martes, 30 de octubre de 2012

PSICOLOGÍA DE LAS MASAS








PSICOLOGÍA  DE  LAS  MASAS

Hoy me complazco en compartir contigo, algunos conceptos muy importantes, que seleccioné de un trabajo clásico y fantástico sobre la psicología de las masas, escrito por el Doctor Sigmund Freud, en el año  1921, y el cual fue y es fuente de consulta obligada aun hoy en día, por quienes suelen estudiar o desean intentar comprender el porque de las conductas de las masas.

Tal vez, para alguna persona este artículo sea algo extenso, no obstante se trata de algo invalorable y meritorio para ser leído y divulgado.

Mi consejo es leerlo varias veces, y de tanto en tanto, y entre una lectura y otra meditar al respecto, así comprenderemos muchas de las circunstancias que pervivimos en nuestra cotidianidad actual, las cuales acontezcan en cualquier lugar del planeta en que nos encontremos o quizás, por ahora, vislumbremos desde lejos, respecto a lo que acontece con las masas.

Esta obra de Sigmund Freud a la cual me refiero, PSICOLOGIA DE LAS MASAS Y EL ANALISIS DEL YO, fue publicada en 1921.

La «simple idea» de explicar la psicología de las masas surgiría en la primavera de 1919, iniciando Freud su elaboración, borrador incluido, al año siguiente.

Su forma definitiva quedaría gestada en la primavera de 1921, no siendo publicada hasta el verano.

Yo, el Blogger.


 


 

 


 
 
Del dicionario de Psicología.

LIBIDO

El psicoanálisis engloba todo apetito de amor (erotismo, sexualidad, cariño, enamoramiento, afán por el cuidado del otro) en la noción de libido. 

Jung identifica totalmente la libido con la energía psíquica, mientras que Freud casi siempre distinguió en la energía psíquica la libido y otro tipo de pulsiones o apetitos: en sus primeros escritos, la energía psíquica se desdobla en los instintos sexuales o libido y los instintos de conservación; en un segundo momento, interpretará los instintos de conservación como una manifestación del amor dirigido hacia uno mismo, y en los últimos, contrapone los instintos de la vida (Eros), (que se podrían identificar con la libido) al instinto de muerte (Tánatos).

En la psicología de Freud es un concepto fundamental pues da cuenta del dinamismo de la mente y está a la base de las explicaciones freudianas del desarrollo psicosexual.

 

 
Sigmund Freud nació en 1856, en Pribor, Moravia, Imperio austríaco (actualmente República Checa), falleció en 1939, en Londres, Inglaterra, Reino Unido) fue un médico neurólogo austriaco, padre del psicoanálisis y una de las mayores figuras intelectuales del siglo XX.


 
 
 

 

 

 

 
PSICOLOGIA DE LAS MASAS
Y EL ANALISIS DEL YO

Sigmund Freud -1921

La oposición entre psicología individual y psicología social o colectiva, que a primera vista puede parecemos muy profunda, pierde gran parte de su significación en cuanto la sometemos a un más detenido examen.

La psicología individual se concreta, ciertamente, al hombre aislado e investiga los caminos por los que él mismo intenta alcanzar la satisfacción de sus instintos, pero sólo muy pocas veces y bajo determinadas condiciones excepcionales, le es dado prescindir de las relaciones del individuo con sus semejantes.

En la vida anímica individual, aparece integrado siempre, efectivamente, «el otro», como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio, psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado.

El individuo que entra a formar parte de una multitud se sitúa en condiciones que le permiten suprimir las represiones de sus tendencias inconscientes.

Los caracteres aparentemente nuevos que entonces manifiesta son precisamente exteriorizaciones de lo inconsciente individual, sistema en el que se halla contenido en germen todo lo malo existente en el alma humana.

Por el solo hecho de formar parte de una multitud, desciende, pues, el hombre varios escalones en la escala de la civilización. Aislado, era quizás un individuo culto; en multitud, es un instintivo, y por consiguiente, un bárbaro. 

Tiene la espontaneidad, la violencia, la ferocidad y también los entusiasmos y los heroísmos de los seres primitivos.

La multitud es impulsiva, versátil e irritable y se deja guiar casi exclusivamente, por lo inconsciente.

Mientras que el nivel intelectual de la multitud aparece siempre muy inferior al del individuo, su conducta moral puede tanto sobrepasar el nivel ético individual como descender muy por debajo de él.

