ABELARDO CASTILLO
Abelardo Castillo nació en Buenos Aires en 1935, pero toma
como lugar de nacimiento, por decisión, la ciudad costera bonaerense de San
Pedro, adonde se traslada con su padre, y donde vive hasta los 18 años.
Publica sus primeros cuentos en 1959. Gana un premio en el
concurso de la revista "Vea y Lea" en 1959, siendo miembros del jurado:
Borges, Bioy Casares y Peyrou.
Funda "El Grillo de Papel", continuada por
"El Escarabajo de Oro", una de las revistas literarias de más larga
vida, de 1959 a 1974, enfocada por su adhesión al existencialismo, al compromiso
sartreano del escritor.
Luego, desde 1977 hasta 1986, dirige "El
Ornitorrinco".
Su primera obra de teatro, "El otro Judas" en 1959,
reitera el problema de la culpa que asume el traidor del Nazareno, tal vez como
un secreto instrumento de Dios, quizá desde el acto existencial de la
responsabilidad de un hombre por todos los hombres.
Culpa y castigo que son tema de numerosos cuentos de este
narrador, un hilo conductor por los arrabales, las casas, los boliches, los
cuarteles, las calles de la ciudad o de pequeños pueblos de provincia, donde
sus personajes llegan, por lo general, a situaciones límite.
No son pocas las
veces que parecen concurrir a una cita para dirimir un pleito con su propio
destino.
La fatalidad de los sucesos hace recordar a Borges, una de sus
devociones, de quien toma a veces cierta entonación criolla y distante.
En
otros cuentos, largos períodos apenas puntuados por la coma, aluden a la
violencia, al vértigo de las imágenes, al vivir en tensión de sus criaturas.
Algunos relatos incursionan en el delirio y lo fantástico y
son secretos homenajes a Poe, a quien Abelardo Castillo transformó en personaje
teatral en Israfel, obra premiada por un jurado internacional y que tuviera
aquí un largo éxito.
Ha obtenido varios premios nacionales e internacionales y
algunos de sus cuentos, novelas y obras de teatro, han sido traducidos al
inglés, francés, italiano, alemán, eslovaco, ruso y polaco.
LA MUJER DE OTRO
Supongo que siempre lo supe; un
día yo iba a terminar llamando a esa puerta.
Ese día fue esta noche.
La casa es más o menos como la
imaginaba, una casa de barrio, en Floresta, con un jardín al frente, si es que
se le puede llamar jardín a un pequeño rectángulo enrejado en el que apenas
caben una rosa china y dos o tres canteros, cubiertos ahora de maleza.
No sé por qué digo ahora.
Pudieron haber estado siempre
así.
Hay un enano de jardín, esto sí
que no me lo imaginaba.
El marido de Carolina me contó
que lo había comprado ella misma, un año atrás.
Carolina había llegado en taxi,
una noche de lluvia; dejó el automóvil esperando en la calle y entró en la casa
como una tromba.
—Tengo un auto en la puerta y me
quedé sin plata, le dijo, págale por favor y de paso bajá el paquete con el
enano.
—Usted la conoció bastante —me
dijo él, y yo no pude notar ninguna doble intención en sus palabras—. Ya sabe
cómo era ella.
Le contesté la verdad.
Era difícil no contestarle la
verdad a ese hombre triste y afable.
Le contesté que no estaba seguro
de haberla conocido mucho.
—Eso es cierto —dijo él,
pensativo—. No creo que haya habido nadie que la conociera realmente. —Sonrió,
sin resentimiento. —Yo, por lo menos, no la conocí nunca.
Pero esto, fue mucho más tarde,
al irme; ahora estábamos sentados en la cocina de la casa y no haría media hora
que nos habíamos visto las caras por primera vez.
Carolina me lo había nombrado
sólo en dos o tres ocasiones, como si esa casa con todo lo que había dentro,
incluido él, fueran su jardín secreto, un paraíso trivial o alguna otra cosa a
la que yo no debía tener acceso.
Esta noche yo había llegado
hasta allí como mandado por una voluntad maligna y ajena.
Desde hacía meses rondaba el
barrio, y esta noche, sencillamente, toqué el timbre.
Él salió a abrirme en pijama,
con un sobretodo echado de cualquier modo sobre los hombros.
Le dije mi nombre.
No se sorprendió, al contrario.
Hubiera podido jurar que mi
visita no era lo peor que podía pasarle.
—Perdóneme el aspecto —dijo él—.
Estoy solo y no esperaba a nadie.
Tenía la apariencia exacta de
eso que había dicho.
Un hombre solo que no espera a
nadie.
Yo había tocado el timbre sin
pensar qué venía a decirle, sin saber siquiera si venía a decirle algo.
No tenía la menor excusa para
estar en esa casa a la diez de la noche.
La situación era incómoda y
absurda, si es que no era algo peor.
—Pase, pase —decidió de pronto—.
Me cambio en un minuto.
—No, por favor. —Pensé decirle
que mejor me iba; pero me interrumpió mi propia voz. —No tiene por qué
cambiarse.
Sólo me faltó agregar que podía
andar vestido como quisiera, que, al fin de cuentas, el marido de Carolina
había sido él y que ésta era su casa.
De todas maneras, yo no tenía
ningún interés en que se cambiara.
Tal vez haría bien en callarme
lo que sigue, pero sentí que, cualquier cosa que fuera lo que yo había venido a
buscar, me favorecía estar bien vestido, frente a ese hombre en pantuflas y con
un sobretodo encima del saco del pijama.
Eso, al llegar: ahora, las cosas
habían variado sutilmente.
Él estaba de verdad en su casa,
en su cocina, junto a una antigua estufa de hierro, confortablemente enfundado
en su pijama, y yo me sentía como un embajador de la Luna.
