Julio Cortázar
LOS AMIGOS
En ese juego todo tenía que andar rápido.
Cuando el Número Uno decidió que había que
liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán
recibió la información pocos minutos más tarde.
Tranquilo pero sin perder un instante, salió del
café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi.
Mientras se bañaba en su departamento, escuchando
el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San
Isidro, un día de mala suerte en las carreras.
En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un
tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan
distintos.
Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que
pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía
ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del
café, y del auto.
Era curioso que al Número Uno se le hubiera
ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora;
quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un
poco viejo.
De todos modos, la torpeza de la orden le daba una
ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha
por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como
siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde.
Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en
el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su
intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no
dejaría de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la
vuelta a toda máquina.
Si los dos hacían las cosas como era debido —y
Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo— todo quedaría despachado
en un momento.
Volvió a sonreír pensando en la cara del Número
Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono
público para informarle de lo sucedido.
Vistiéndose despacio, acabó el atado de
cigarrillos y se miró un momento al espejo.
Después sacó otro atado del cajón, y antes de
apagar las luces comprobó que todo estaba en orden.
Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una
seda.
Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos
diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos
vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio.
Desde donde estaba era imposible que los del café
lo vieran.
De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador
para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le
daba rabia.
A las siete menos cinco vio venir a Romero por la
vereda de enfrente; lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco
cruzado.
Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo
que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí.
Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta
distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la
vereda.
Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche
en marcha y sacó el brazo por la ventanilla.
Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo
sorprendido.
La primera bala le dio entre los ojos, después
Beltrán tiró al montón que se derrumbaba.
El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a
un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí.
Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la
última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo
en otros tiempos.
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