Algunos rasgos de la característica de las masas, muestran hasta qué punto está justificada la identificación del alma de la multitud con el alma de los primitivos. 

En las masas, las ideas más opuestas pueden coexistir sin estorbarse unas a otras y sin que surja de su contradicción lógica conflicto alguno.

Además, la multitud se muestra muy accesible al poder verdaderamente mágico de las palabras, las cuales son susceptibles tanto de provocar en el alma colectiva las más violentas tempestades, como de apaciguarla y devolverle la calma.

«La razón y los argumentos no pueden nada contra ciertas palabras y fórmulas. Pronunciadas éstas con recogimiento ante las multitudes, hacen pintarse el respeto en todos los rostros e inclinarse todas las frentes. Muchos las consideran como fuerzas de la naturaleza o como potencias sobrenaturales».

A este propósito basta con recordar el tabú de los nombres entre los primitivos y las fuerzas mágicas que para ellos se enlazan a los nombres y las palabras. 

Por último: las multitudes no han conocido jamás la sed de la verdad. 

Demandan ilusiones, a las cuales no pueden renunciar.

Dan siempre la preferencia a lo irreal sobre lo real, y lo irreal actúa sobre ellas con la misma fuerza que lo real.

En cuanto un cierto número de seres vivos se reúne, trátese de un rebaño o de una multitud humana, los elementos individuales se colocan instintivamente bajo la autoridad de un jefe. 

La multitud es un dócil rebaño incapaz de vivir sin amo. 

Tiene una tal sed de obedecer, que se somete instintivamente a aquel que se erige en su jefe. 

Pero si la multitud necesita un jefe, es preciso que él mismo posea determinadas aptitudes personales. 

Deberá hallarse también fascinado por una intensa fe (en una idea), para poder hacer surgir la fe en la multitud. 

Asimismo, deberá poseer una voluntad potente e imperiosa, susceptible de animar a la multitud, carente por sí misma de voluntad.

Por lo que respecta a la producción intelectual, está, en cambio, demostrado, que las grandes creaciones del pensamiento, los descubrimientos capitales y las soluciones decisivas de grandes problemas, no son posibles sino al individuo aislado que labora en la soledad.

Ningún grupo humano puede llegar a formarse sin un cierto comienzo de organización y que precisamente en estas masas simples y rudimentarias es en las que más fácilmente pueden observarse algunos de los fenómenos fundamentales de la psicología colectiva.

Creo haber hallado el camino que ha de conducirnos a la explicación del fenómeno fundamental de la psicología colectiva, o sea de la carencia de libertad del individuo integrado en una multitud.

El fenómeno del pánico, observable en las masas militares con mayor claridad que en ninguna otra formación colectiva, nos demuestra también, que la esencia de multitud consiste en los lazos libidinosos existentes en ella. 

El pánico se produce cuando una tal multitud comienza a disgregarse y se caracteriza por el hecho de que las órdenes de los jefes dejan de ser obedecidas, no cuidándose ya cada individuo sino de sí mismo, sin atender para nada a los demás. Rotos así los lazos recíprocos, surge un miedo inmenso e insensato.

Lo que aparece en el curso de esta supuesta descomposición de la masa religiosa, no es el miedo, para el cual falta todo pretexto, sino impulsos egoístas y hostiles, a los que el amor común de Cristo hacia todos los hombres había impedido antes manifestarse. 

Pero aun durante el reinado de Cristo hay individuos que se hallan fuera de tales lazos afectivos: aquellos que no forman parte de la comunidad de los creyentes, no aman a Cristo ni son amados por él. 

Por este motivo, toda religión, aunque se denomine religión de amor, ha de ser dura y sin amor para con todos aquellos que no pertenezcan a ella. 

En el fondo, toda religión es una tal religión de amor para sus fieles y en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen.

Y ante todo, surge en nosotros una reflexión que nos muestra el camino más corto para llegar a la demostración de que la característica de una masa se halla en los lazos libidinosos que la atraviesan.

Podemos decirnos que los numerosos lazos afectivos dados en la masa bastan ciertamente para explicarnos uno de sus caracteres, la falta de independencia e iniciativa del individuo, la identidad de su reacción con la de los demás, su descenso, en fin, a la categoría de unidad integrante de la multitud. 

