sábado, 30 de marzo de 2013

LA PELOTA - Felisberto Hernández








 Felisberto Hernández

Nació y falleció en Montevideo, en1902 y 1964 respectivamente, fue un escritor y pianista notable. 

Vivió de sus conciertos de piano en Uruguay y Argentina mientras publicaba sus primeros y breves relatos desde 1925.

A los 23 años, Felisberto empezó a publicar aunque nunca fue muy conocido.

Tras la última etapa musical itinerante, abandonó la carrera de pianista dedicándose exclusivamente a la literatura.

Se caracteriza por sus obras de literatura fantástica pero basadas en la experiencia más personal.

En París, en su momento de mayor esplendor, conoció a África de las Heras, española, veterana de la Guerra Civil y agente de la KGB a quien se le encomendó seducirlo, por ser Felisberto individualista a ultranza. 

Tras casarse se instalaron en Montevideo donde ella trabajó como espía y finalmente se divorciaron sin que él supiera el papel que había desempeñado. 

Sus relaciones con las mujeres fueron bastante complicadas ya que se casó seis veces.

Aunque su trabajo de escritor eclipsó su carrera de pianista, su obra entera está impregnada de música, tanto en los temas evocados (un profesor de piano, un recital, un bandoneón), como en la forma de contar, al sugerir emociones con palabras de cierta sonoridad, al transformar el sentido de las palabras en función de los sonidos, al construir partes de su relato como variaciones de un mismo tema musical. 




LA  PELOTA 



Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre.

Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén.


Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que yo no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita —pronto para correr— yo le volví a pedir que me comprara la pelota.

Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. 

Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. 

Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. 

Jamás esa pelota sería como la del almacén. 


Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. 

Lo malo es que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. 

Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. 


Al tirarla contra el patio, el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. 


Después de haberle dado las más furiosas “patadas” me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. 

A veces se achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar dos o tres vueltas más. 



En una de esas veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección alguna y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. 

Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí.

Cuando me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento.
Entonces la abandoné en la mitad del patio.



Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara. 

Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos tristes, comíamos dulce de membrillo).



En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve que ensayarlo varias veces.

Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando volviera. 

En el almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes. 

Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado; pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto.

Entonces decidí ponerla en el portón y cuando pasara uno por la calle pegarle un pelotazo. 

Esperé sentado encima de ella. 

No pasó nadie. 

Al rato me paré para seguir jugando y la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una torta. 

Al principio me dio gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda. 

Cuando me volvió el cansancio y la angustia, le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota; que era una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza.

Ella se empezó a reír y a hacer saltar su gran barriga. 

Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una silla que mi abuela me arrimó. 

La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la respiración. 

Y después yo me fui quedando dormido. 



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