EDUARDO
GUDIÑO KIEFFER
Nació
en Esperanza, Santa Fe en 1935, y falleció en Buenos Aires en 2002, fue un
escritor y periodista argentino.
Escritor,
poeta, ensayista, traductor, crítico, bibliotecario y editor. Abarcó los
géneros literarios de cuentos, ensayos y poesía.
Se
graduó de abogado en la facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la
Universidad Nacional del Litoral.
Escritor
desde temprana edad, publicó numerosas obras, algunas traducidas a varios
idiomas, lo que le dio fama internacional.
Ejerció
la actividad publicitaria y periodística, fue un importante colaborador de los
diarios y revistas más importantes del país: La Nación, La Prensa, Editorial
Abril, Editorial Atlántida y muchos más publicaron sus artículos.
Escritor
muy convocado como jurado de diferentes premios como Planeta, Konex, La Nación,
Emecé, Nacional de la República Argentina, Municipal de la Ciudad de Buenos
Aires, y otros.
En
1965, recibió la beca Stage en la ORTF, (París) otorgada por el gobierno
francés.
Vivió
en París donde fue amigo de Julio Cortázar y Nicolás García Uriburu y se
estableció en Buenos Aires a fines de los años 60.
En
1967, obtiene la distinción del Fondo Nacional de las Artes, también con una
beca.
En
las décadas del 60 y 70 Gudiño Kieffer frecuentó el círculo literario de Manuel
Mujica Lainez y Eduardo Mallea. También fue amigo de Manuel Puig, Beatriz Guido
y María Angélica Bosco. Muchos lo conocieron en su faz de gran conversador,
irónico y erudito.
Su
trayectoria incluye los premios: Affinités por cuento, 1957. Faja de Honor de
la S.A.D.E. (Sociedad Argentina de Escritores) Pluma de Plata del PEN Club.
Premio Literario del Instituto Griego de Cultura, Club de los 13, Sigfrido
Radaelli. Primer Premio Municipal de Novela, Premio Esteban Echeverría, entre
muchos otros.
Cosas
de Gudiño...
En
una ocasión manifestó: "Para mí la literatura es la vida misma del
escritor, también es buscarle un sentido a la vida, porque escribir es una
vocación y nunca una carrera", dijo alguna vez
Era
también un apasionado por Buenos Aires y sus calles. Solía comentar: "Esas
rectas interminables que buscan el horizonte son las más crueles, porque te
sacan de vos mismo sin devolverte a vos mismo, te catapultan a la pampa".
Uno
de sus hijos refirió: "No le gustaban mucho los deportes, cuando no estaba
escribiendo prefería leer, caminar por la ciudad".
ALGUNAS
FÁBULAS CON AMORALEJAS
OTRA
VERSIÓN DE LA CAÍDA
Ellos,
al fin, después de muchas experiencias antropomórficas frustradas, resultaron
lúcidos y responsables; hermosos según los cánones de quien los había creado a su
imagen y semejanza; inteligentes y libres y vagando a su antojo por el norme
jardín del Cuarto Cielo. Felices al ver el regocijante candor amarillo
salpicado de flores oscuras que ostenta mimosamente la pantera; felices bajo el
encaje verde de los árboles, junto al azul lavanda de los estanques; mirando
quizás los espléndidos dibujos de las nubes con sus dobladillos de nácar;
jugando con cristales de cuarzo; metiendo los dedos en geodas de sílice o los
pies en el barro; ignorando su dicotomía original; gozando sin saberlo de una
plenitud fálica y tierna y desmesurada y sin dogmas ni versos ni veredictos.
Felices sin conocer siquiera la palabra felicidad —cuando la felicidad es un hecho
a nadie se le ocurre pensar en ella—. Además, ignoraban la comprometedora
denominación de "homo sapiens" que alguien les adjudicaría más
adelante, y esa ignorancia los eximía de verbos tan difíciles y odiosos como
hacer, trabajar, razonar, orar o filosofar.
El
primer hombre y la primera mujer —pues de ellos estamos hablando—, se
alimentaban de ambrosía, néctar tan noble que, además de acariciarles
melifluamente la garganta y el paladar, descendía en cascadas por sus
gargantas, les daba fuerzas, les conservaba la salud y no les causaba ni el
menor trastorno gástrico o digestivo, puesto que se eliminaba a través de los
poros, en aromadas ráfagas que iban a mezclarse con el opulento perfume de las
rosas y loa urgente fragancia de los jazmines. La vida era realmente perfecta y
el cuerpo ámbito de placeres siempre nuevos, siempre intensos, siempre
vehementes, nunca molestos. Jamás picazón, estornudos o hemorroides.