Pero esta última, considerada como una totalidad, presenta aún otros caracteres; la disminución de la actividad intelectual, la afectividad exenta de todo freno, la incapacidad de moderarse y retenerse, la tendencia a transgredir todo límite en la manifestación de los afectos y a la completa derivación de éstos en actos, todos estos caracteres y otros análogos, representan sin duda alguna, una regresión de la actividad psíquica a una fase anterior en la que no extrañamos encontrar al salvaje o a los niños.

Esto nos recuerda cuán numerosos son los fenómenos de dependencia en la sociedad humana normal, cuán escasa originalidad y cuán poco valor personal hallamos en ella y hasta qué punto se encuentra dominado el individuo por las influencias de un alma colectiva, tales como las propiedades raciales, los prejuicios de clase, la opinión pública, etcétera.

Los fenómenos psíquicos de la masa, antes descritos, derivan un instinto gregario, innato al hombre como a las demás especies animales. 

Este instinto gregario es, desde el punto de vista biológico, una analogía y como una extensión de la estructura policelular de los organismos superiores, y desde el punto de vista de la teoría de la libido, una nueva manifestación de la tendencia libidinosa de todos los seres homogéneos, a reunirse en unidades cada vez más amplias. 

El individuo se siente «incompleto» cuando está solo.

El instinto gregario no deja lugar alguno para el caudillo, el cual no aparecería en la masa sino casualmente.

La primera exigencia de esta formación reaccional es la de justicia y trato igual para todos.

Ya que uno mismo no puede ser el preferido, por lo menos, que nadie lo sea.

Rivales al principio, han podido luego identificarse entre sí por el amor igual que profesan al mismo objeto.

Todas aquellas manifestaciones de este orden, que luego encontramos en la sociedad, así, el compañerismo, el espíritu de cuerpo, etc., se derivan también, incontestablemente, de la envidia primitiva.

Nadie debe querer sobresalir; todos deben ser y obtener lo mismo.

La justicia social significa que nos rehusamos a nosotros mismos muchas cosas, para que también los demás tengan que renunciar a ellas, o lo que es lo mismo, no puedan reclamarlas.

Esta reivindicación de igualdad es la raíz de la consciencia social y del sentimiento del deber y se revela también de un modo totalmente inesperado en la «angustia de infección» de los sifilíticos (actualmente tenemos el SIDA), angustia a cuya inteligencia nos ha llevado el psicoanálisis, mostrándonos que corresponde a la violenta lucha de estos desdichados contra su deseo inconsciente de comunicar a los demás su enfermedad, pues ¿por qué han de padecer ellos solos la temible infección que tantos goces les prohíbe, mientras que otros se hallan sanos y participan de todos los placeres?

Así, pues, el sentimiento social reposa en la transformación de un sentimiento primitivamente hostil en un enlace positivo de la naturaleza de una identificación.

A propósito de las dos masas artificiales, la Iglesia y el Ejército, hemos visto que su condición previa consiste en que todos sus miembros sean igualmente amados por un jefe.

Ahora bien, no habremos de olvidar que la reivindicación, de igualdad formulada por la masa, se refiere tan sólo a los individuos que la constituyen, no al jefe.

Todos los individuos quieren ser iguales, pero bajo el dominio de un caudillo.

Más que un «animal gregario», es el hombre un «animal de horda», esto es, un elemento constitutivo de una horda conducido por un jefe.

Ahora bien, las masas humanas nos muestran nuevamente el cuadro, ya conocido, del individuo dotado de un poder extraordinario y dominando a la multitud de individuos iguales entre sí, cuadro que corresponde exactamente a nuestra representación de la horda primitiva.

La psicología de dichas masas, según nos es conocida por las descripciones repetidamente mencionadas —la desaparición de la personalidad individual consciente, la orientación de los pensamientos y los sentimientos en un mismo sentido, el predominio de la afectividad y de la vida psíquica inconsciente, la tendencia a la realización inmediata de las intenciones que puedan surgir—, toda esta psicología, repetimos, corresponde a un estado de regresión a una actividad anímica primitiva, tal y como la atribuiríamos a la horda prehistórica.

La masa se nos muestra, pues, como una resurrección de la horda primitiva. Así como el hombre primitivo sobrevive virtualmente en cada individuo, también toda masa humana puede reconstituir la horda primitiva.

La psicología individual tiene, en efecto, que ser por lo menos tan antigua como la psicología colectiva, pues desde un principio debió de haber dos psicologías: la de los individuos componentes de la masa y la del padre, jefe o caudillo.

