DESEO Y POSESIÓN
Alexandre Dumas, padre
Las charadas ya no están de moda. ¡Qué tiempos tan buenos
para los poetas eran aquellos en que Le Mercure proponía cada mes, cada quince
días y, al final, cada semana una charada, un enigma o un logogrifo a sus
lectores!
Pues bien, voy a revivir esa moda.
Dígame pues, querido lector o hermosa lectora —las charadas
están hechas, sobre todo, para la mente perspicaz de las lectoras—, dígame de
qué lengua proviene la alegoría siguiente.
¿Es sánscrito, egipcio, chino, fenicio, griego, etrusco,
rumano, galo, godo, árabe, italiano, inglés, alemán, español, francés o vasco?
¿Se remonta a la Antigüedad, y está firmada por Anacreonte?
¿Es gótica, y está firmada por Carlos de Orleáns? ¿Es moderna, y está firmada
por Goethe, Thomas Moore o Lamartine? ¿O no será, más bien, de Saadi, el poeta
de las perlas, rosas y ruiseñores? ¿O bien...?
Pero no soy yo quien lo ha de adivinar, es usted.
Así que, querido lector, adivine.
He aquí la alegoría en cuestión.
Una mariposa reunía en sus alas de ópalo la más dulce
armonía de colores: blanco, rosa y azul.
Como un rayo de sol iba revoloteando de flor en flor, y,
cual flor voladora, subía y bajaba, jugando por encima de la verde pradera.
Un niño que intentaba dar sus primeros pasos por el césped
tornasolado la vio y, de repente, se sintió invadido por el deseo de atrapar
aquel insecto de vivos colores.
Pero la mariposa estaba acostumbrada a este tipo de deseos.
Había visto cómo generaciones enteras se quedaban sin fuerzas persiguiéndola.
Revoloteó delante del niño y fue a posarse a dos pasos de él; y, cuando el
niño, ralentizando sus pasos y conteniendo la respiración, extendía la mano
para agarrarla, la mariposa alzaba el vuelo y recomenzaba su viaje desigual y
deslumbrante.
El niño no se cansaba; el niño lo intentaba una y otra vez.
Tras cada tentativa abortada, el deseo de poseerla, en vez
de apagarse, crecía en su corazón, y, con paso cada vez más rápido, con la
mirada cada vez más ardiente, el niño salía corriendo detrás de la linda
mariposa.
El pobre niño había corrido sin mirar atrás; de manera que,
cuando hubo corrido un buen rato, ya estaba muy lejos de su madre.
Del valle fresco y florido, la mariposa pasó a una llanura
árida y poblada de zarzas.
El niño la siguió hasta esa llanura.
Y, aunque la distancia ya era larga y la carrera rápida, el
niño, que no se sentía cansado, no paraba de perseguir a la mariposa, que se
posaba cada diez pasos, en un matorral, en un arbusto o en una sencilla flor
silvestre y sin nombre, y siempre alzaba el vuelo en el momento en que el
muchacho creía tenerla ya.
Porque, mientras la perseguía, el niño se había transformado
en muchacho.
Y, con el invencible deseo de la juventud, y con su
indefinible necesidad de posesión, no dejaba de perseguir al brillante
espejismo.
Y, de vez en cuando, la mariposa se detenía como para
burlarse del muchacho, introducía voluptuosamente su trompa en el cáliz de las
flores y batía amorosamente las alas.
Pero, en el momento en que el muchacho se aproximaba,
jadeando de esperanza, la mariposa se abandonaba a la brisa, y la brisa se la
llevaba, ligera como un perfume
Y así pasaron, en esa persecución insensata, minutos y más
minutos, horas y más horas, días y más días, años y más años, y el insecto y el
hombre llegaron a la cima de una montaña que no era otra cosa que el punto
culminante de la vida.
Persiguiendo a la mariposa, el adolescente se había hecho
hombre.
Allí, el hombre se detuvo un instante para considerar si
sería mejor volver atrás, pues la vertiente de la montaña que le quedaba por
bajar le parecía muy árida.
Abajo, en la falda de la montaña, al contrario del otro lado
donde, en encantadores parterres, ricos vergeles y verdes parques, crecían
flores perfumadas, plantas raras y árboles cargados de fruta; en la falda de la
montaña, decíamos, se extendía un gran espacio cuadrado cercado por muros, al
cual se entraba por una puerta abierta ininterrumpidamente, y donde no crecían
más que piedras, unas tendidas en el suelo, las otras erguidas.
Pero la mariposa se puso a revolotear, más deslumbrante que
nunca, ante los ojos del hombre, y tomó la dirección del recinto cerrado,
siguiendo la pendiente de la montaña.
Y, ¡cosa extraña!, aunque aquella carrera tan larga tenía
que haber fatigado al viejo, porque, por su pelo canoso, se podía reconocer
como tal al insensato corredor, su paso, a medida que avanzaba, se hacía más
rápido; solo se podía explicar por el declive de la montaña.
Y la mariposa se mantenía siempre a la misma distancia; sólo
que, como las flores habían desaparecido, el insecto se posaba en cardos
espinosos, o en desnudas ramas de árboles.
El viejo, jadeando, no paraba de perseguirla.
Al final, la mariposa pasó por encima de los muros del
triste recinto, y el viejo la siguió, entrando por la puerta.
Pero apenas había dado unos pasos cuando, mirando a la
mariposa, que parecía fundirse en la atmósfera grisácea, chocó con una piedra y
cayó.
Tres veces intentó levantarse, y tres veces volvió a caer.
Y, no pudiendo correr ya más detrás de su quimera, se
contentó con tenderle los brazos.
Entonces la mariposa pareció apiadarse de él y, aunque había
perdido sus colores más vivos, se puso a revolotear por encima de su cabeza.
Tal vez no eran las alas del insecto las que habían perdido
sus vivos colores; tal vez eran los ojos del viejo los que se habían
debilitado.
Los círculos descritos por la mariposa se fueron haciendo
más y más estrechos, y al final se fue a posar sobre la pálida frente del
moribundo.
En un último esfuerzo, este levantó el brazo, y con la mano
tocó, por fin, la punta de las alas de aquella mariposa, objeto de tantos
deseos y tantas fatigas; pero, ¡qué desilusión!, se dio cuenta de que aquello
que había estado persiguiendo no era una mariposa, sino un rayo de sol.
Y su brazo cayó frío y sin fuerzas, y su último suspiro hizo
estremecer la atmósfera que pesaba sobre aquel camposanto...
Y, pese a todo, poeta, persigue, persigue tu desenfrenado
deseo de ideal; procura alcanzar, atravesando infinitos dolores, ese fantasma
de mil colores que huye incesantemente delante de ti, aunque se te rompa el
corazón, aunque se te apague la vida, aunque exhales el último suspiro en el momento
en que lo roces con la mano.
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