Jorge Luis Borges
EL OTRO
El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al
norte de Boston, en Cambridge.
No lo escribí inmediatamente porque mi primer
propósito fue olvidarlo, para no perder la razón.
Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los
otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún
durante las desveladas noches que lo siguieron.
Ello no significa que su relato pueda conmover a
un tercero.
Serían las diez de la mañana.
Yo estaba recostado en un banco, frente al río
Charles.
A unos quinientos metros a mi derecha había un
alto edificio, cuyo nombre no supe nunca.
El agua gris acarreaba largos trozos de hielo.
Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el
tiempo.
La milenaria imagen de Heráclito*.
*[Al final de este relato agrego una
nota sobre Heráclito. (Yo El Blogger)].
Yo había dormido bien, mi clase de la tarde
anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos.
No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los
psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel
momento.
En la otra punta de mi banco alguien se había
sentado.
Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise
levantarme en seguida, para no mostrarme incivil.
El otro se había puesto a silbar.
Fue entonces cuando ocurrió la primera de las
muchas zozobras de esa mañana.
Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he
sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules.
El estilo me retrajo a un patio, que ha
desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha
muerto.
Luego vinieron las palabras.
Eran las de la décima del principio.
La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse
a la de Alvaro.
La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue
la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la
iglesia rusa?
Me contestó que si.
—En tal caso —le dije resueltamente— usted se
llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en
la ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco
lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos
pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con
la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas
que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de
serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de
plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de
libros. Los tres de volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en
acero y notas en cuerpo menor entre capítulo, el diccionario latino de
Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don
Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la
dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y,
escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres
sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un
primer piso en la plaza Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si
yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es
del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada
uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar,
tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño,
como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y
respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un
aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al
cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo
que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi
pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco
perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y
Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del
corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano
derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con
impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la
misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy
una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote
por una cosa tan común y corriente."Norah, tu hermana, se casó y tiene dos
hijos. A propósito, ¿en casa como están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe.
Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que
por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero
sé que son demasiados.Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido
y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros
de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de
los libros.
Cambié. Cambié de tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra
guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular;
Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler,
la cíclica batalla de Waterllo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y
seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y
cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las
cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la
superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que
pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si
cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera
reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención.
El miedo
elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba.
Yo, que no he sido
padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una
oleada de amor.
Vi que apretaba entre las manos un libro.
Le pregunté qué era.
—Los poseídos o, según creo, Los demonios de
Fyodor Dostoievski —me replicó no sin vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Que tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una
blasfemia.
—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que
nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de
que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había
recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los
personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen
de la obra completa.
—La verdad es que no —me respondió con cierta
sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que
preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había
pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos
antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría
la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la
espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía
hermano de todos.
Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de
todos los carteros, de todos buzos, de todos los que viven en la acera de los
números pares, de todos los afónicos, etcétera.
Me dijo que su libro se refería
a la gran masa de los oprimidos y parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no
es más que una abstracción. Sólo los individuos existen, si es que existe
alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentencio algún griego.
Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los
hechos memorables prescinden de frases memorables.
Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un
grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la
batalla hablan del barro o del sargento.
Nuestra situación era única y, francamente, no
estábamos preparados.
Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber
dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas.
Mi alter ego creía en la invención o
descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades
íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado.
La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y
la vida, el correr del tiempo y del agua.
Le expuse esta opinión, que expondría
en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya
olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también
era Borges?
—No había pensado en esa dificultad —. Le respondí
sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de
olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había
cumplido veinte años; un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le
contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra
lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado
para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que
no estás soñando conmigo.
—Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo
recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
—L'hydre - univers tordant son corps écaillé
d'astres [La hydra - el universo girando su cuerpo con escamas de
estrellas].
Sentí su casi temeroso estupor.
Lo repitió en voz baja,
saboreando cada resplandeciente palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir
una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo
recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche
ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la
deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un
anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es capaz de
mentir.
Medio siglo no pasa en vano.
Bajo nuestra conversación de personas de
miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos.
Eramos demasiado distintos y demasiado parecidos.
No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el
dialogo.
Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco
del otro.
La situación era harto anormal para durar mucho
más tiempo.
Aconsejar o discutir era inútil, porque su
inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge.
Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como
prueba una flor.
Al despertarse, ahí está la flor.
Se me
ocurrió un artificio análogo.