Los individuos componentes de una masa precisan todavía actualmente de la ilusión de que el jefe les ama a todos con un amor justo y equitativo, mientras que el jefe mismo no necesita amar a nadie, puede erigirse en dueño y señor, y aunque absolutamente narcisista, se halla seguro de sí mismo y goza de completa independencia.

El padre de la horda primitiva no era aún inmortal como luego ha llegado a serlo por divinización.

Ya hemos visto que el Ejército y la Iglesia reposan en la ilusión de que el jefe ama por igual a todos los individuos. Pero esto no es sino la transformación idealista de las condiciones de la horda primitiva, en la que todos los hijos se saben igualmente perseguidos por el padre, que les inspira a todos el mismo temor.

El caudillo es aún el temido padre primitivo. La masa quiere siempre ser dominada por un poder ilimitado. Ávida de autoridad, tiene, una inagotable sed de sometimiento.

Cada individuo forma parte de varias masas, se halla ligado, por identificación, en muy diversos sentidos, y ha construido su ideal del Yo conforme a los más diferentes modelos. 

Participa así, de muchas almas colectivas, las de su raza, su clase social, su comunidad confesional, su estado, etcétera, y puede, además, elevarse hasta un cierto grado de originalidad e independencia.

Los elementos de su brillante característica del alma colectiva, y precisamente en estas multitudes ruidosas y efímeras, superpuestas, por decirlo así, a las otras, es en las que se observa el milagro de la desaparición completa, aunque pasajera, de toda particularidad individual.

El individuo renuncia a su ideal del Yo, trocándolo por el ideal de la masa, encarnado en el caudillo.

Podemos admitir perfectamente, que la separación operada entre el Yo y el ideal del Yo, no puede tampoco ser soportada durante mucho tiempo y ha de experimentar, de cuando en cuando, una regresión. A pesar de todas las privaciones y restricciones impuestas al Yo, la violación periódica de las prohibiciones constituye la regla general, como nos lo demuestra la institución de las fiestas, que al principio no fueron sino períodos durante los cuales quedaban permitidos por la ley todos los excesos, circunstancias que explica su característica alegría. 

Las saturnales de los romanos y nuestro moderno carnaval coinciden en este rasgo esencial con las fiestas de los primitivos, durante las cuales se entregan los individuos a orgías en las que violan los mandamientos más sagrados.

El ideal del Yo engloba la suma de todas las restricciones a las que el Yo debe plegarse, y de este modo, el retorno del ideal al Yo tiene que constituir para éste, que encuentra de nuevo el contento de sí mismo, una magnífica fiesta.

La coincidencia del yo con el ideal del yo produce siempre una sensación de triunfo.

La distinción entre la identificación del Yo y la sustitución del ideal del Yo por el objeto, halla una interesantísima ilustración en las dos grandes masas artificiales que antes hemos estudiado: el Ejército y la Iglesia cristiana.

Es evidente que el soldado convierte a su superior, o sea, en último análisis, al jefe del Ejército, en su ideal, mientras que, por otro lado, se identifica con sus iguales y deduce de esta comunidad del Yo las obligaciones de la camaradería, o sea el auxilio recíproco y la comunidad de bienes. 

Pero si intenta identificarse con el jefe, no conseguirá sino ponerse en ridículo.

«¡Wie er rauspert und wie er spuckt, Das habt ihr ihm glücklich abgeguckt!».

¡Hasta cómo él se limpia la garganta y como él escupe, lo copiaste de él felizmente!

No sucede lo mismo en la Iglesia Católica. Cada cristiano ama a Cristo como su ideal y se halla ligado por identificación a los demás cristianos.

Pero la Iglesia exige más de él.

Ha de identificarse con Cristo y amar a los demás cristianos como Cristo hubo de amarlos.

La Iglesia exige, pues, que la disposición libidinosa creada por la formación colectiva sea completada en dos sentidos.

La identificación debe acumularse a la elección de objeto y el amor a la identificación.

Este doble complemento sobrepasa evidentemente la constitución de la masa.

Se puede ser un buen cristiano sin haber tenido jamás la idea de situarse en el lugar de Cristo y extender, como él, su amor a todos los humanos.

El hombre, débil criatura, no puede pretender elevarse a la grandeza de alma y a la capacidad de amor de Cristo.

Pero este desarrollo de la distribución de la libido en la masa, es probablemente el factor en el cual funda el cristianismo su pretensión de haber conseguido una moral superior.

 

 

 

 


 


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