POESIAS RUSAS
Anna Andréievna Gorenko
Bolshoj, 1889 - Komarovo, 1966)
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Se enfriaba, desvalido, mi pecho,
pero eran ligeros mis pasos.
Me puse en la mano derecha
el guante de la mano izquierda.
¡Me pareció que había muchos peldaños
aunque sabía que eran sólo tres!
Un murmullo otoñal entre los arces
me pidió: “¡Muere conmigo!
¡Oye: una suerte penosa,
inconstante y mala me engañó!”
Le contesté: “¡Querido mío:
a mí también. Contigo moriré!”
Esta es la canción de la última cita.
Eché una mirada a la casa sombría.
Tan sólo en la alcoba ardían las velas
con una llama indiferente y mustia.
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Me retorcía las manos
Me retorcía las manos bajo mi oscuro velo.
—¿Por qué estás pálida, qué te intranquiliza?
—Porque hice de mi amado un borracho
con una recóndita tristeza.
Nunca lo olvidaré. Salió tambaleándose:
su boca torcida, desolada…
Corrí por las escaleras, sin tocar los barandales.
tras él, hasta la puerta.
Y le grité, conmocionada: —Todo lo decía
en broma, no me dejes, o moriré de pena.
Me sonrió, terriblemente despacio
y exclamó: —¿Por qué no te quitas de la lluvia?
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Para Alexander Blok
Llego a casa del poeta.
Un domingo. Precisamente a mediodía.
La estancia es grande y tranquila.
Afuera, en el helado paisaje,
cuelga un sol color frambuesa
sobre cuerdas de humo grisazul.
La mirada escrutadora de mi anfitrión
me envuelve silenciosamente.
Sus ojos son tan serenos
que uno podría perderse eternamente en ellos.
Sé que debo cuidarme
de no devolverle la mirada.
Pero la plática es lo que recuerdo
de aquel domingo a mediodía,
en la amplia casa gris del poeta
cerca de las puertas del Neva.
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Todo me ha sido arrebatado
Todo me ha sido arrebatado: el amor y la fuerza.
Mi cuerpo, precipitado dentro de una ciudad que detesto,
no se alegra ni con el sol. Siento que mi sangre
congelada está.
Burlada estoy por el ánimo de la Musa
que me observa y nada dice,
descansando su cabeza de oscuros rizos,
exhausta, sobre mi pecho.
Sólo la Conciencia, más terrible cada día,
enfurecida, exige cuantioso tributo.
Y para responder, me cubro el rostro con las manos,
porque he agotado mis lágrimas y mis excusas.
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No sabemos cómo decirnos adiós
No sabemos cómo decirnos adiós:
erramos por ahí, hombro con hombro.
Ya el sol está bajando,
vas taciturno, soy tu sombra.
Entremos en una iglesia a ver
bautizos, matrimonios, misas de difuntos.
¿Por qué somos diferentes del resto?
Afuera otra vez, cada quien vuelve la cabeza.
O sentémonos en el cementerio,
sobre la nieve pisoteada, suspirando el uno por el otro.
Esa vara en tu mano está dibujando mansiones
donde estaremos siempre juntos.
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Alexander Alexandrovich Blok
San Petersburgo, 1880-1921.
”El viento irrumpe, aúlla la nieve,
y en la memoria, por un instante,
resurge aquel lugar, aquella orilla lejana…”
“La bruma nocturna”
La bruma nocturna me sorprendió en el camino.
Tras la espesura la luna lanzó su mirada.
El caballo fatigado daba inquietos golpes con las pezuñas;
tranquilo de día, extrañaba la noche.
Sombrío, inmóvil, soñoliento,
el conocido bosque me aterraba
y hacia el claro plateado por la luna
dirigí el paso del caballo resoplante.
Se extiende en la lejanía la neblina del pantano,
pero de plata fulgura la iglesia de la colina.
Y detrás de la colina del bosquecillo del valle,
en la oscuridad se oculta mi casa.
El caballo fatigado acelera el paso hacia su destino.
Centellean las luces de un pueblo extraño.
A la orilla del camino prenden en rojo
las hogueras de los pastores, como faros.
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Nikolai Gumilev
Nació en Kronstadt, cerca de San Petersburgo.
El 3 de agosto de 1921 N. Gumiliov fue detenido por la Cheka de Petrogrado en relación con lo que se llamó la Conspiración de Tagantsev (complot monárquico probablemente totalmente inventado por la propia Cheka).
El 24 de agosto se decretó el fusilamiento de los 61 involucrados en la conspiración.
Las circunstancias del fusilamiento y de la prisión de Gumiliov han permanecido oscuras; tras la desclasificación de algunos archivos del KGB, van dándose a conocer algunas de estas circunstancias.