Pero —sí, aquí está el "pero" que todos aguardaban—, en el Jardín del Cuarto Cielo crecía un árbol, de cuyos frutos el primer hombre y la primera mujer tenían prohibido servirse. Posteriores y muy teológicas discusiones llenaron bibliotecas enteras de folios que trataban sobre la especie de aquel árbol. ¿Manzano, plátano, membrillo? Nada de eso: era un árbol de galletas.
Doradas, tentadoras, crujientes galletas pendían de sus ramas. Galletas frescas, calentitas, con un olor que trastornaba la mente y el estómago... Y he aquí el primer hombre y la primera mujer, cansados quizá de tanta inefable ambrosía, no pudieron resistir el impulso y comieron del fruto prohibido. Fue un inquietante estremecimiento, un mordisco primero taimado y después rotundo, una cosquilleante sensación en el filo de los dientes, en las encías; un insospechado modo de adquirir consciencia de la piel, de los huesos, de las uñas y de los pelos.
Todo fue hermosísimo durante unas horas, aparentemente nada en el Jardín del Cuarto Cielo había cambiado —salvo que los árboles parecían un poco más verdes y los gritos de los monos y guacamayos más agudos—. El cambio, el verdadero cambio, lo empezaron a notar cuando presintieron que las galletas no se eliminaban como la ambrosía, que el camino de los poros no parecía funcionar para un alimento tan sólido y prosaico. De pronto se encontraron dueños de la sabiduría, y la sabiduría misma les estaba diciendo que los ruidos que sentían en las cañerías internas del cuerpo, los gorgoteos y las flatulencias, presagiaban extraños acontecimientos; que las sonoras y fétidas emanaciones involuntarias no tenían nada que ver con el Jardín del Cuarto Cielo ni con lo que ellos habían sido hasta comer las galletas del Árbol de la ciencia. El cuerpo, ese querido cuerpo tanto tiempo fiel, los traicionaba. Y sin querer empezaron a gritar palabras cuyo significado desconocían; ¡por favor un retr4ete, dónde está el excusado, watercloset, petit coin!
Empezaron a correr profiriendo palabras misteriosas, que provocaron rosados vuelos de flamencos y huir de liebres entre los setos. Así llegaron ante el Ángel de la Espada Flamígera y reclamaron eso que ellos mismos desconocían. EL Ángel los miró con desprecio y conmiseración, y al tiempo que señalaba con la espada de fuego un lejano punto en el espacio, dijo: —¿Veis aquel pequeño planeta, grande como nada, que está a unos sesenta millones de kilómetros de aquí? Pues bien: es la Tierra, retrete del Universo. Id lo más rápido posible y quedaos allí; es el sitio que os corresponde...
Pero —sí, aquí está el "pero" que todos aguardaban—, en el Jardín del Cuarto Cielo crecía un árbol, de cuyos frutos el primer hombre y la primera mujer tenían prohibido servirse. Posteriores y muy teológicas discusiones llenaron bibliotecas enteras de folios que trataban sobre la especie de aquel árbol. ¿Manzano, plátano, membrillo? Nada de eso: era un árbol de galletas.
Doradas, tentadoras, crujientes galletas pendían de sus ramas. Galletas frescas, calentitas, con un olor que trastornaba la mente y el estómago... Y he aquí el primer hombre y la primera mujer, cansados quizá de tanta inefable ambrosía, no pudieron resistir el impulso y comieron del fruto prohibido. Fue un inquietante estremecimiento, un mordisco primero taimado y después rotundo, una cosquilleante sensación en el filo de los dientes, en las encías; un insospechado modo de adquirir consciencia de la piel, de los huesos, de las uñas y de los pelos.
Todo fue hermosísimo durante unas horas, aparentemente nada en el Jardín del Cuarto Cielo había cambiado —salvo que los árboles parecían un poco más verdes y los gritos de los monos y guacamayos más agudos—. El cambio, el verdadero cambio, lo empezaron a notar cuando presintieron que las galletas no se eliminaban como la ambrosía, que el camino de los poros no parecía funcionar para un alimento tan sólido y prosaico. De pronto se encontraron dueños de la sabiduría, y la sabiduría misma les estaba diciendo que los ruidos que sentían en las cañerías internas del cuerpo, los gorgoteos y las flatulencias, presagiaban extraños acontecimientos; que las sonoras y fétidas emanaciones involuntarias no tenían nada que ver con el Jardín del Cuarto Cielo ni con lo que ellos habían sido hasta comer las galletas del Árbol de la ciencia. El cuerpo, ese querido cuerpo tanto tiempo fiel, los traicionaba. Y sin querer empezaron a gritar palabras cuyo significado desconocían; ¡por favor un retr4ete, dónde está el excusado, watercloset, petit coin!
