viernes, 21 de septiembre de 2012

CUENTOS CHINOS








CUENTOS  CHINOS




CUENTOS  CHINOS  ANONIMOS





EL  PAISAJISTA


Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana y desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así aquellos lugares remotos.

El pintor viajó mucho, visitó y observó detenidamente todos los parajes de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin ni siquiera un boceto.

El emperador se sorprendió por ello y se enojó mucho.

Entonces el pintor pidió que le habilitaran un gran lienzo de pared del palacio.

Sobre aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer.

Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco.

El pintor, varilla en mano, le explicó todos los rincones de la lejana provincia: los poblados, las montañas, los ríos, los bosques…

Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio.

Los ayudantes tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba en el sendero, que avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacía más pequeño y se iba perdiendo a lo lejos.

Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje y quedó el inmenso muro desnudo.









EL  ESPEJO  CHINO

Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.

Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente.

Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era?

No lo podía recordar.

Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.

Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos.

La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente.

La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.

La mujer le dio el espejo y le dijo:

—Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.

La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:

—No tienes de qué preocuparte, es una vieja.



 




EL  VERDUGO  WANG  LUNG


Durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming vivía un verdugo llamado Wang Lun.

Era un maestro en su arte y su fama se extendía por todas las provincias del imperio.

En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y a veces había que decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión.

Wang Lung tenía la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna melodía agradable, mientras ocultaba tras la espalda su espada curva para decapitar al condenado con un rápido movimiento cuando este subía al patíbulo.
 
Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su realización le costó cincuenta años de intensos esfuerzos.

Su ambición era decapitar a una condenado con un mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la mesa cuando se retira repentinamente el mantel.

El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y ocho años.

Ese día memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis personas para que se reunieran con las sombras de sus antepasados.

Como de costumbre se encontraba al pie del patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas por su inimitable mandoble de maestro.

Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado.

Cuando el hombre comenzó a subir los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que le había ocurrido.

Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung:

—¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?

Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía, le dijo al condenado:

—Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.








EL  ENCANTO


Ch´ienniang era la hija del señor Chang Yi, funcionario de Hunan.

Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven inteligente y apuesto. Habían crecido juntos y, como el señor Chang Yi quería mucho al muchacho, dijo que lo aceptaría de yerno. Ambos escucharon la promesa, y como estaban siempre juntos, el amor aumentó día a día. Ya no eran niños y llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre no lo advirtió. Un día un joven funcionario le pidió la mano de su hija y el señor Chang Yi , olvidando su antigua promesa, consintió.

Ch´ienniang, debiendo elegir entre el amor y el respeto que le debía a su padre, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que decidió abandonar el país para no ver a su novia casada con otro. Inventó un pretexto y le comunicó a su tío que debía marchar a la capital.

Como el tío no logró disuadirlo, le dio dinero, regalos, y le ofreció una fiesta de despedida.

Wang Chu, desesperado, pasó cavilando todo el tiempo de la fiesta, diciéndose que era mejor partir y no empeñarse en un amor imposible.

Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas millas cuando cayó la noche.

Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran, pero por más que se esforzó no pudo conciliar el sueño. Hacia la medianoche, oyó pasos que se acercaban.

Se incorporó y preguntó:

—¿Quién anda ahí, a estas horas de la noche?

—Soy yo, soy Ch´ienniang.

Sorprendido y feliz, Wang Chu la hizo entrar a la embarcación. Ella le dijo que el padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación.

También ella había temido que Wang Chu, en su desesperación, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la cólera de los padres y la reprobación de la gente y había venido para seguirlo a donde fuera. Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen.

Pasaron cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaban noticias de la familia y Ch´ienniang pensaba cada vez más en su padre. Ésta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no, y una noche le confió a Wang Chu su pena.

—Eres una buena hija —dijo él—, ya han pasado cinco años y se les debe de haber pasado el enojo. Volvamos a casa.

Ch´ienniang se regocijó y se aprestaron a regresar con los niños. Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch´ienniang.

—No sabemos cómo encontraremos a tus padres. Déjame ir antes a averiguarlo.

Al divisar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo:

—¿De qué hablas? Hace cinco años Ch´ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez.

—No comprendo —dijo Wang Chu—, ella está perfectamente sana y nos espera a bordo.

Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch´ienniang. La la encontraron sentada en la embarcación bien ataviada y contenta. Maravillada, las doncellas volvieron y aumentó el asombro de Chang Yi.

Entretanto, la enferma había oído las noticias y parecía haberse curado: sus ojos brillaban con una nueva luz. Abandonó el lecho y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación.

La que estaba a bordo iba hacia la casa: se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch´ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que guardaran silencio, para evitar comentarios.

Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch´ienniang vivieron juntos y fueron felices.












  

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