JULIO CORTAZAR
Cuento sin moraleja
Un
hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien, aunque encontraba mucha gente
que discutía los precios y solicitaba descuentos.
El hombre accedía casi
siempre, y así pudo vender muchos gritos de vendedores callejeros, algunos
suspiros que le compraban señoras rentistas, y palabras para consignas,
eslóganes, membretes y falsas ocurrencias.
Por fin el hombre supo que había llegado la hora y pidió audiencia al tiranuelo
del país, que se parecía a todos sus colegas y lo recibió rodeado de generales,
secretarios y tazas de café.
—Vengo
a venderle sus últimas palabras —dijo el hombre—. Son muy importantes porque a
usted nunca le van a salir bien en el momento, y en cambio le conviene decirlas
en el duro trance para configurar fácilmente un destino histórico
retrospectivo.
—Traducí
lo que dice— mando el tiranuelo a su intérprete.
—Habla
en argentino, Excelencia.
—¿En
argentino? ¿Y por qué no entiendo nada?
—Usted
ha entendido muy bien —dijo el hombre—. Repito que vengo a venderle sus últimas
palabras.
El
tiranuelo se puso en pie como es de práctica en estas circunstancias, y
reprimiendo un temblor, mandó que arrestaran al hombre y lo metieran en los
calabozos especiales que siempre existen en esos ambientes gubernativos.
—Es
lástima— dijo el hombre mientras se lo llevaban—. En realidad usted querrá
decir sus últimas palabras cuando llegue el momento, y necesitará decirlas para
configurar fácilmente un destino histórico retrospectivo. Lo que yo iba a
venderle es lo que usted querrá decir, de modo que no hay engaño. Pero como no
acepta el negocio, como no va a aprender por adelantado esas palabras, cuando
llegue el momento en que quieran brotar por primera vez y naturalmente, usted
no podrá decirlas.
—¿Por
qué no podré decirlas, si son las que he de querer decir? —pregunto el
tiranuelo ya frente a otra taza de café.
—Porque
el miedo no lo dejará —dijo tristemente el hombre—. Como estará con una soga al
cuello, en camisa y temblando de frío, los dientes se le entrechocaran y no
podrá articular palabra. El verdugo y los asistentes, entre los cuales habrá
alguno de estos señores, esperarán por decoro un par de minutos, pero cuando de
su boca brote solamente un gemido entrecortado por hipos y súplicas de perdón
(porque eso si lo articulará sin esfuerzo) se impacientarán y lo ahorcarán.
Muy
indignados, los asistentes y en especial los generales, rodearon al tiranuelo
para pedirle que hiciera fusilar inmediatamente al hombre.
Pero
el tiranuelo, que estaba pálido como la muerte, los echó a empellones y se
encerró con el hombre, para comprar sus últimas palabras.
Entretanto,
los generales y secretarios, humilladísimos por el trato recibido, prepararon
un levantamiento y a la mañana siguiente prendieron al tiranuelo mientras comía
uvas en su glorieta preferida.
Para
que no pudiera decir sus últimas palabras lo mataron en el acto pegándole un
tiro.
Después
se pusieron a buscar al hombre, que había desaparecido de la casa de gobierno,
y no tardaron en encontrarlo, pues se paseaba por el mercado vendiendo pregones
a los saltimbanquis.
Metiéndolo
en un coche celular, lo llevaron a la fortaleza, y lo torturaron para que
revelase cuales hubieran podido ser las últimas palabras del tiranuelo.
Como
no pudieron arrancarle la confesión, lo mataron a puntapiés.
Los
vendedores callejeros que le habían comprado gritos siguieron gritándolos en
las esquinas, y uno de esos gritos sirvió más adelante como santo y seña de la
contrarrevolución que acabó con los generales y los secretarios.
Algunos,
antes de morir, pensaron confusamente que todo aquello había sido una torpe
cadena de confusiones y que las palabras y los gritos eran cosa que en rigor
pueden venderse pero no comprarse, aunque parezca absurdo.
Y
se fueron pudriendo todos, el tiranuelo, el hombre y los generales y
secretarios, pero los gritos resonaban de cuando en cuando en las esquinas.
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