Empezaron a correr profiriendo palabras misteriosas, que provocaron rosados vuelos de flamencos y huir de liebres entre los setos. Así llegaron ante el Ángel de la Espada Flamígera y reclamaron eso que ellos mismos desconocían. EL Ángel los miró con desprecio y conmiseración, y al tiempo que señalaba con la espada de fuego un lejano punto en el espacio, dijo: —¿Veis aquel pequeño planeta, grande como nada, que está a unos sesenta millones de kilómetros de aquí? Pues bien: es la Tierra, retrete del Universo. Id lo más rápido posible y quedaos allí; es el sitio que os corresponde...
Y
ellos vinieron. Y comprobaron que las cosas no eran como allá arriba. Hacía
frío, hacía calor, llovía; los mosquitos se habían vuelto crueles; los leones
los atacaban y los pájaros les temían. Pero pudieron expedir tranquilamente las
galletas. Fue el vértigo, el éxtasis, la liberación, el delirio. Fue también el
perpetuo deseo de repetir la experiencia.
"Gracias a la galleta entramos en
la Historia. Y gracias al proceso digestivo de la galleta tenemos consciencia
de nosotros mismos".
Aclaración
(Del Blogger).
Según
Dante Alighieri autor de la Divina comedia, en su alegoría llama Cuarto Cielo
al un lugar del "paraíso"
donde se encuentran el Sol que significa la prudencia, la Luna que significa la
esperanza, Mercurio la justicia y Venus la templanza. Claro todo esto en la
delirante imaginación del Dante.
LA SIRENA EN EL ARCA
Hace tiempo que la lluvia despliega a sus
transparentes abanicos sobre el mundo. El único sonido que se oye es el gran
gotas sobre suicidándose contra las aguas, contra el maderamen del Arca o
contra las barbas de Noé, cuando éste se asoma a interrogar al cielo. Jehová
suele responder sordamente, con tronantes borborigmos que obligan a las aves,
posadas en altas perchas, a esconder la cabeza bajo el ala. Noé cierra entonces
los postigos y va acurrucarse entre su mujer, sus parientes y los otros
animales aterrados. No sabe qué responder a las miradas inquisitivas, y para
evitarlas se entretiene recorriendo las 900 cabinas repartidas en tres pisos, o
contemplando la piedra preciosa que simboliza la Luz Divina en medio de la
catástrofe.
Afuera, efímeros o cuchillos rasgan el aire. Nadie
habla, nadie grita, nadie llora. Los animales tan silenciosos. Sólo se escucha el ruido de la lluvia, aferrándolo
todo con sus mojadas raíces. Hasta que se oye la otra voz. Primero suavemente, tímidamente; después nítida y
pura, remontándose ondulante y azul desde la sentina. Las aves estiran sus
cuellos, los animales se desperezan, la mujer de Noé siente se le eriza la
piel. Y la voz crece, crece en curvas magníficas, en benjuí y mirra, en estela de oro y de espuma. Acaricia
y flagela, y cautiva. Ni querubines ni serafines son capaces de cantar así.
Pronto el Arca es un pandemonio: los pájaros se golpean contra las paredes, la
pantera está en canceló, la mujer y las nueras de Noé han desplomado al pavo
real para adornarse con profusión. Y aunque afuera sigue lloviendo normalmente,
Noé oye se da cuenta de que algo no anda bien. Y baja a la sentina en busca de la
voz. Al fin de la encuentra en un penumbroso rincón. ¡Oh, el monstruo, el
monstruo! ¡El monstruo de largos cabellos verdes, verdes, sí, de un verde flagrante
y descomedido; verdes y desparramándose sobre los hombros pálidos y sobre el
pecho como una cascada de algas! Noé, se inclina, asombrado, sobre el cuerpo
increíble. Rayo de luna o pétalo de magnolia que abajo se oscurece y adquiere
una leve pátina azulada, hasta transformarse después en una loca fiesta de escamas:
oro y zafiros y esmeraldas y nácares y calcedonias entremezclados en un juego
armonioso, flexible, de luces y vitrificadas y meandros paralelos... ¡Oh, el
monstruo! ¿Cómo era la demoníaca criatura ha logrado colarse en el Arca? ¿Cómo
ha aparecido allí o usar que no existe, producto de una mitología alguno
inventada? Noé se siente burlado. Y ni
siquiera sabe que mientras arroja a la sirena por la borda, está arrojando al
agua a su propia imaginación que lo traiciona, y que seguirá traicionándolo
porque las sirenas cantarán, no sólo para Noé sino para sus hijos, para los
hijos de sus hijos, para los hijos de los hijos de sus hijos, etcétera.
