sábado, 13 de abril de 2013

EL ESCONDITE - Poldy Bird






Poldy Bird




EL ESCONDITE

Para que no se transformen en cenizas las cosas que he amado, yo tengo un escondite donde las guardo intactas.


Es un lugar que queda entre el sueño y los párpados, en la parte de arriba de las lágrimas, a la hora de la siesta.

Llego hasta allí andando por las lajas de mi quinta: cesped de esmeraldas vivas, charquitos donde suenan las ranas de lata verde, agujas flexibles que caen de los pinos. 


Llego hasta allí descalzándome después de la lluvia, pisando los tréboles con los pies desnudos, frotando una ciruela en la manga de la blusa y viendo saltar su jugo rosa contra un cielo que la tarde vuelve carmín.


Al escondite no se puede ir entre gente apurada.

Al escondite no se puede llegar sobre grises asfaltos. 

Ni en ascensor. 

Ni en auto último modelo.

Y sí se llega en tranvía de Bonn, de Roterdam, en omnibus de dos pisos de Londres.

Y se llega agarrándose fuerte de la cola de un barrilete.


Y se llega por las escaleras del silencio con un ramito de lluvia entre las manos, como si fuera un ramo de violetas... porque para mí el ramo de violetas es casi un pasaporte obligado a la infancia: las tres hermanitas poníamos un ramo de violetas sobre la tumba de Franck Brown, los domingos, cuando íbamos al cementerio a llevar flores a mamá. 


Franck, el payaso que nunca conocimos porque había muerto muchos años antes de que naciéramos.


Franck Brown, de quién la abuela nos contaba cuentos tenía la cara enharinada y dos lágrimas de carbonilla negra. 


Tenía cuellos de volados almidonados que parecían corolas de flores. 



Y un gorro de arco iris, muy pequeño, muy pequeño, igual que una mariposa de alas abiertas posada sobre su cabeza. 


Con su circo recorría todas las provincias argentinas, llevando magia y alegría a los grandes y a los chicos. 

En su cara versearon y cantaron payadores. 

Betinotti fue uno de ellos. 


Franck Brown hablaba un castellano inglesado pero tomaba mate y conocía los caminos como un baqueano.

En mi escondite Franck Brown saluda con una reverencia y tres niñas le tienden tres ramos de violetas en agradecimiento de una función de circo que nunca vieron pero que presintieron desde siempre.

 

En mi escondite el viento infla un vestido de organza blanca de primera comunión que mi mamá nunca me vió puesto.

Hay un río al que tiraba piedras cuando podía escaparme de mi casa a la hora de la siesta, cuando los grandes dormían y yo de repente ya no le tenía miedo a las arañas.



Hay un libro de poesía dominicana en donde aprendí de memoria los primeros poemas de Manuel de Cabral. 

A Manuel lo conocí hace dos años, por la calle Florida; le recité uno de sus poemas aprendidos en mi niñez y el me regalo sus libros dedicados y firmados. 

Son esos que no les presto a nadie.

Son los que les leo en voz alta a mis amigos, cuando vienen a visitarme.

Hay pedacitos de turrón que yo me levantaba a roer, silenciosamente, en las madrugadas de Navidades y Años Nuevos.


Hay una muñeca Marilú que mi mamá me regaló cuando cumplí 7 años, me la olvidé afuera, llovió... y se deshizó adentro del vestido de seda celeste (pero en el escondite esta recién sacada de la caja, pintadita, con mejillas ruborosas).

 
Hay uñas de pétalo de malvón que me pegaba con saliva sobre mis uñitas comidas, inventándome manos de señorita muy aseñorada.


Y un rosario de cristal de roca que se me perdió en la escuela.


Y un plato de scons recién sacado del horno por mi abuela.

 
 

Y hay gustos: los rabanitos tan picantes para mis nueve años, el berro que mi hermana Marta decía que tenía el mismo sabor de las hormigas, la mareadora cerveza que me dejaban beber "solo un sorbo", los confites de "yapa" en la farmacia Splendid.


Y están las tres películas de las funciones del domingo en el Bijou, mi amor prematuro por Gary Cooper, mi ventana sobre la parada del tranvía  84, las bromas por teléfono el " día de los inocentes".


Todo allí está reluciente y oloroso.

Todo está nuevo y mío en el escondite al que a veces llego a través de las lágrimas y la nostalgia. 


Y allá me espera siempre, siempre, sonriente, con su ramo de violetas entre las manos, Frank Brown charlando con mi abuela...¡que no sé por qué se han hecho tan amigos Mamá Sara y Frank Brown!




  

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