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La que derrama estrellas
No siempre eres ajena y orgullosa
y no es siempre que no me deseas.
Queda, queda y tierna como en un sueño
sueles venir a veces hacia mí.
Sobre tu frente hay un mechón espeso
que no me atrevo a besar.
Y tus grandes ojos se encienden
con la luz mágica de la luna.
Mi amiga tierna, mi implacable enemiga:
tan bendito es cada paso tuyo,
como si pisaras sobre mi corazón
derramando estrellas y flores.
No sé adónde las recogiste
ni por qué te ves tan clara...
¡Oh, quien gozó de un instante a tu lado
ya no podrá desear nada más en la vida!
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Julia Prilutzky
Nació en Kiev, Ucrania, en 1912
Murió en Buenos Aires el 8 de marzo del 2002
“La costumbre ahoga las palabras
y alarga el desencuentro…”
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“Tú duermes, ya lo sé”
Tú duermes, ya lo sé.
Te estoy velando.
No importa que estés lejos,
que no escuche
tu cadencia en la sombra;
no importa que no pueda
pasar mi mano sobre tu cabeza,
tus sienes y tus hombros.
Yo estoy velando, siempre.
No importa que no pueda acurrucarme
para que tú me envuelvas sin saberlo,
para que tú me abraces sin sentirlo,
para que me retengas
mientras yo tiemblo y digo simplemente
palabras que no escuchas.
Yo puedo estar tan lejos
pero sigo velando cuando duermes.
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YEVTUSHENKO
Yevgueni Aleksándrovich Yevtushenko nació en Siberia, el 18 de julio de 1933, falleció en 1992.
Fue miembro honorario de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga y de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras; miembro de Academia Europea de Ciencias y Artes y profesor de las univesidades de Pittsburgh y Santo Domingo. Sus obras se han traducido en setenta idiomas. Residio alternadamente en Estados Unidos y Rusia.
“Me gustaría”
Me gustaría
nacer en todos los países,
tener un pasaporte
para todos
que provoque el pánico de las cancillerías;
ser cada pez
en cada océano
y cada perro
en las calles del mundo.
No quiero arrodillarme
ante ídolo alguno
ni hacer el papel
de un ruso ortodoxo hippie,
pero me gustaría
hundirme
en lo más hondo del Lago Baikal
y salir resoplando
en otras aguas,
¿por qué no en las del Mississippi?
En mi maldito universo amado
me gustaría
ser una hierba humilde,
nunca un Narciso delicado
que se besa
en el espejo.
Me gustaría ser
cualquiera de las criaturas de Dios,
incluso la última hiena sarnosa,
pero nunca un tirano,
ni siquiera el gato de un tirano.
Me gustaría
reencarnar como hombre
en cualquier imagen:
víctima de una cárcel de tortura,
un niño vagabundo en los tugurios de Hong Kong ,
un esqueleto viviente en Bangladesh,
un pordiosero sagrado en el Tíbet,
un negro de Ciudad del Cabo,
pero nunca encarnar
la imagen de Rambo.
Sólo odio a los hipócritas,
hienas sazonadas en espesa melaza.
Me gustaría tenderme
bajo el bisturí de todos los cirujanos del mundo,
ser un tullido, un ciego,
sufrir todo mal, toda deformidad y herida,
ser un mutilado de guerra,
o el que recoge las colillas del suelo,
con tal de que no las penetre
el infame microbio de la prepotencia.
No quisiera formar parte de la élite,
ni, por supuesto, del rebaño de cobardes,
ni perro de manada,
ni pastor servil al abrigo de su rebaño.
Y quisiera ser feliz,
pero no a costa de los infelices.
Y quisiera ser libre,
pero no a costa de los que no lo son.
Quisiera amar
a todas las mujeres del mundo,
y ser también una mujer
sólo una vez. ..
La madre naturaleza ha menospreciado al hombre.
¿Por qué no lo hizo capaz de ser madre?
Si se agitara un niño
bajo su corazón,
acaso el hombre
sería menos cruel.
Quisiera ser el pan de cada día,
digamos,
ser la taza de arroz
de la sufriente madre vietnamita,
el vino barato
en las tabernas de los obreros napolitanos,
o el tubito de queso
en la órbita lunar.
Que me coman
que me beban,
dejadme ser útil
en la muerte.
Quisiera pertenecer a todas las edades,
atolondrar la historia
y atontarla con mis travesuras.
Quisiera llevarle a Nefertiti
en una troika á Pushkin.
Quisiera multiplicar
cien veces el espacio de un instante
para que al mismo tiempo
pueda beber vodka con los pescadores siberianos,
y junto a Homero,
Dante,
Shakespeare
y Tolstoi
sentarme a beber cualquier cosa,
salvo, por supuesto,
Coca-Cola.
