Roberto Arlt
"Un hombre extraño" es un
texto que pertenece a la novela Los siete locos, de Roberto Arlt, editada en el
mes de octubre de 1929.
UN HOMBRE EXTRAÑO
A las diez de la mañana Erdosain llegó a Perú y
Avenida de Mayo.
Sabía que su problema no tenía otra solución que la
cárcel, porque Barsut seguramente no le facilitaría el dinero.
De pronto se sorprendió.
En la mesa de un café estaba el farmacéutico
Ergueta.
Con el sombrero hundido hasta las orejas y las manos
tocándose por los pulgares sobre el grueso vientre, cabeceaba con una expresión
agria, abotagada, en su cara amarilla.
Lo vidrioso de sus ojos saltones, su gruesa nariz
ganchuda, las mejillas fláccidas y el labio inferior casi colgando, le daban la
apariencia de un cretino.
Enfundaba su macizo cuerpazo en un traje de color de
canela y, a momentos, inclinado el rostro, apoyaba los dientes en el puño de
marfil de su bastón.
Por ese desgano y la expresión canalla de su
aburrimiento tenía el aspecto de un tratante de blancas.
Inesperadamente sus ojos se encontraron con los de
Erdosain, que iba a su encuentro, y el semblante del farmacéutico se iluminó
con una sonrisa pueril.
Aún sonreía cuando le estrechaba la mano a Erdosain,
que pensó:
¡Cuántas lo han querido por esa sonrisa!
Involuntariamente, la primera pregunta de Erdosain
fue:
—Y, ¿te casaste con Hipólita?
—Sí, pero no te imaginás el bochinche que se armó en
casa...
—¿Qué..., supieron que era de la vida?
—No... eso lo dijo ella después. ¿Vos sabés que
Hipólita antes de hacer la calle trabajó de sirvienta?...
—¿Y?
—Poco después que nos casamos, fuimos mamá, yo,
Hipólita y mi hermanita a lo de una familia. ¿Te das cuenta qué memoria la de
esa gente? Después de diez años reconocieron a Hipólita que fue sirvienta de
ellos. ¡Algo que no tiene nombre! Yo y ella nos vinimos por un camino y mamá y
Juana por otro. Toda la historia que yo inventé para justificar mi casamiento
se vino abajo.
—¿Y por qué confesó que fue prostituta?
—Un momento de rabia. Pero, ¿no tenía razón? ¿No se
había regenerado? ¿No me aguantaba a mí, a mí, que les he sacado canas verdes a
ellos?
—¿Y cómo te va?
—Muy bien... La farmacia da sesenta pesos diarios.
En Pico no hay otro que conozca la Biblia como yo. Lo desafié al cura a una
controversia y no quiso agarrar viaje.
Erdosain miró repentinamente esperanzado a su
extraño amigo. Luego le preguntó:
—¿Jugás siempre?
—Sí, y Jesús, por mi mucha inocencia, me ha revelado
el secreto de la ruleta.
—Vos no sabés... el gran secreto... una ley de
sincronismo estático... ya fui dos veces a Montevideo y gané mucho dinero, pero
esta noche salimos con Hipólita para hacer saltar la banca.
Y de pronto lanzó la embrollada explicación:
—Mirá, le jugás hipotéticamente una cantidad a las
tres primeras bolas, una a cada docena. Si no salen tres docenas distintas se
produce ferozmente el desequilibrio. Marcás, entonces, con un punto la docena
salida. Para las tres bolas que siguen quedará igual la docena que marcaste.
Claro está que el cero no se cuenta y que jugás a las docenas en series de tres
bolas. Aumentás entonces una unidad en la docena que no tiene alguna cruz,
disminuís, en una, quiero decir, en dos unidades la docena que tiene tres
cruces, y esta sola base te permite deducir la unidad menor que las mayores y
se juega la diferencia a la docena o las docenas que resulten.
Erdosain no había entendido. Contenía su deseo de
reír a medida que su esperanza crecía, pues era indudable que Ergueta estaba
loco. Por eso replicó:
—Jesús sabe revelar esos secretos a los que tienen
el alma llena de santidad.
—Y también a los idiotas —arguyó Ergueta, clavando
en él una mirada burlona, a medida que guiñaba el párpado izquierdo.
—Desde que yo me ocupo de esas cosas misteriosas he
hecho macanas grandes como casas, por ejemplo, casarme con esa atorranta...
—¿Y sos feliz con ella?
—... creer en la bondad de la gente, cuando todo el
mundo lo que tira es a hundirlo a uno y hacerle fama de loco...