"Pero
nunca digas que oyes cantos de sirena, porque que te acusarán de no descender
de Noé. O de tener imaginación (que es casi peor)."
EL FAUNITO
Mientras el Faunito vivió sin vislumbrar la vida
(tocando la siringa, comiendo uvas silvestres y durmiendo al sol), todo fue
maravilloso.
Una corona de pámpanos bastaba para embellecer la jornada.
¡Y era tan inquietante correr por los vericuetos del bosque persiguiendo su propia sombra; o tratando atrapar la idea de una idea, concretada a veces en cabellera al viento, risa de agua, músculo terso o silueta fugitiva!
Sí, el Faunito era feliz. Feliz porque sí, feliz sobre todo cuando tocaba el instrumento que había construido con unas cañas cortadas junto a la fuente de Castalia: la siringa dela que arrancaba lamentos, arrullos, voces y hasta palabras (o quizás todo lo que no podían decir las palabras). Tan arrebatadora era la música del Faunito, que para escucharla los peces salían de agua junto a las náyades húmedas, las dríades habrían los troncos de las encinas milenarias, las lobas amamantaban a los corderos, de entre mirtos y laureles asomaban silvanos desmelenenados.
Pero (sólo lógica sino también mitológicamente) felicidad que dura... deja de ser felicidad.
Un día Filomena, estremecida por la música del Faunito, voló tan alto que chocó contra el carro de Apolo:
—"¿Que haces aquí, tan lejos de tus bosques?" —preguntó el dios.
—"¡Vuelo en alas de la música del favorito!"
La respuesta, por supuesto, desagrado al Apolo, que tomó su lira de oro y descendió hasta el umbrío lugar donde un simple Faunito se permitía hacer música que impulsaba a los pájaros al cielo.
Ah! ¡Hubierais debido estar allí para escuchar tan formidable contrapunto!
¡Al primer acorde de la lira, los árboles temblaron. Pero al primer gemido de la siringa derramaron lágrimas verdes.
Al primer acorde de la lira las fuentes enmudecieron , pero al primer gemido de la siringa dejaron de manar. Euro llevó los sones al Olimpo.
Al escucharse la habilidad de Apolo se interrumpió uno de los divinos banquetes.
Pero cuando se oyó la siringa Ganimedes volcó la copa sobre la túnica de Zeus, que por azar no estaba en ese instante transformado en animal para seducir a alguien. Apolo acabó por darse cuenta de que la música del Faunito era muy superior a la suya.
Y decidió vengarse como sólo los dioses saben hacerlo. Dejó caer la lira con desgano, y señalando los pies del Faunito empezó a reír a carcajadas.
Los dioses, asomados a balcones de nubes, miraron hacia donde señalaba Apolo y rieron también.
Y rieron las ninfas y las dríades y las náyades y las lobas y los corderos y los pájaros y los árboles y las piedras.
El mundo estalló en una infame risotada.
El Faunito bajó los ojos. Recién entonces descubrió que tenía patas del chivo.
Una corona de pámpanos bastaba para embellecer la jornada.
¡Y era tan inquietante correr por los vericuetos del bosque persiguiendo su propia sombra; o tratando atrapar la idea de una idea, concretada a veces en cabellera al viento, risa de agua, músculo terso o silueta fugitiva!
Sí, el Faunito era feliz. Feliz porque sí, feliz sobre todo cuando tocaba el instrumento que había construido con unas cañas cortadas junto a la fuente de Castalia: la siringa dela que arrancaba lamentos, arrullos, voces y hasta palabras (o quizás todo lo que no podían decir las palabras). Tan arrebatadora era la música del Faunito, que para escucharla los peces salían de agua junto a las náyades húmedas, las dríades habrían los troncos de las encinas milenarias, las lobas amamantaban a los corderos, de entre mirtos y laureles asomaban silvanos desmelenenados.
Pero (sólo lógica sino también mitológicamente) felicidad que dura... deja de ser felicidad.
Un día Filomena, estremecida por la música del Faunito, voló tan alto que chocó contra el carro de Apolo:
—"¿Que haces aquí, tan lejos de tus bosques?" —preguntó el dios.
—"¡Vuelo en alas de la música del favorito!"