Y bailar al ritmo de los tam-tam en el Congo,
estar en huelga en Renault,
jugar a la pelota con los muchachos brasileños
en la playa de Copacabana.
Quisiera hablar todas las lenguas,
como las aguas ocultas bajo la tierra,
y hacer todo tipo de trabajo de una vez.
Me aseguraría
de que sólo fue poeta un Yevtushenko,
el otro un clandestino
en alguna parte,
no puedo decir dónde
por razones de seguridad.
El tercero, un estudiante en Berkeley,
y el cuarto un entusiasta huaso chileno.
El quinto sería tal vez
un maestro de niños esquimales en Alaska,
el sexto
un joven presidente
en cualquier parte, modestamente digamos Sierra Leona,
el séptimo
podría entretenerse en la cuna con un sonajero,
y el décimo,
el centésimo,
el millonésimo…
Para mí, ser yo mismo no es bastante,
¡dejadme ser todo el mundo!
Estaré en miles de ejemplares hasta mi último día
para que la tierra vibre conmigo
y las computadoras enloquezcan
procesando mi censo universal.
Quisiera combatir en todas tus barricadas,
humanidad,
y morir cada noche
como una luna exhausta,
y amanecer cada día
como sol recién nacido
con una suave mancha inmortal
en la cabeza.
Y cuando muera,
un Francois Villon siberiano,
que no descanse mi cuerpo
ni en la tierra francesa,
ni italiana,
sino en la tierra rusa, amarga,
en una colina verde,
donde por vez primera
me sentí todo el mundo.
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Mi peruanita
(Escrito originalmente en español)
A la hora en que mueren los periódicos
y se convierten en basura nocturna,
un perro con un trozo de galleta entre los dientes
se detiene y me acecha.
A la hora en que resucitan todos los bajos instintos
que se esconden hipócritamente durante el día,
a la hora en que los choferes me gritan: “¡Eh, gringo!,
¿quieres una peruanita? ¡Vamos, yo te llevo!”
A la hora en que la oficina de correos está cerrada,
y solamente el telégrafo no duerme,
un muchacho, envuelto en su poncho,
dormita apretado a la estatua de algún héroe.
A la hora en que las prostitutas y las musas
se pintarrajean la cara,
a la hora en que se imprimen las basuras de mañana
con grandes titulares en primera plana,
a la hora en que todo es visible o invisible,
sin ir o venir a fiesta alguna,
deambulo por la avenida Lima,
como por un cementerio de noticias.
Llena de escupitajos y cáscaras de naranja,
la calle apesta como una letrina,
pero, miren allá: una figura humana
se mueve entre un montón de periódicos.
Esta anciana, acurrucada en medio del silencio,
y que no culpa a nadie de nada,
se ha hecho un poncho
con las noticias de ayer.
Cubierta hasta las orejas
por todos los lados para escapar del frío,
que los diarios sean de derecha o izquierda
da lo mismo si le ofrecen un poco de calor.
Envuelta hasta los tobillos en escándalos,
intrigas y partidos de fútbol,
bajo las piernas de la modelo Twiggy
asoman sus propios pies desnudos.
Limosinas, submarinos y cohetes,
ya botados a la calle, se pegan al asfalto;
sobre los hombros de la campesina pesan
las carreras de caballos, los yates, los stripteases y los banquetes.
Y una llama blanca ante un escaparate
observa con tristeza detrás de los cristales
la sangre todavía caliente
en una foto que la anciana tiene sobre los hombros.
Bajo la basura del mercado mundial
sin saber ni entender nada de aquello,
como una llama acosada, esta india escudriña.
Madre dolorosa de la humanidad.
La injusticia la ha doblado,
la prensa toda la ha aplastado
y, como una escultura viva, ella es
la verdad del mundo bajo un montón de mentiras.
¡Oh, llama blanca del escaparate!,
acurrúcate en su pecho ahuecado,
libérala de toda la basura,
llévatela a la Sierra Blanca.
Como representante del Gran Poder destruido
ante su rostro atormentado,
un rostro marcado de profundas arrugas,
me inclino igual que un hijo silencioso.
El mayor poder del mundo
—el alma humana—,
respirando apenas, ha buscado locamente
su refugio bajo los harapos.
“Una chica peruana”, me gritan
los taxistas, pero yo no respondo.
No quiero decirles
que ya encontré a mi peruanita.
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LA ESPERA
Mi amor vendrá
y abrirá de repente sus brazos
para estrecharme en ellos,
comprenderá mis miedos, observará mis cambios.
Desde la negra lluvia, desde la densa oscuridad,
sin siquiera cerrar la puerta del taxi,
subirá la vetusta escalinata,
ardiente de amor y alegría.
Entrará sin llamar,
tomará mi cabeza entre sus manos
y de una silla su abrigo azul de piel
resbalará dichoso.
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