Horacio
Silvestre Quiroga Forteza nació en
Salto,
Uruguay en 1878, falleció en Buenos
Aires, Argentina en 1937.
Fue
y será un considerado como un maestro entre los cuentistas latinoamericanos.
Sus
relatos en general son breves, que a menudo retratan a la naturaleza como
enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos.
La
vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los
suicidios.
En
1902 la fatalidad comienza a visitarlo: mata accidentalmente a un amigo, el
escritor Federico Ferrando.
En
1909 se casa con Ana María Cirés y se van a vivir a San Ignacio.
Las
desgracias se siguen sucediendo en su vida: en 1915 su esposa se suicida.
Aunque
ni eso ni la mala fortuna le impiden seguir desarrollando plenamente su talento
literario.
En
1927 se casa con María Bravo y se trasladan a Misiones un años después, aunque
en 1936 esta mujer lo deja y regresa a Buenos Aires.
Finalmente,
sabiéndose víctima de un cáncer gástrico Quiroga se suicida bebiendo un vaso con
cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años
de edad en 1937.
El cuento “El Solitario” lo extraje del libro “Cuentos de amor, locura y muerte”, editado
en 1954.
El
SOLITARIO
Kassim
era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que no tuviera tienda
establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje
de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados.
Con más arranque y habilidad comercial hubiera sido rico. Pero a los treinta y
cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.
Kassim,
de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una
mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, de origen
callejero,
había aspirado con su hermosura a un más alto enlace. Esperó hasta los veinte
años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa
al
fin, aceptó nerviosamente a Kassim.
No
más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil —artista aún— carecía completamente
de carácter para hacer una fortuna. Por lo cual, mientras el joyero
trabajaba
doblado sobre sus pinzas, ella, de codos, sostenía sobre su marido una lenta y
pesada mirada, para arrancarse luego bruscamente y seguir con la vista
tras
los vidrios al transeúnte de posición que podía haber sido su marido.
Cuanto
ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin
de poderle ofrecer un suplemento. Cuando María deseaba una joya —¡y con cuánta
pasión deseaba ella!— trabajaba él de noche. Después había tos y puntadas al
costado; pero María tenía sus chispas de brillante.
Poco
a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la esposa las tareas
del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas delicadezas del engarce.
Pero
cuando la joya estaba concluida —debía partir, no era para era para ella— caía más
hondamente en la decepción de su matrimonio. Se probaba la alhaja, deteniéndose
ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto.
Kassim
se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin querer escucharlo.
—Hago,
sin embargo, cuanto puedo por ti, —decía él al fin, tristemente.
Los
sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco.
Estas
cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya a consolarla. ¡Consolarla!
¿De qué? Lo cual no obstaba para que Kassim prolongara más sus veladas a fin de
un mayor suplemento.
Era
un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujer se detenían
ahora con más pesada fijeza sobre aquella muda tranquilidad.
—¡Y
eres un hombre, tú! —murmuraba.
Kassim,
sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.
—No
eres feliz conmigo, María —expresaba al rato.
—¡Feliz!
¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser feliz contigo?... ¡Ni la última
de las mujeres!... ¡Pobre diablo! —concluía con risa nerviosa, yéndose.
Kassim
trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujer tenía luego nuevas
chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.
—Sí...
No es una diadema sorprendente... ¿Cuándo la hiciste?
—Desde
el martes —mirábala él con descolorida ternura—; mientras dormías, de noche...
—¡Oh,
podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!
Porque
su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo
con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la alhaja, corría
con ella al espejo. Luego, un ataque de sollozos:
—¡Todos,
cualquier marido, el último, haría un sacrificio para halagar a su mujer! Y tú..., y tú... ¡Ni
un miserable vestido que ponerme tengo!
Cuando
se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a
su marido cosas increíbles.
La
mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que
sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta
de un prendedor —cinco mil pesos en dos solitarios—. Buscó en sus cajones de
nuevo.
—¿No
has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.
—Sí,
lo he visto.
—¿Dónde
está? —se volvió él extrañado.
—¡Aquí!
Su
mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con el prendedor puesto.
—Te
queda muy bien —dijo Kassim al rato—. Guardémoslo.
María
se rió.
—¡Oh,
no! Es mío.
—¿Broma?...
—¡Sí,
es broma! ¡Es broma, sí! ¡Cómo tú duele pensar que podría ser mío...! Mañana te
lo doy. Hoy voy al teatro con él.
Kassim
se demudó.
—Haces
mal... Podrían verte. Perderían toda confianza en mí.
—¡Oh!
—Cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente la puerta.
Vuelta
del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó de la cama y fue
a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estaba sentada en la
cama.
—¡Es
decir, que temes que te la robe! ¡Que soy una ladrona!
—No
mires así... Has sido imprudente, nada más.
—¡Ah!
¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pide un poco de halago,
y quiere...! ¡Me llamas ladrona a mí, infame!
Se
durmió al fin. Pero Kassim no durmió.
Entregaron
luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante más admirable que
hubiera pasado por sus manos.
—Mira,
María, qué piedra. No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; pero Kassim
la sintió respirar hondamente sobre el solitario.
—Un
agua admirable... —prosiguió él—. Costará nueve o diez mil pesos.
—Un
anillo... —murmuró María al fin.
—No,
es de hombre... Un alfiler.
A
compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora
cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día
interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo
probaba con diferentes vestidos.
—Si
quieres hacerlo después —se atrevió Kassim un día—. Es un trabajo urgente.
Esperó
respuesta en vano; su mujer abría el balcón.
—¡María,
te pueden ver!
—¡Toma!
¡Ahí está tu piedra!
El
solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso.
Kassim,
lívido, lo recogió examinándolo y alzó luego desde el suelo la mirada a su
mujer.
—Y
bueno: ¿Por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?
—No
—repuso Kassim. Y reanudó enseguida su tarea, aunque las manos le temblaban
hasta dar lástima.
Tuvo
que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios.
Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las órbitas.
—¡Dame
el brillante! —clamó—. ¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí! ¡Dámelo!
—María...
—tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.
—¡Ah!
—rugió su mujer enloquecida—. ¡Tú eres el ladrón, miserable! ¡Me has robado mi
vida, ladrón, ladrón! ¡Y creías que no me iba a desquitar... cornudo! ¡Ajá!
Mírame No se te ha ocurrido nunca, ¿eh? ¡Ah! —y se llevó las dos manos a la garganta
ahogada. Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho, alcanzando
a cogerlo de un botín.
—¡No
importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío, Kassim miserable!
Kassim
la ayudó a levantarse, lívido.
—Estás
enferma, María. Después hablaremos...
Acuéstate.
—¡Mi
brillante!
—Bueno,
veremos si es posible... Acuéstate.
—¡Dámelo!
La
crisis de nervios retornó.
Kassim
volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían una seguridad
matemática, faltaban pocas faltaban pocas horas ya para concluirlo.
María
se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de
la cena su mujer lo miró de frente.
—Es
mentira, Kassim —le dijo.
—¡Oh!
—repuso Kassim sonriendo—. No es nada.
—¡Te
juro que es mentira! —insistió ella.
Kassim
sonrió de nuevo, tocándole con torpe caricia la mano, y se levantó a proseguir
su tarea. Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo siguió con la vista.
—Y
no me dice más que eso... —murmuró. Y con una honda náusea por aquello
pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fue a su cuarto.
No
durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba
trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido.
—¡Dámelo!
—Sí,
es para ti; falta poco, María —repuso presuroso, levantándose. Pero su mujer,
tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo.
A
las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea: el brillante
resplandecía firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fue al dormitorio
y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura
helada
de su camisón y de la sábana.
Fue
al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casi descubierto, y con
una descolorida sonrisa apartó un poco más el camisón desprendido.
Su
mujer no lo sintió.
No
había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de piedra, y
suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular
como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer.
Hubo
una brusca abertura de ojos, seguida de una lenta caída de párpados. Los dedos
se arquearon, y nada más.
La
joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló un instante desequilibrada.
Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente
inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.
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