Jorge Luis Borges
EL
FIN
Recabarren,
tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco.
De
la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo
laberinto que se enredaba y desataba infinitamente...
Recobró
poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por
otras.
Miró
sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía
las piernas.
Afuera,
más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde;
había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo.
Con
el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había el pie
del catre.
Una
o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los
modestos acordes.
El
ejecutor era un negro que había desafiado a otro forastero a una larga payada
de contrapunto.
Vencido,
seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien.
Se
pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota
lo había amargado.
La
gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo.
Recabarren,
patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al
acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho
y había perdido el habla.
A
fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos
apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren,
que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de
América.
Habituado
a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que
el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un
chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la perta.
Recabarren
le preguntó con los ojos si había algún parroquiano.
El
chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no contaba.
El
hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro,
como si ejerciera un poder.
La
llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño.
Un
punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o
parecía venir, a la casa.
Recabarren
vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del
hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito.
A
unas doscientas varas dobló.
Recabarren
no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y
entrar con paso firme en la pulpería.
Sin
alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con
dulzura:
—Ya
sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El
otro, con voz áspera, replicó:
—Y
yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.
Hubo
un silencio. Al fin, el negro respondió:
—Me
estoy esperando a esperar. He esperado siete años.
El
otro explicó sin apuro:
—Más
de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise
mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
—Ya
me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.
El
forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana.
Pidió
una caña y la paladeó sin concluirla.
—Les
di buenos concejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les
dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un
lento acorde precedió la respuesta del negro:
—Hizo
bien. Así no se parecerán a nosotros.
—Por
lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi
destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la
mano.
El
negro, como si no lo oyera, observó:
—Con
el otoño se van acortando los días.
—Con
la luz que queda me basta — replicó el otro, poniéndose de pie.
Se
cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
—Dejá
en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los
dos se encaminaron a la puerta.
El negro, al salir, murmuró:
—Tal
vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El
otro contestó con seriedad:
—En
el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al
segundo.
Se
alejaron un trecho de las casas, caminando a la par.
Un
lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía.
De
pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas.
Ya
estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una
cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su
coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi
hermano.
Acaso
por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio.
Su
sangre lo sintió como un acicate.
Se
entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.
Hay
una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal
vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es
intraducible como una música...
Desde
su catre, Recabarren vio el fin.
Una
embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió
en una puñalada profunda, que penetró en el vientre.
Después
vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó.
Inmóvil,
el negro parecía vigilar su agonía laboriosa.
Limpió
el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar
para atrás.
Cumplida
su tarea de justiciero, ahora no era nadie.
Mejor
dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario