Abelardo
Castillo
EL
MARICA
Escúchame,
César, yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras
esto, porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro y las lleva
toda la vida, hasta que una noche siente que debe escribirlas, decírselas a
alguien, porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para
siempre en la vergüenza. Escúchame.
Vos
eras raro, uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño.
En la
Laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros.
A ellos
les daba risa.
Y a mí
también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es.
Cuando
entraste a primer año venías de un colegio de curas; San Pedro debió de
parecerte algo así como Brobdignac.
Brobdingnag : es un país ficticio de Jonathan Swift novela satírica
Los viajes de Gulliver ocupados por los gigantes. Lemuel Gulliver visita a la
tierra después de que el barco en el que viaja es desviado de su trayectoria y
que se separa de una fiesta explorar la tierra desconocida. (Nota aclaratoria del blogger).
No te
gustaba trepar a los árboles ni romper faroles a cascotazos ni correr carreras
hacia abajo entre los matorrales de la barranca.
Ya no
recuerdo cómo fue, cuando uno es chico encuentra cualquier motivo para querer a
la gente, sólo recuerdo que un día éramos amigos y que siempre andábamos
juntos.
Un
domingo hasta me llevaste a misa.
Al
pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta adiós, los
novios, a vos se te puso la cara como fuego y yo me di vuelta puteándolo y le
pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano.
Después,
vos me la querías vendar. Me mirabas.
—Te
lastimaste por mí, Abelardo.
—Cuando
dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi mano entre las tuyas y tus
manos eran blancas, delgadas.Cuando
dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi mano entre las tuyas y tus
manos eran blancas, delgadas.Cuando
dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi mano entre las tuyas y tus
manos eran blancas, delgadas.
No sé.
Demasiado
blancas, demasiado delgadas.
—Soltame
—dije.
—O a lo
mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo, tus manos y tus gestos y tu
manera de moverte, de hablar.
Yo
ahora pienso que en el fondo a ninguno de nosotros le importaba mucho, y alguna
vez lo dije, dije que esas cosas no significan nada, que son cuestiones de
educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas.
Pero
ellos se reían, y uno también, César, acaba riéndose, acaba por reírse de macho
que es y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo
todo.
Yo te
quise de verdad. Oscura e inexplicablemente, como quieren los que todavía están
limpios.
Eras un
poco menor que nosotros y me gustaba ayudarte.
A la
salida del colegio íbamos a tu casa y yo te explicaba las cosas que no
comprendías.
Hablábamos.
Entonces
era fácil escuchar, contarte todo lo que a los otros se les calla.
A veces
me mirabas con una especie de perplejidad, una mirada rara, la misma mirada,
acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte.
—Una
tarde me dijiste:
—Sabes,
te admiro.
No pude
aguantar tus ojos.
Mirabas
de frente, como los chicos, y decías las cosas del mismo modo.
Eso
era.
—Es un
marica.
—Qué va
a ser un marica.
—Por
algo lo cuidas tanto.
Supongo
que alguna vez tuve ganas de decir que todos nosotros juntos no valíamos ni la
mitad de lo que él, de lo que vos valías, pero en aquel tiempo la palabra era
difícil y la risa fácil, y uno también acepta —uno también elige—, acaba por
enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche cuando vino el negro y habló de
verle la cara a Dios y dijo me pasaron un dato.
—Me
pasaron un dato —dijo—, por las Quintas hay una gorda que cobra cinco pesos,
vamos y de paso el César le ve la cara a Dios.
Y yo
dije macanudo.
—César,
esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
—¿Con
los muchachos?
—Sí,
qué tiene.
Porque
no sólo dije macanudo sino que te llevé engañado.
Vos te
diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho.
La luna
enorme, me acuerdo.
Alta
entre los árboles.
—Abelardo,
vos lo sabías.
—Callate
y entra.
—¡Lo
sabías!
—Entra,
te digo.
El
marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba como si nos midiera.
Dijo que eran cinco pesos.
Cinco pesos por cabeza, pibes. Siete por cinco, treinticinco.
Dijo que eran cinco pesos.
Cinco pesos por cabeza, pibes. Siete por cinco, treinticinco.
Verle
la cara a Dios, había dicho el negro.
De la
pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años.
Moqueando,
se pasaba el revés de la mano por la boca, nunca en mi vida me voy a olvidar de
aquel gesto.
Sus
piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El
negro hizo punta.
Yo sentía
una pelota en el estómago, no me animaba a mirarte.
Los
demás hacían chistes brutales, anormalmente brutales, en voz de secreto; todos
estábamos asustados como locos.
A
Aníbal le temblaba el fósforo cuando me dio fuego.
—Debe
estar sucia.
Cuando
el negro salió de la pieza venía sonriendo, triunfador, abrochándose la
bragueta.
Nos
guiñó un ojo.
—Pasa
vos.
—No, yo
no. Yo después.
Entró
el colorado; después entró Aníbal. Y cuando salían, salían distintos.
Salían
hombres.
Sí, ésa
era exactamente la impresión que yo tenía.
—Entré
yo.
—Cuando
salí vos no estabas.
—Dónde
está César.
—Disparó.
—Y el
ademán —un ademán que pudo ser idéntico al del negro— se me heló en la punta de
los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio porque de pronto yo
estaba fuera del rancho.
—Vos
también te asustaste, pibe.
—Tomando
mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus
piernas.
—Qué me
voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
—Agarró
pa aya —con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico
sonreía. Y el chico también dijo pa aya. Te alcancé frente al Matadero Viejo;
quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
—Lo
sabías.
—Volvé.
—No
puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
—Volvé,
animal.
—Por
Dios que no puedo.
—Volvé
o te llevo a patadas en el culo.
La luna
grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de
tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara
iluminada, desfigurándose de pronto.
Me
ardía la mano.
Pero
había que golpear, lastimar; ensuciarte para olvidarse de aquella cosa, como
una arcada, que me estaba atragantando.
—Bruto
—dijiste—. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros. Te
llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te
defendiste.
—Cuando
te ibas, todavía alcancé a decir:
—Maricón.
Maricón de mierda.
—Y
después lo grité.
—Escúchame,
César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas,
trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se
escupe la cara en el espejo. Pero, de golpe, un día necesita decirlas,
confesárselas a alguien. Escúchame.
—Aquella
noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a
contar a los otros. Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
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