—¿Toma mate? —me preguntó con
precaución. Es increíble, pero le dije que sí. Tomar mate era un modo de
permanecer callado, de darse tiempo.
—Carolina, con toda su suavidad
y sus maneras, a la mañana, a veces también tomaba mate. Era muy cómica.
Chupaba la bombilla con el costado de la boca, como si jugara a ser la protagonista
de una letra de tango. No, no era eso. Tomaba mate con cara de pensar.
—Usted se preguntará a qué vine.
—No. Nunca me pregunto
demasiadas cosas, y siempre supe que algún día íbamos a encontrarnos. —Sonrió,
con los ojos fijos en el mate. —Pero, ya que lo dice: a qué vino.
Quise sentir agresión o desafío
en su voz.
No pude.
La pregunta era una pregunta
literal, sin nada detrás.
O con demasiadas cosas, como
aquello de la cara de pensar de Carolina, por ejemplo.
Yo conocía y amaba esa
cara.
La había visto al anochecer, en
alguna confitería apartada, mientras ella miraba su fantasma en el vidrio de la
ventana, sorbiendo una pajita.
La había visto de tarde, en mi
departamento, mientras ella mordía pensativamente un lápiz, cuando me dibujaba
uno de aquellos mapitas o planos de lugares y casas en los que había vivido de
chica, casas y lugares que por alguna razón parecían estar más allá de las
palabras y de los que siempre sospeché que jamás existieron, o no en las
historias que ella contaba.
Bueno, sí, yo también había
mirado muchas veces esa cara ausente y desprotegida, más desnuda que su cuerpo,
pero nunca la había mirado de mañana, mientras Carolina tomaba mate.
Pensé que tal vez debería estar
agradecido por eso, sin embargo no me resultó muy alentador.
Me iba a pasar lo mismo más
tarde, con la historia del enano.
Él acababa de preguntarme a qué
había venido.
—No sé. —Hice una pausa. La
palabra que necesité agregar era deliberadamente malévola. —Curiosidad —dije.
—Me doy cuenta —murmuró él.
No sé qué quiso decir, pero
causaba toda la impresión de que sí, de que en efecto se daba cuenta.
Llegué a mi departamento después
de la una de mañana, lo que significa que estuve con él cerca de tres horas,
sin embargo no recuerdo más que fragmentos de nuestra conversación, fragmentos
que en su mayor parte carecen de sentido.
Hablamos de política, de una
noticia que traía el diario de la noche, la noticia de un crimen.
Hablamos de la inclemencia del
invierno en Buenos Aires.
Ahora tengo la sensación de que
casi no hablamos de Carolina.
En algún momento, él me preguntó
si yo quería ver unas fotos.
—Fotos —dije.
No pude dejar de sentir que esa
proposición encerraba una amenaza.
Imaginé un álbum de casamiento,
fotografías de Carolina en bikini, fotografías de los dos riéndose o abrazados,
sabe Dios qué otro tipo de imágenes.
—Fotos —repitió él—. Fotos de
Carolina. Hice uno de esos gestos vagos que pueden significar cualquier cosa.
—Es un poco tarde —dije.
—No son tantas —dijo él,
poniéndose de pie—. Hace mucho que no las miro.
Salió de la cocina y me dejó
solo.
Yo aproveché la tregua para
observar a mi alrededor.
Intenté imaginar a Carolina
junto a esa mesada, o, en puntas de pie, tratando de alcanzar una cacerola, un
hervidor de leche.
Tal vez era algo como eso lo que
yo había venido a buscar a esa casa.
En una de las paredes vi dos
cuadritos muy pequeños.
Me levanté para mirarlos de
cerca.
No me dijeron nada.
Eran algo así como mínimas
naturalezas muertas, ínfimas cocinas dentro de otra cocina.
Cómo saber si ella los había
colgado, cómo saber si habían significado algo el día que los eligió.
Cuando él volvió a entrar, traía
un pantalón puesto de apuro sobre el pantalón del pijama, y un grueso pulóver,
que me pareció tejido a mano.
Traía también una caja de
cartón.
Se sentó un poco lejos de mí y
me alcanzó la primera fotografía: Carolina sola.
Detrás, unos árboles, que podían
ser una plaza o un parque.
Descartó varias y me alcanzó
otra.
Carolina sola, arrodillada junto
a un perro patas arriba.
Miró tres o cuatro más, una de
ellas con mucho detenimiento.
Las puso debajo del resto, en el
fondo de la caja, y me alcanzó otra.
Carolina sola.
Entonces sentí algo absurdo.
Sentí que ese hombre no quería
herirme.
—Ésta es linda —dijo.
Carolina, junto a un buzón, se
reía.
—Sí —dije sin pensar—. Era
difícil verla reírse así. El me miró con algo parecido al agradecimiento.
—Nunca había vuelto a mirarlas.
Solo es distinto.
—Usted no está en ninguna de las
que me mostró —le dije.
—Bueno, yo era el fotógrafo
—dijo él.
Poco más o menos, es todo lo que
recuerdo.
O todo lo que sucedió esta noche.
O todo lo que sucedió esta noche.
Le dije que tenía que irme y él
me acompañó hasta la puerta de la entrada, no hasta la verja.
Fue en ese momento cuando me
contó la historia del enano.
Después yo estaba descorriendo
el cerrojo de hierro y oí su voz a mi espalda.
—Era muy hermosa, ¿no es cierto?
Salí, cerré la verja y le contesté desde la vereda.
Salí, cerré la verja y le contesté desde la vereda.
—Sí —le dije—. Era muy hermosa.
Me pidió que volviera algún día.
Le dije que sí.
Le dije que sí.
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