Enrique Anderson Imbert
Enrique Anderson Imbert, literato argentino, nació en Córdoba en 1910 y
falleció en 2000 en Buenos Aires.
Más reconocido en el extranjero que en su país natal, el
intelectual argentino Enrique Anderson Imbert, cosechó elogios por sus novelas
y cuentos, pero también y sobre todo por sus aportaciones a la crítica
literaria.
De su estilo se dijo siempre que brotaba de una imaginación
frondosa y a la vez acotada al europeísmo del Río de la Plata.
Estructuras montadas sobre bases casi matemáticas y la pluma
propia de quien da prioridad al raciocinio.
De joven Anderson comenzó a publicar artículos en la revista
literaria del diario bonaerense La Nación y llegó a ser director de la página
literaria del periódico socialista La Vanguardia.
Cuando apenas había cumplido 24 años, obtuvo un premio
municipal por su novela Vigilia.
En 1965, la Universidad de Harvard creó para él la Cátedra
de Literatura Hispanoamericana.
Como crítico, su obra más polémica fue Antiborges, que
publicó junto a Pedro Orgambide y Raúl Scalabrini.
En ella pronosticaba un futuro obscuro para la obra del
escritor argentino, una profecía que nunca se cumplió.
En 1994 fue candidato al Premio Cervantes, pero fue superado
en votos por el escritor peruano Mario Vargas Llosa.
Jubilado desde 1980 de sus clases en EEUU, regresó a su
patria en los últimos años y se instaló en Buenos Aires, donde falleció.
L U N A
Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la
vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
—¡Chist! —cuchicheó el farmacéutico a su mujer—. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
—¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada
con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas.
—Y... alguien podría bajar desde la azotea.
—Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son
lisas...
—Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que
una persona dijera tres veces "tarasá" para que, arrojándose de
cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta
y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es
tarde y hay que dormir.
Entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por
una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto.
Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres
veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un
suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó
aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.
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