Erdosain, impaciente, frunció el ceño; luego dijo:
—¿Cómo no querés que te tengan por loco? Vos fuiste,
según tus propias palabras, un gran pecador. Y de pronto te convertís, te casás
con una prostituta porque eso está escrito en la Biblia, le hablás a la gente
del cuarto sello y del caballo amarillo... claro... la gente tiene que creer
que estás loco, porque esas cosas no las conoce ni por las tapas. ¿A mí no me
tienen también por loco porque he dicho que habría que instalar una tintorería
para perros y metalizar los puños de las camisas?... Pero yo no creo que estés
loco. No, no lo creo. Lo que hay en vos es un exceso de vida, de caridad y de
amor al prójimo. Ahora, eso de que Jesús te haya revelado el secreto de la
ruleta me parece medio absurdo...
—Cinco mil pesos gané en las dos veces...
—Cinco mil pesos gané en las dos veces...
—Pongamos que sea cierto. Pero lo que te salva a vos
no es el secreto de la ruleta, si no el hecho de tener una hermosa alma. Sos
capaz de hacer el bien, de emocionarte ante un hombre que está a las puertas de
la cárcel...
—Eso sí que es verdad interrumpió Ergueta. Fijate
que hay otro farmacéutico en el pueblo que es un tacaño viejo. El hijo le robó
cinco mil pesos... y después vino a pedirme un consejo. ¿Sabés lo que le
aconsejé yo? Que lo amenazara al padre con hacerlo meter preso por vender
cocaína si lo denunciaba.
—¿Ves cómo te comprendo yo? Vos querías salvar el
alma del viejo haciéndole cometer un pecado al hijo, pecado del que éste se
arrepentirá toda la vida. ¿No es así?
—Sí, en la biblia está escrito: "Y el padre se
levantará contra el hijo y el hijo contra el padre"...
—¿Ves? Yo te entiendo a vos. No sé para lo que estás
predestinado... El destino de los hombres es siempre incierto. Pero creo que
tenés por delante un camino magnífico. ¿Sabés? Un camino raro...
—Seré el Rey del Mundo. ¿Te das cuenta? Ganaré en
todas las ruletas el dinero que quiera. Iré a Palestina, a Jerusalén y
reedificaré el gran templo de Salomón...
—Y salvarás de angustia a mucha gente buena.
¡Cuántos hay que por necesidad defraudaron a sus patrones, robaron dinero que
les estaba confiado! ¿Sabés? La angustia... Un tipo angustiado no sabe lo que
hace... Hoy roba un peso, mañana cinco, pasado veinte y cuando se acuerda debe
cientos de pesos. Y el hombre piensa. Es poco... y de pronto se encuentra con
que han desaparecido quinientos, no, seiscientos pesos con siete centavos. ¿Te
das cuenta? Ésa es la gente que hay que salvar..., a los angustiados, a los
fraudulentos.
El farmacéutico meditó un instante. Una expresión
grave se disolvió en la superficie de su semblante abotagado; luego,
calmosamente, agregó:
—Tenés razón... el mundo está lleno de turros, de
infelices... pero ¿cómo remediarlo? Esto es lo que a mí me preocupa. ¿De qué
forma presentarle nuevamente las verdades sagradas a esa gente que no tiene fe?
—Pero si la gente lo que necesita es plata... no
sagradas verdades.
—No, es que eso pasa por el olvido de las
Escrituras. Un hombre que lleva en sí las sagradas verdades no lo roba a su
patrón, no defrauda a la compañía en que trabaja, no se coloca en situación de
ir a la cárcel del hoy al mañana.
Luego se rascó pensativamente la nariz y continuó:
—Además, ¿quién no te dice que eso no sea para bien?
—¿Quiénes van a hacer la revolución social, si no
los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la
canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te creés que la revolución la
van a hacer los cagatintas y los tenderos?
—De acuerdo, de acuerdo... pero, en tanto llega la
revolución social, ¿qué hace ese desdichado? ¿Qué hago yo?
Y Erdosain, tomándolo del brazo a Ergueta, exclamó:
—Porque yo estoy a un paso de la cárcel, ¿sabés? He
robado seiscientos pesos con siete centavos.
El farmacéutico guiñó lentamente el párpado
izquierdo y luego dijo:
—No te aflijás. Los tiempos de tribulación de que
hablan las Escrituras han llegado. ¿No me he casado ya con la Coja, con la
Ramera? ¿No se ha levantado el hijo contra el padre y el padre contra el hijo?
La revolución está más cerca de lo que la desean los hombres. ¿No sos vos el
fraudulento y el lobo que diezma el rebaño...?
—Pero, decime, ¿vos no podés prestarme esos
seiscientos pesos?
El otro movió lentamente la cabeza:
—¿Te pensás que porque leo la Biblia soy un otario?
Erdosain lo miró desesperado:
—Te juro que los debo.
De pronto ocurrió algo inesperado.
El farmacéutico se levantó, extendió el brazo y
haciendo chasquear la yema de los dedos, exclamó ante el mozo del café que
miraba asombrado la escena:
—Rajá, turrito, rajá.
Erdosain, rojo de vergüenza, se alejó. Cuando en la
esquina volvió la cabeza, vió que Ergueta movía los brazos hablando con el
camarero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario