miércoles, 18 de julio de 2012

CINCO CUENTOS DE MARCO DENEVI

CINCO CUENTOS DE MARCO DENEVI



  La inmolación por la belleza

El Erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche, y si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.

Una vez alguien encontró esa esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo (como aconsejan los libros de zoología), tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.

Todos acudieron a contemplarlo. Según quien lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro de Roc, o si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o si la miraba algún envidioso, un bufón.

El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco.

Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.






Apocalipsis 

La extinción de la raza de los hombres se sitúa aproximadamente a fines del siglo XXXII. 

La cosa ocurrió así: las máquinas habían alcanzado tal perfección que los hombres ya no necesitaban comer, ni dormir, ni hablar, ni leer, ni pensar, ni hacer nada. 

Les bastaba apretar un botón y las máquinas lo hacían todo por ellos. 

Gradualmente fueron desapareciendo las mesas, las sillas, las rosas, los discos con las nueve sinfonías de Beethoven, las tiendas de antigüedades, los vinos de Burdeos, las golondrinas, los tapices flamencos, todo Verdi, el ajedrez, los telescopios, las catedrales góticas, los estadios de fútbol, la Piedad de Miguel Ángel, los mapas de las ruinas del Foro Trajano, los automóviles, el arroz, las sequoias gigantes, el Partenón. 

Sólo había máquinas. Después, los hombres empezaron a notar que ellos mismos iban desapareciendo paulatinamente y que en cambio las máquinas se multiplicaban. 

Bastó poco tiempo para que el número de máquinas se duplicase. 

Las máquinas terminaron por ocupar todos los sitios disponibles. 

No se podía dar un paso ni hacer un ademán sin tropezarse con una de ellas. Finalmente los hombres fueron eliminados.

 Como el último se olvidó de desconectar las máquinas, desde entonces seguimos funcionando. 








Dulcinea del Toboso
(El precursor de Cervantes)

Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchelo, sastre, y de su mujer Francisca Nogales. 

Como hubiese leído numerosísimas novelas de estas de caballería, acabó perdiendo la razón. 

Se hacía llamar doña Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le besasen la mano. 

Se creía joven y hermosa, aunque tenía no menos de treinta años y las señales de la viruela en la cara. 

También inventó un galán, al que dio el nombre de don Quijote de la Mancha. 

Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de aventuras, lances y peligros, al modo de Amadís de Gaula y Tirante el Blanco. 

Se pasaba todo el día asomada a la ventana de su casa, esperando la vuelta de su enamorado. 

Un hidalgüelo de los alrededores, que la amaba, pensó hacerse pasar por don Quijote. 

Vistió una vieja armadura, montó en un rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario caballero.

Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al Toboso, Aldonza Lorenzo había muerto de tercianas.

Tercianas: Fiebre intermitente cuyos accesos se repiten cada tres días.






Esquina peligrosa

El señor Epidídimus, el magnate de las finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como dependiente de almacén. 

Le ordenó a su chofer que lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. 

Pero el barrio estaba tan cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. 

En lugar de calles de tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por torres de departamentos.

Al doblar una esquina vio el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como dependiente cuando tenía doce años.

—Deténgase aquí —le dijo al chofer. 

Descendió del automóvil y entró en el almacén. 

Todo se conservaba igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la mercadería.

El señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a acaroína. 

El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.

Desde la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:

—¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.

El señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.

La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.

 


 






La cicatriz

Según Gustav Büscher (El libro de los misterios, Barcelona, 1961) el arqueólogo alemán Hilprecht descifró los caracteres cuneiformes inscriptos en dos piedras que desenterró de las ruinas de Nippur, Babilonia, gracias a un sueño revelador: en ese sueño, un sacerdote, luego de aclararle que las piedras eran las dos mitades de una tabla votiva, le explicó el contenido de la inscripción. 

Al día siguiente Hilprecht pudo descifrar la escritura sin ninguna dificultad. 

Conozco un caso todavía más extraordinario de sueño revelador. Ascanio Baielli leía todos los domingos de 1960, por el servicio de la Radiodifusión Italiana (RAI), una serie de relatos ya imaginarios, ya históricos, agrupados bajo el título de (Storie per la sera della domenica (Cuentos para le velada del domingo). "La anunciación del traidor", incluido en la presente antología, es uno de esos relatos.

Pues bien: un sábado Baielli preparaba el material para la audición del domingo siguiente. Ninguno de los dos o tres textos que había escrito (más bien que había esbozado) lo satisfacía.

A la madrugada, vencido por la fatiga, se durmió. Soñó que él era un muchachito de no más de doce años. Se veía a sí mismo vestido como un humilde mancebo del Quinientos, flaco, débil y esmirriado. Otros pilluelos lo perseguían, le arrojaban piedras, lo cubrían de burlas y de insultos. Y él corría, corría por las callejuelas enredadas y sombrías de una ciudad de aspecto medieval, llegaba a las afueras, se escondía entre unos matorrales, temblaba de miedo, lloraba de rabia, jurando vengarse de sus perseguidores.