—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí — me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta
noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge,
y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores.
Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos
que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño.
Lo examinó con avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil
novecientos sesenta y cuatro. (Meses después alguien me dijo que los billetes
de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo
milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán
quedado horrorizados. No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias
librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río.
El arco del escudo de plata perdiéndose en el río
de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no
lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces,
deja de ser aterrador.
Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en
ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj,
que se le había hecho tarde.
Los dos mentíamos y cada cual sabía que su
interlocutor estaba mintiendo.
Le dije que iban a venir a buscarme.
—¿A buscarlo? —me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi
por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado.
Al día siguiente no fui.
El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he
contado a nadie.
Creo haber descubierto la clave.
El encuentro fue real, pero el otro conversó
conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la
vigilia y todavía me atormenta el encuentro.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente.
Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el
dólar.
Algo sobre Heráclito
Heráclito de Éfeso, conocido también
como «El Oscuro de Éfeso», fue un filósofo griego.
Nació hacia el año 535 antes
de nuestra era y falleció hacia el 484 antes de nuestra era.
La obra de Heráclito es netamente
aforística.
Heráclito afirma que el fundamento de
todo está en el cambio incesante.
El ente deviene y todo se transforma en
un proceso de continuo nacimiento y destrucción al que nada escapa.
Es común incluir a Heráclito entre los
primeros filósofos físicos, que pensaban que el mundo procedía de un principio
natural (como el agua para Tales, el aire para Anaxímenes y el Ápeiron para
Anaximandro), y este error de clasificación se debe a que, para Heráclito, este
principio es el fuego, lo cual no debe leerse en un sentido literal, pues es
una metáfora como, a su vez, lo eran para Tales y Anaxímenes.
El principio del
fuego refiere al movimiento y cambio constante en el que se encuentra el mundo.
Esta permanente movilidad se fundamenta en una estructura de contrarios.
La contradicción
está en el origen de todas las cosas.
Todo este fluir está regido por una ley
que él denomina Logos.
Este Logos no sólo rige el devenir del mundo, sino que
le habla al hombre, aunque la mayoría de las personas «no sabe escuchar ni
hablar».
El orden real coincide con el orden de la razón, una «armonía
invisible, mejor que la visible», aunque Heráclito se lamenta de que la mayoría
de las personas viva relegada a su propio mundo, incapaces de ver el real.
Si
bien Heráclito no desprecia el uso de los sentidos (como Platón) y los cree
indispensables para comprender la realidad, sostiene que con ellos no basta y
que es igualmente necesario el uso de la inteligencia, como afirma en el
siguiente e importante fragmento:
Se engañan los hombres [...] acerca del
conocimiento de las cosas manifiestas, de la misma manera que Homero, que fue
[considerado] el más sabio de todos los griegos.
A él, en efecto, unos niños
que mataban piojos lo engañaron, diciéndole: "cuantos vimos y atrapamos, tantos
dejamos; cuantos ni vimos ni atrapamos, tantos llevamos".
Al uso de los sentidos y de la
inteligencia, hay que agregarle una actitud crítica e indagadora.
La mera
acumulación de saberes no forma al verdadero sabio, porque para Heráclito lo
sabio es «uno y una sola cosa», esto es, la teoría de los opuestos.
Quizás el
fragmento más conocido de su obra dice:
En los mismos ríos entramos y no
entramos, [pues] somos y no somos [los mismos].
De Heráclito es también la doctrina
cosmológica del eterno retorno: la transformación universal tiene dos etapas
que se suceden cíclicamente: una descendente por contracción o condensación, y
otra ascendente por dilatación.
Algunas frases de Heráclito:
«En los mismos ríos entramos y no
entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]» (citado erróneamente, debido a
una obra de Platón, como «Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo
río»).
«La armonía invisible es mayor que la
armonía visible».
«Ni aun recorriendo todo camino llegarás
a encontrar los límites del alma; tan profundo logos tiene».
«Pero aunque el logos es común, casi
todos viven como si tuvieran un inteligencia particular».
«Conviene saber que la guerra es común a
todas las cosas y que la justicia es discordia».
Heráclito reprocha al poeta que dijo:
«¡Ojalá se extinguiera la discordia de entre los dioses y los hombres!», a lo
que responde:
«Pues no habría armonía si no hubiese agudo y grave, ni animales
si no hubiera hembra y macho, que están en oposición mutua».
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