CUENTOS
CHINOS
CUENTOS CHINOS ANONIMOS
EL PAISAJISTA
Un pintor de mucho talento fue enviado por el
emperador a una provincia lejana y desconocida, recién conquistada, con la
misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así
aquellos lugares remotos.
El pintor viajó mucho, visitó y observó
detenidamente todos los parajes de los nuevos territorios, pero regresó a la
capital sin una sola imagen, sin ni siquiera un boceto.
El emperador se sorprendió por ello y se enojó
mucho.
Entonces el pintor pidió que le habilitaran un
gran lienzo de pared del palacio.
Sobre aquella pared representó todo el país que
acababa de recorrer.
Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador
fue a visitar el gran fresco.
El pintor, varilla en mano, le explicó todos los
rincones de la lejana provincia: los poblados, las montañas, los ríos, los
bosques…
Cuando la descripción finalizó, el pintor se
acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía
perderse en el espacio.
Los ayudantes tuvieron la sensación de que el
cuerpo del pintor se adentraba en el sendero, que avanzaba poco a poco en el
paisaje, que se hacía más pequeño y se iba perdiendo a lo lejos.
Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos.
Y al instante desapareció todo el paisaje y quedó el inmenso muro desnudo.
EL ESPEJO CHINO
Un campesino chino se fue a la ciudad para vender
la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el
campesino se reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente.
Después, un poco confuso, en el momento de
regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era?
No lo podía recordar.
Entonces compró en una tienda para mujeres lo
primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a
trabajar sus campos.
La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar
desconsoladamente.
La madre le preguntó la razón de aquellas
lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
—Mi marido ha traído a otra mujer, joven y
hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su
hija:
—No tienes de qué preocuparte, es una vieja.
EL VERDUGO WANG LUNG
Durante el reinado del segundo emperador de la
dinastía Ming vivía un verdugo llamado Wang Lun.
Era un maestro en su arte y su fama se extendía
por todas las provincias del imperio.
En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y
a veces había que decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión.
Wang Lung tenía la costumbre de esperar al pie del
patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna melodía agradable, mientras
ocultaba tras la espalda su espada curva para decapitar al condenado con un
rápido movimiento cuando este subía al patíbulo.
Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida,
pero su realización le costó cincuenta años de intensos esfuerzos.
Su ambición era decapitar a una condenado con un
mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de
la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la
mesa cuando se retira repentinamente el mantel.
El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya
tenía setenta y ocho años.
Ese día memorable tuvo que despachar de este mundo
a dieciséis personas para que se reunieran con las sombras de sus antepasados.
Como de costumbre se encontraba al pie del
patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas por
su inimitable mandoble de maestro.
Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado.
Cuando el hombre comenzó a subir los escalones del
patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble,
que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones
restantes sin advertir lo que le había ocurrido.
Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang
Lung:
—¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la
agonía de mi espera, cuando despachaste a todos los demás con tan piadosa y
amable rapidez?
Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la
ambición de su vida se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su
rostro; luego, con exquisita cortesía, le dijo al condenado:
—Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por
favor.
EL ENCANTO
Ch´ienniang era la hija del señor Chang Yi,
funcionario de Hunan.
Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven
inteligente y apuesto. Habían crecido juntos y, como el señor Chang Yi quería
mucho al muchacho, dijo que lo aceptaría de yerno. Ambos escucharon la promesa,
y como estaban siempre juntos, el amor aumentó día a día. Ya no eran niños y llegaron
a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre no lo advirtió. Un día
un joven funcionario le pidió la mano de su hija y el señor Chang Yi ,
olvidando su antigua promesa, consintió.
Ch´ienniang, debiendo elegir entre el amor y el
respeto que le debía a su padre, estuvo a punto de morir de pena, y el joven
estaba tan despechado que decidió abandonar el país para no ver a su novia
casada con otro. Inventó un pretexto y le comunicó a su tío que debía marchar a
la capital.
Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero,
regalos, y le ofreció una fiesta de despedida.
Wang Chu, desesperado, pasó cavilando todo el
tiempo de la fiesta, diciéndose que era mejor partir y no empeñarse en un amor
imposible.
Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado
unas millas cuando cayó la noche.
Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y
que descansaran, pero por más que se esforzó no pudo conciliar el sueño. Hacia
la medianoche, oyó pasos que se acercaban.
Se incorporó y preguntó:
—¿Quién anda ahí, a estas horas de la noche?
—Soy yo, soy Ch´ienniang.
Sorprendido y feliz, Wang Chu la hizo entrar a la
embarcación. Ella le dijo que el padre había sido injusto con él y que no podía
resignarse a la separación.
También ella había temido que Wang Chu, en su
desesperación, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la
cólera de los padres y la reprobación de la gente y había venido para seguirlo
a donde fuera. Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen.
Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos
hijos. Pero no llegaban noticias de la familia y Ch´ienniang pensaba cada vez
más en su padre. Ésta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres
vivían o no, y una noche le confió a Wang Chu su pena.
—Eres una buena hija —dijo él—, ya han pasado
cinco años y se les debe de haber pasado el enojo. Volvamos a casa.
Ch´ienniang se regocijó y se aprestaron a regresar
con los niños. Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo
a Ch´ienniang.
—No sabemos cómo encontraremos a tus padres.
Déjame ir antes a averiguarlo.
Al divisar la casa, sintió que el corazón le
latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió
perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo:
—¿De qué hablas? Hace cinco años Ch´ienniang está
en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez.
—No comprendo —dijo Wang Chu—, ella está
perfectamente sana y nos espera a bordo.
Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas
a ver a Ch´ienniang. La la encontraron sentada en la embarcación bien ataviada
y contenta. Maravillada, las doncellas volvieron y aumentó el asombro de Chang
Yi.
Entretanto, la enferma había oído las noticias y
parecía haberse curado: sus ojos brillaban con una nueva luz. Abandonó el lecho
y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la
embarcación.
La que estaba a bordo iba hacia la casa: se
encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo
quedó una Ch´ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron,
pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio, para evitar
comentarios.
Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch´ienniang
vivieron juntos y fueron felices.
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