Poldy Bird
EL ESCONDITE
Para que no se transformen en cenizas las cosas
que he amado, yo tengo un escondite donde las guardo intactas.
Es un lugar que queda entre el sueño y los párpados,
en la parte de arriba de las lágrimas, a la hora de la siesta.
Llego hasta allí andando por las lajas de mi
quinta: cesped de esmeraldas vivas, charquitos donde suenan las ranas de lata
verde, agujas flexibles que caen de los pinos.
Llego hasta allí descalzándome después de la
lluvia, pisando los tréboles con los pies desnudos, frotando una ciruela en la
manga de la blusa y viendo saltar su jugo rosa contra un cielo que la tarde
vuelve carmín.
Al escondite no se puede ir entre gente apurada.
Al escondite no se puede llegar sobre grises
asfaltos.
Ni en ascensor.
Ni en auto último modelo.
Y sí se llega en tranvía de Bonn, de Roterdam, en
omnibus de dos pisos de Londres.
Y se llega agarrándose fuerte de la cola de un
barrilete.
Y se llega por las escaleras del silencio con un
ramito de lluvia entre las manos, como si fuera un ramo de violetas... porque
para mí el ramo de violetas es casi un pasaporte obligado a la infancia: las
tres hermanitas poníamos un ramo de violetas sobre la tumba de Franck Brown,
los domingos, cuando íbamos al cementerio a llevar flores a mamá.
Franck, el payaso que nunca conocimos porque había
muerto muchos años antes de que naciéramos.
Franck Brown, de quién la abuela nos contaba
cuentos tenía la cara enharinada y dos lágrimas de carbonilla negra.
Tenía cuellos de volados almidonados que parecían
corolas de flores.
Y un gorro de arco iris, muy pequeño, muy pequeño,
igual que una mariposa de alas abiertas posada sobre su cabeza.
Con su circo recorría todas las provincias
argentinas, llevando magia y alegría a los grandes y a los chicos.
En su cara versearon y cantaron payadores.
Betinotti fue uno de ellos.
Franck Brown hablaba un castellano inglesado pero
tomaba mate y conocía los caminos como un baqueano.
En mi escondite Franck Brown saluda con una
reverencia y tres niñas le tienden tres ramos de violetas en agradecimiento de
una función de circo que nunca vieron pero que presintieron desde siempre.
En mi escondite el viento infla un vestido de
organza blanca de primera comunión que mi mamá nunca me vió puesto.
Hay un río al que tiraba piedras cuando podía
escaparme de mi casa a la hora de la siesta, cuando los grandes dormían y yo de
repente ya no le tenía miedo a las arañas.
Hay un libro de poesía dominicana en donde aprendí
de memoria los primeros poemas de Manuel de Cabral.
A Manuel lo conocí hace dos años, por la calle
Florida; le recité uno de sus poemas aprendidos en mi niñez y el me regalo sus
libros dedicados y firmados.
Son esos que no les presto a nadie.
Son los que les leo en voz alta a mis amigos,
cuando vienen a visitarme.
Hay pedacitos de turrón que yo me levantaba a
roer, silenciosamente, en las madrugadas de Navidades y Años Nuevos.
Hay una muñeca Marilú que mi mamá me regaló cuando
cumplí 7 años, me la olvidé afuera, llovió... y se deshizó adentro del vestido
de seda celeste (pero en el escondite esta recién sacada de la caja, pintadita,
con mejillas ruborosas).
Hay uñas de pétalo de malvón que me pegaba con
saliva sobre mis uñitas comidas, inventándome manos de señorita muy aseñorada.
Y un rosario de cristal de roca que se me perdió
en la escuela.
Y un plato de scons recién sacado del horno por mi
abuela.
Y hay gustos: los rabanitos tan picantes para mis
nueve años, el berro que mi hermana Marta decía que tenía el mismo sabor de las
hormigas, la mareadora cerveza que me dejaban beber "solo un sorbo",
los confites de "yapa" en la farmacia Splendid.
Y están las tres películas de las funciones del
domingo en el Bijou, mi amor prematuro por Gary Cooper, mi ventana sobre la
parada del tranvía 84, las bromas por teléfono
el " día de los inocentes".
Todo allí está reluciente y oloroso.
Todo está nuevo y mío en el escondite al que a
veces llego a través de las lágrimas y la nostalgia.
Y allá me espera siempre, siempre, sonriente, con
su ramo de violetas entre las manos, Frank Brown charlando con mi abuela...¡que
no sé por qué se han hecho tan amigos Mamá Sara y Frank Brown!
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