La respuesta, por supuesto, desagrado al Apolo, que tomó su lira de oro y descendió hasta el umbrío lugar donde un simple Faunito se permitía hacer música que impulsaba a los pájaros al cielo.
Ah! ¡Hubierais debido estar allí para escuchar tan formidable contrapunto!
¡Al primer acorde de la lira, los árboles temblaron. Pero al primer gemido de la siringa derramaron lágrimas verdes.
Al primer acorde de la lira las fuentes enmudecieron , pero al primer gemido de la siringa dejaron de manar. Euro llevó los sones al Olimpo.
Al escucharse la habilidad de Apolo se interrumpió uno de los divinos banquetes.
Pero cuando se oyó la siringa Ganimedes volcó la copa sobre la túnica de Zeus, que por azar no estaba en ese instante transformado en animal para seducir a alguien. Apolo acabó por darse cuenta de que la música del Faunito era muy superior a la suya.
Y decidió vengarse como sólo los dioses saben hacerlo. Dejó caer la lira con desgano, y señalando los pies del Faunito empezó a reír a carcajadas.
Los dioses, asomados a balcones de nubes, miraron hacia donde señalaba Apolo y rieron también.
Y rieron las ninfas y las dríades y las náyades y las lobas y los corderos y los pájaros y los árboles y las piedras.
El mundo estalló en una infame risotada.
El Faunito bajó los ojos. Recién entonces descubrió que tenía patas del chivo.
"No desafíes a los dioses, so pena de
descubrir que tienes patas de chivo."
LA VERDAD SOBRE HELENA
Cuando cayó la ciudad y comenzaron los incendios, el saqueo, la se violaciones, Menelao creyó que había sonado (¡por fin!) la hora de la venganza. Venganza esperaba desde que comprobara la vergonzosa y humillante fuga de su mujer con el deiforme extranjero (¡mil veces traidor, pagar tan vilmente albergue y alimento!). Venganza acariciada, ansiada, imaginada noche tras noche durante el asedio interminable (la espada hundiéndose en el pecho blanquísimo, o cercenando del mórbido cuello, o desfigurando con salvajes heridas el rostro de belleza increíble). Venganza, sí, purificadora venganza que justificaría tanta sangre, tanta guerra, tanto héroe desaparecido. Porque Menelao no olvidaba. A pesar de los años transcurridos, a pesar del rigor de la batalla, del hambre y de la sed, de los sacrificios y de los sobornos para convencer a los dioses, sufría de lo que hoy llamaríamos monomanía. Y su monomanía era, por supuesto el afán de ver una vez más a Helena; llenarse los ojos con su egregia hermosura, embriagarse con el color de su piel, aspirar es excitante perfume que emanaba de ella. Mirarla, mirarla, mirarla... pero sólo durante un segundo (cronometrado) y con una expresión asesina. Después sería la noble labor de la espada. No iba a pronunciar ni una palabra; no iba a escuchar las quejas, las excusas, los arrepentimientos. No iba a poner un dedo sobre ese cuerpo que sin duda le pertenecía (aún y a pesar de todo). La espada, sólo la espada filosofía y digna, podía enaltecer ese momento, final infeliz pero irremediable de la guerra de Troya.
Buscó a Helena por todas partes. En los palacios
incendiados, en los templos, en las murallas. Creía que ya no iba a
encontrarla, y masticaba la amargura del fracaso que hubiera sido cerciorarse
de que ella había muerto también (y quizás hasta por amor a Paris)... cuando
oyó su voz. La voz sonaba a sus espaldas, con ese tono entre ausente y cándido
y sensual de siempre, con esa misma nota de ingenuidad que incluso podía ser verdadera.
La voz lo llamaba por su nombre: "¡Menelao, Menelao!" Menelao se
detuvo y se volvió lentamente llevando la mano al pomo de la espada vengadora.
Helena estaba allí, apoyada la nítidamente en una
columna, tendiéndole los brazos. Menelao tardó en reconocerla. Porque durante
el larguísimo sitio de Troya, e impulsada por el aburrimiento, Helena había
comido demasiado. Además... Los años no habían pasado en vano. El rostro de
Helena era abotagado, fláccido y muy parecido al de una foca. Los cabellos pringosos,
la túnica sucia (no de sangre signo de grasa) y el cuerpo de una obesidad
desbordante. Al acercarse un poco más, todavía incrédulo, el pobre Menelao
comprobó que el aliento de su mujer olía a cebollas. Envainó resignadamente la
espada y, casi sin darse cuenta, dijo: —Querida, ¿No crees que ya es hora de
que volvamos a casa?
"No es tan lindo vengarse de una vieja gorda
y fea, como de una joven hermosa."
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