado colgado, sin trabajo y sin saber qué quería hacer. 

Había tomado la decisión de que no estaba dispuesto a dedicarle más tiempo al teatro, y que, por mucho que me gustara, aquello no estaba para mí. 

El teatro me hacía sufrir y, la verdad, no era buen actor. 

No quería saber nada de la carrera que había estudiado; era una carrera inútil. 

Primero pensé en hacerme carpintero. 

Hasta fui a un taller para ver cómo trabajaban, pero las máquinas cortando me daban pavor. 

El hermano del dueño me enseñaba su mano derecha y le faltaban dos dedos, y seguía acercándose a la sierra, con esos dientes que no sabían distinguir lo que era madera o carne. 

Un horror y qué ruído.

Pensé poner un comercio al lado de un hospital, que tuviera artículos de consumo para la casa: bombillas, pilas…; a las pilas si les veía salida. 

Ya saben, la radio…, tantas horas acompañando al enfermo. 

Pero para qué querría una bombilla el familiar de un enfermo hospitalizado. 

Descartado.

Luego, pasé, a la idea de poner un bar de copas con música de jazz.

Ya ven la consistencia de mis proyectos en mi nueva situación.

Bueno, todo esto duró hasta que un alma generosa y caritativa, mi padrino, me ofreció entrar en un despacho de arquitectos para realizar gestiones de coordinación y representación. 

¿Y qué era aquello? 

Mi padrino tampoco lo sabía, aunque simulaba que sí. 

Unas generalidades… 

Todo mentiras. 

Lo cierto, es que me quería tanto y sentía tanta preocupación al verme tan perdido, que se inventó ese puesto para mí, y sus colegas se vieron obligados a captarlo.

Ropa nueva, y cara. 

Aún conservo una cazadora acolchada tan suave y frágil como la piel.

Lo primero, fue aprender a aparentar lo que no era. 

Porque qué hacía un tipo como yo, que había estudiado historia, en un estudio de arquitectura. 

Qué hacía yo con una moto BMW de 500 que pensé comprarme, si el coche que tenía era un Seat 850 de segunda mano con doce años repintado de amarillo. 

Menos mal que suspendí el examen de moto, porque me aterran. 

Si había dejado el teatro por mal actor, qué actor era yo para representar ese papel. 

Pero seguí adelante.

Y allí estaba el proyecto, puerta para futuros negocios. Íbamos a ser pioneros. 

Mataderos. 

Muchos nuevos mataderos, que por entonces se mataba muy mal y había que matar en el país con más refinamiento e higiene. 

Se iban a orientar hacía La Meca para poder exportar a los países árabes. 

Corderos, nada de cerdos, claro. 

Pero aquí, nadie sabía de mataderos industriales… 

Así que aparecen los sudafricanos, que ellos sí que mataban bien. 

Tenían modelos de todos los tamaños. 

Uno de ellos, el que intentaban colarnos como fuera, que si se llegaba a construir, acababa con la cabaña de la región en tres años. 

Eran unos tipos increíbles. 

Eran dos. 

Uno enjuto, taciturno, el técnico; un sudafricano auténtico. 

El otro, un tiburón uruguayo afincado en Sudáfrica, hacía de vendedor, tratante, charlatán, traductor –allí ninguno hablábamos inglés—, trincón y, en las horas libres, ejercía de putañero aficionado al whisky.

Yo, un pardillo, asistía a reuniones con alcaldes, directores generales, responsables de cajas de ahorros ajenos, sesiones de trabajos y comidas; muchas comidas. 

Qué bien comía por aquel entonces. 

Lo que mejor recuerdo me dejó. 

Eso y …,¡el sueldo!

Hubo una comida que recuerdo especialmente. 

Era una cena donde celebrábamos que el primer proyecto se había concretado. 

Había cliente en firme, financiación, todo.
Los protocolos firmados. 

Los sudafricanos tan contentos porque ya habían trincado la pasta del anteproyecto, y se marchaban al día siguiente.

La cena en un restaurante discreto, sin estridencias pero reconocido por la calidad y la sencillez de sus platos, con buena materia prima. 

No éramos muchos. 

Dos mesas con parejas jóvenes, otra con un matrimonio mayor, una reunión media como la nuestra, sólo de hombres y aquel hombre solo, en un lugar discreto del comedor, cenando solo. 

Todo comenzó cuando…


Una gota del aceite de la ensalada le manchó la camisa.

El hombre paró de comer y trató de limpiarla, pero en lugar de desaparecer, la mancha comenzó a extenderse por su pecho. 

Un poco nervioso llamó al camarero. 

Y éste trajo enseguida polvos de talco, que fueron engullidos de inmediato por la mancha que ya le llegaba al vientre.

Se levantó frenético, frotándose con una servilleta y consiguiendo sólo que la mancha se extendiese por su espalda. 

Luego trastabilló, tropezó con la mesa y tiró su contenido.

Los platos y la comida se fueron al suelo entre el estruendo de la vajilla.

El pobre hombre resbaló con los restos de la ensalada y quedó boca arriba, aturdido, mientras la mancha crecía por todo su cuerpo y teñía su cuello de un tono verdoso. 

Se llevó las manos a la garganta cuando notó que le faltaba el aire. 

Su cara comenzó a ponerse morada y los ojos se le salieron de las órbitas. 

Se retorció un par de veces y una espuma aceitosa surgió de sus labios resecos. 

Enseguida dejó de moverse, y su cadáver quedó en el suelo rodeado de restos de comida.

Inmediatamente un ejército de camareros apareció para recogerlo todo. 

En un instante el salón estaba limpio y el resto de comensales pudo continuar tranquilamente la comida.

Así ocurrió todo. 

Y en los días siguientes, aquella tragedia, no tuvo ni una escueta reseña en las páginas de sucesos de la prensa local. 

Pero aquella mancha, como una metáfora, se extendió sobre la vida de nosotros… 

De los sudafricanos y los mataderos, nunca más se supo. 

Uno de los arquitectos, a los dos meses, ya estaba en la polinesia buscándose la vida construyendo fares: esas casas que son típicas de allí…, hechas con madera y tejados de cocoteros… 

Me contaron que el único aceite que soporta es el de coco…, y que se acomodó con una espectacular nativa. 

No ha vuelto.

El otro arquitecto, al tiempo, se hizo partidario de un grupo radical verde y se fue a vivir a las montañas del Atlas, donde me cuentan que vive del cultivo del hachís ecológico. 

Una variedad que no conozco.

Y de mí, ¿qué les cuento? 

La mancha ahogó el papel de yupi inconsistente que estaba interpretando y me transformó en un simple funcionario…

 


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