Desde su escondite veía pasar una columna de soldados. Al frente iba un condottiero. Él admiraba los trajes, las armas, las plumas, los estandartes, las gualdrapas, los arneses. Pero lo que más admiraba era la larga cicatriz que el condottiero lucía en su rostro. Larga y temblona, nacía en el párpado derecho para morir en el centro del mentón, después de atravesar, como un río lento, la llanura de la mejilla. 

El condottiero cabalgaba medio adormilado, la vista perdida en la torva cavilación y en el ensueño. Pero la cicatriz miraba por él, hablaba por él, lo volvía despierto y terrible. 

La cicatriz avanzaba por el camino como una bandera de guerra, atronaba la tarde como la deflagración de la pólvora, como una fanfarria de bronces marciales. 

La cicatriz pasaba y todos los demás rostros parecían palidecer, como bajo la luz del sol en un eclipse. Hasta que el cortejo se perdía entre la bruma y el polvo.

Entonces el muchachito se dirigía a una casa solitaria, y en un cuarto atiborrado de retortas, probetas y manojos de hierbas, un viejo con facha de brujo le tatuaba en la cara una cicatriz igual a la del condottiero. 

Precedido y seguido por la cicatriz como por un aullido, él caminaba otra vez por la ciudad de callejuelas siniestras, las gentes lo miraban y se apartaban, los granujas que lo habían vejado se escondían en sus casas, el muchachito ahora marchaba erguido y desafiante.

De pronto se veía un hombre hecho y derecho, al frente de una tropa de mercenarios. Atravesaba ciudades, campos, viñedos. Un silencio de pasmo y de terror los flanqueaba. 

Oía a sus espaldas el temeroso bisbiseo de la villanía: Ecco l'Impunito, ecco l'Impunito! Aquí está la impunidad, aquí está la impunidada!). 

Con secreto regocijo, con secreta angustia, pensaba que todo se lo debía a su feroz cicatriz, pero que si el engaño era descubierto lo aguardaba un destino ominoso, las befas, el desprecio, sin duda la muerte. 

A ratos sentía la tentación de espiar hacia uno y otro costado a ver si entre la turba de campesinos o semioculto detrás de un árbol algún débil muchachito lo estaba mirando. Entonces lo habría llamado, le habría revelado, a él solo, sin que nadie lo oyese, la verdad de la mentira de su cicatriz, le habría dicho: Ve, hazte tatuar una herida como la mía y estarás a salvo. Pero enseguida se arrepentía y seguía adelante sin volver la cabeza, porque no podía defraudar a ese muchachito, si en verdad existía y estaba allí, porque él debía ser, para el muchachito, la misma figura implacable y abismal, que no condesciende siquiera a una mirada de soslayo, que el condottiero había sido para él.
Después llegaba con sus mercenarios a un pequeño valle surcado por un río. Y de golpe, entre los árboles, brotaban soldados como hormigas, y él experimentaba una angustia tan intensa que Ascanio Baielli despertó.
L'Impunito. ¿Dónde había oído antes, dónde había leído ese nombre? 

Consultó diccionarios, enciclopedias, libros de historia. En los Saggi sopra il secolo XVI, de César Cantú, halló este párrafo: 

"En 1587 el grueso de las tropas papistas fue diezmado por los imperiales en una emboscada que le tendieron en los alrededores de Valderrosa. 

Pero más que la sorpresa, lo que desconcertó a los soldados de Adriano VII fue la increíble conducta de su jefe, Giambattista Crispi, llamado l'Impunito, que sin oponer la menor resistencia se dejó matar por un oscuro condottiero enemigo, un viejo que a la sazón contaba más de setenta años.

El Papa, rabioso, atribuyó el inexplicable hecho a una brujería, en tanto que los partidarios del Emperador de Alemania escupieron sobre el nombre de un cobarde, lo que, frente a los antecedentes de l'Impunito, pareció una fanfarronada injuriosa".

La noche del domingo, Ascanio Baielli terminó su relato con estas palabras:

"Tal vez nosotros podamos conjeturar la verdad. 

El condottiero y Giambattista Crispi se encontraron, se miraron. 

Cicatrices idénticas refulgían en sus rostros. 

Pero el condottiero debió comprender enseguida que aquellas dos cicatrices no podían ser reales, que una tenía que ser falsa, la copia de la verdadera. 

O habrá sido l'Impunito el que sintió la vergüenza de esa confrontación, el que entendió que su valor, como su cicatriz, podía engañar a los demás pero no podía engañar al condottiero. Y convertido otra vez en un muchachito débil y pusilánime, se habrá dejado matar por el único hombre que podía matarlo. 

Y quien sepa hacerlo, que extraiga de esta historia la moraleja que yo no me atrevo a añadirle".




 


No hay comentarios:

Publicar un comentario