Haroldo Conti
Haroldo Pedro Conti nació en Chacabuco,
Buenos Aires, Argentina, 25 de mayo de 1925, desaparecido y secuestrado en
Buenos Aires el 5 de mayo de 1976, fue novelista, maestro de escuela primaria,
profesor de latín y literatura, empleado de banco, piloto civil, nadador,
navegante y guionista de cine argentino.
Estudió Filosofía en la
Universidad de Buenos Aires, se graduó en 1954 y escribió la película La bestia
debe morir.
Conti tenía adoración por el
Delta del río Paraná, por eso pasaba mucho tiempo en su casa del Delta de Tigre
y en algunas de sus obras (por ejemplo Sudeste) la descripción del gran río,
las islas y los otros ríos y canales de la región tienen un papel importante.
El 5 de mayo de 1976, tras el
golpe militar en Argentina, fue secuestrado.
Su nombre figura entre los
desaparecidos.
Cada año se conmemora en esa fecha el Día del Escritor
Bonaerense en honor a su memoria.
En 2009 el Municipio de Tigre
transformó su casa del Delta en un museo, situado a orillas del arroyo Gambado.
Perdido
El tren salía a las ocho o tal vez a las ocho y
media.
Recién diez minutos antes enganchaban la locomotora pero de cualquier
forma el tío se ponía nervioso una hora antes.
Todos los
del pueblo eran así.
Apenas llegaban y ya estaban pensando en la
vuelta.
Su padre había hecho lo mismo.
La mitad del tiempo pensaba en las gallinas, que
comían a su hora, o en el perro, que había dejado en lo del vecino. Para él
Buenos Aires era la Torre de los Ingleses, Alem, la avenida de Mayo y, por
excepción, el monumento a Garibaldi, en Plaza Italia, porque la primera vez que
vino, con la vieja, se extraviaron y fueron a parar allí.
Se sacaron una foto y el tipo de la máquina los
puso en un tranvía que los llevó a Retiro.
De cualquier forma llegaron una hora
antes y con todo estaban tan excitados que casi se meten en otro tren.
Mientras cruzaba la Plaza Británica con aquella
torre que de alguna manera presidía su vida, vista o entrevista a cualquier
hora del día en que pisó Buenos Aires, y luego los años y toda la perra vida, y
ahora esa vieja tristeza que le nacía de adentro, bueno, y la torre siempre
allí como el primer día.
Mientras cruzaba la plaza, pues, vio al tío por
anticipado en un rincón del hall del Pacífico (ellos todavía decían Pacífico)
encogido dentro del sobretodo que olía a tabaco, con la valija de cartón
imitación cuero a un lado y un montón de paquetes sobre las rodillas,
manoseando el boleto de segunda dentro del bolsillo para asegurarse de que todavía
seguía allí.
Lo había llamado dos o tres veces desde el hotel
Universo pero él estaba fuera y la muchacha entendió las cosas a medias.
Después trató de llegar hasta la casa, a pie, por supuesto, pues los troles y
los colectivos lo espantaban.
Se había extraviado en algún punto de Leandro
Alem y antes de perder de vista la Plaza Británica prefirió volver a Retiro y
esperar el tren.
Hacía un par de años que Oreste no veía al tío
pero estaba seguro de encontrarlo igual.
La misma cara blanca y esponjosa
salpicada de barritos y de pelos con aquellos ojos deslumbrados que se
empequeñecían cuando miraba algo fijo, el moñito a lunares marchito y
grasiento, el mismo sobretodo negro con el cuello de terciopelo, el chambergo
alto y aludo que se calzaba con las dos manos y el par de botines con
elásticos.
La estación Pacífico se había empequeñecido con
los años.
Eso parecía, al menos.
En realidad era un mísero galpón con un par de
andenes mal iluminados.
En otro tiempo, sin embargo, veía todo aquello coloreado
por una luz misteriosa.
La propia gente estaba impregnada de esa luz.
Era
espléndida, leve y gentil, como si no fuera a cambiar ni a morir nunca y la
estación lucía como un circo.
Pero la gente había cambiado de cualquier forma y
la vieja estación Pacífico lucía ahora como lo que era, un mísero galpón de
chapas lleno de ruidos y olor a frito.
Vio al tío en un banco, debajo del horario de
trenes.
Parecía muy pequeño e insignificante.
Tenía las manos metidas en los
bolsillos, las piernas bien juntas, un paraguas sobre las rodillas y la mirada
perdida en el aire.
Miraba en su dirección pero no lo veía.
No veía nada.
Reaccionó cuando lo tuvo delante.
—¡Oreste!
Se abrazaron y se besaron, de acuerdo a la vieja
costumbre.
Oreste dejó que el tío lo palmeara un buen rato.
Tenía ese olor
familiar, un olor masculino que evocaba a aquellos hombres reservados de su
infancia que le sonreían, con breve indulgencia, como el tío Ernesto, grande
como un ropero y delante del cual tragaba saliva invariablemente, o el gran tío
Agustín, la única vez que lo vio el día que vino de Bragado en aquel Ford A con
cadenas que echaba una nube de vapor por el gollete del radiador, o al propio
tío Bautista cuando era el mismo por entero y no apenas esta sombra.
Se apartaron y el tío preguntó sin soltarle los
brazos:
—¿Cómo va?
—Bien, bien.
Se miraron y sonrieron un rato y después se
volvieron a abrazar.
—¿Y usted, que tal?
—Bien, bien.
—¿La tía?
—Y, bien.....
Le puso una mano sobre un hombro y lo miró
largamente.
Oreste sonrió despacio.
Estaba acostumbrado a aquel estilo.
—¿A qué hora sale el tren?
—A las ocho y media.
—Son las siete y cuarto. Vamos a tomar algo.
—No... mejor nos quedamos aquí. ¿Adónde vamos a
ir? Entre que arriman el tren y enganchan la locomotora se va el tiempo.
Sí, pero nosotros no tenemos nada que ver en todo
eso. Vamos.
—¿Y a dónde? No hagas cumplidos conmigo, hijo.
Estuvieron forcejeando un rato hasta que por fin
lo convenció y se metieron en el bar de la estación.
Consiguieron un lugar desde
el cual, a través de una perspectiva complicada, veían un pedazo del andén
número 4.
Oreste pidió hesperidina y el tío, a fuerza de
insistir, un Cinzano con bíter.
—¿Cómo se largó hasta aquí?
—¡Eh!... hacía tiempo que lo tenía pensado.
El tío miró el reloj del bar y puso cara de
espanto.
—Está parado —dijo Oreste sujetándolo por un
brazo.
No parecía convencido. Sacó y examinó el viejo
Tissot con agujas orientales.
—¿Que te decía?... ¡Ah, sí! Vine a ver a mi primo,
Vicente. Hacía seis años que no lo veía. Somos del mismo pueblo, Baigorrita. Le
estaba prometiendo siempre. Que hoy, que mañana.
Sorbió un traguito de Cinzano.
—Está viejo. Casi no lo conozco.
Permaneció un rato en silencio con el mismo gesto
abstraído que tenía cuando esperaba en el hall.
—¿Qué tal? ¿Como va eso? —volvió a preguntar con
desgano.
—Bien, bien.
—¿Se progresa?
—Se progresa.
Se miraron con afecto, sonrieron y callaron.
El tío había sido siempre así. El tío y todos
ellos.
—Traje una punta de encargues. La tía me pidió
unas latas de "Sal de Hunt". Hace más de un año que anda detrás de
eso. Fui a buscarlas a Junín hace dos meses. No... en noviembre. Hace cuatro
meses.
—¿Para qué sirve?
—Para el estómago. Es una gran cosa. La gente toma
ahora toda clase de porquerías, pero esto es realmente bueno.
Silbó una locomotora y el tío se alarmó.
—Falta todavía.
Volvió a mirar el reloj y sorbió otro poco de
Cinzano.
—Bueno, fui a la Franco-Inglesa y conseguí todo lo
que quise. Le mostré el tarrito al tipo y me dijo: "Cuantos quiere?".
Apenas lo miró. ¿Te das cuenta?
Dentro de un rato iba a desaparecer en la
ventanilla de un vagón de segunda y no lo vería hasta dentro de cuatro o cinco
años. Había otros cinco antes de ahora. Su viejo desapareció así un día y no lo
vio más.
—¿Qué tal todo aquello? —preguntó Oreste después
de un rato.
Todo aquello, era un roce lastimero, un crepitar
de años envejecidos, una pregunta hecha a sí mismo, a un negro hoyo de sombras.
—Igual.
—¿Los muchachos?
—Siempre igual.
Callaron otra vez.
El tío hizo girar la copa y sorbió el último
trago.
—¿Qué hora es?
—Las ocho menos cuarto.
El tío saco el reloj y lo observó inquieto.
—Casi menos diez. ¿Vamos?
Oreste dudó un rato.
Vamos.
Estaban enganchando la locomotora. El tío recogió
los paquetes y la valijas y comenzó a caminar apresuradamente hacia el andén
número 4. Parecía haberlo olvidado.
Oreste trató de tomarle la valija y el tío lo miró
con extrañeza.
—Está bien, muchacho. No te molestés.
—Dele saludos a la tía. A todos.
—Gracias, querido. Gracias.
Corrieron a lo largo del tren tropezando con los
tipos de segunda que corrían a su vez como si la estación se les fuera a caer
encima y metían por las ventanillas los chicos o las valijas para conseguir
asiento.
El tío trepó a uno de los vagones cerca de la locomotora y al rato
sacó la cabeza por una ventanilla.
—¿Cuándo vas a ir por allá? —preguntó mirando más
bien a la gente que se apiñaba sobre el andén.
—Apenas pueda.
—Tenés que ir, eso es. ¿Cuándo dijiste?
—Cuando pueda.
El tío se apartó un momento para acomodar la
valija. Después se sentó en la punta del banco y permaneció en silencio.
Se miraron una vez y el tío sonrió y dijo:
—¡Oreste!...
Él sonrió también, desde muy lejos, al borde del
andén.
Sonó la campana y el tío asomó apresuradamente
medio cuerpo por la ventanilla.
—¡Chau, querido, chau! —dijo y lo besó en la
mejilla como pudo.
Trató de besarlo a su vez pero ya se había
sentado.
El tren se sacudió de punta a punta. El tío agitó
una mano y sonrió seguro.
Oreste corrió un trecho a la par del tren.
Corría
y miraba al tío que sonreía satisfecho, como aquellos hombres de la infancia.
Luego el tren se embaló y Oreste levantó una mano
que no encontró respuesta.
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