sábado, 25 de agosto de 2012

Ernest Hemingway







Ernest  Hemingway


Ernest Miller Hemingway nació en Illinois (USA) en 1899 y falleció en Ketchum (USA) en 1961. 

Fue un escritor y periodista, uno de los principales novelistas y cuentistas del siglo XX. 

Ganó el Premio Pulitzer en 1953 por El viejo y el mar y al año siguiente el Premio Nobel de Literatura por su obra completa.

Los Estados Unidos habían entrado en guerra el 6 de abril de 1917, y Ernest no quería perderse la ocasión de seguir al Cuerpo de Expedición Americano. 

Debido a un defecto en el ojo izquierdo, fue excluido como combatiente. Consiguió que lo admitieran como conductor de ambulancias de la Cruz Roja y desembarcó en Burdeos a finales de mayo de 1918, para marchar a Italia.

El 8 de julio de 1918 fue herido de gravedad por la artillería austriaca. Con las piernas heridas y una rodilla rota, fue capaz de cargarse a hombros un soldado italiano para ponerlo a salvo. Caminó 40 metros hasta que se desmayó, estuvo a punto de perder una pierna. La heroicidad le valió el reconocimiento del gobierno italiano con la Medalla de Plata al Valor.

Hemingway regresó a Estados Unidos en enero de 1919, reanudando su trabajo como periodista.

Se trasladó a París en 1922, donde conoce los ambientes literarios de vanguardia y se relaciona con los miembros de la llamada «Generación Perdida»: Gertrude Stein, Ezra Pound y F. Scott Fitzgerald entre otros, y también con James Joyce.

La familia Hemingway vivía en un austero piso, pero cuando Ernest escribía a su familia les contaba que vivían en la mejor zona del Barrio Latino.

Sus comienzos literarios no fueron nada fáciles.

Ernest se ganaba la vida como corresponsal y viajó por toda Europa. También se empleó como sparring para boxeadores y «cazaba» palomas en los Jardines de Luxemburgo cuando sacaba a pasear a su hijo, pues los ahorros mermaban y no ganaba mucho.

En 1928 regresa a Estados Unidos, pero pronto parte hacia Cuba. A partir de ese momento, comienza en él una curiosa y definitiva transformación. Se aleja del individualismo, que describe el fracaso de una rebelión individual, y se compromete con la lucha humanitaria y con la unión de las personas. Compromete su escritura en esta nueva etapa con los republicanos españoles durante la Guerra Civil Española.

Estalla la Segunda Guerra Mundial. Su destino era el mar de las Antillas y su misión, patrullar con el fin de capturar barcos de bandera nazi. 

En 1944 viaja a Europa como corresponsal de guerra, participa en misiones aéreas de reconocimiento en Alemania y forma parte del desembarco en Normandía, siendo uno de los primeros corresponsales en entrar en París. 

Hasta 1950 no vuelve a escribir.

Hemingway vivió casi 20 años en Cuba, en una casa llamada «Finca Vigía», donde escribía.

En 1952 sorprende con un breve relato encargado por la revista Life, El viejo y el mar, por el que recibe el premio Pulitzer en 1953.

Hemingway durante su estadía en Cuba mantuvo una relación de amistad con el Gobernante Fidel Castro.

El 2 de julio de 1961 se disparó a sí mismo en la cabeza con una escopeta. Dada la ausencia de una nota de suicidio y el ángulo del disparo, es difícil determinar si realmente su muerte fue autoinfligida o si fue un accidente. Se presume que una posible causa fue la enfermedad de Alzheimer que le fue diagnosticada poco antes, así como su marcado carácter depresivo y su alcoholismo.

En el año 2006 se hizo público que Ernest Hemingway relató sus experiencias en la guerra a Arthur Mizener, profesor de literatura de la Universidad de Cornell, a quién confesó:

"He hecho el cálculo con mucho cuidado y puedo decir con precisión que he matado a 122 prisioneros alemanes". "Uno de esos alemanes era un joven soldado que intentaba huir en bicicleta y que tenía más o menos la edad de mi hijo Patrick", contó. Patrick había nacido en 1928, de modo que la víctima debía tener 16 o 17 años. El escritor le cuenta a Mizener que le "disparó a la espalda con un M1" (*). La bala, de calibre 30, le dio en el hígado.

(*) El M1 Garand (formalmente Fusil de los Estados Unidos, Calibre .30, M1) fue el primer fusil semiautomático de los Estados Unidos que llegó a ser un fusil común para la infantería.

En una de sus cartas a su última esposa Mary Welsh en 1944, Hemingway escribió: "Muchos muertos, botín alemán, tantos tiroteos y toda clase de combates".

Pero en otra misiva enviada a su editor, Charles Scribner, en agosto de 1949 — cuatro años después de finalizada la Segunda Guerra—, relató: "Una vez maté a un kraut de los SS particularmente descarado. Cuando le advertí que lo mataría si no abandonaba sus propósitos de fuga, el tipo me respondió: Tú no me matarás. Porque tienes miedo de hacerlo y porque perteneces a una raza de bastardos degenerados. Y además, sería una violación de la Convención de Ginebra. Te equivocas, hermano, le dije. Y disparé tres veces, apuntando a su estómago. Cuando cayó, le disparé a la cabeza. El cerebro le salió por la boca o por la nariz, creo".



 

 

 

 




Con el cuento siguiente, el más breve de los que escribió, Hemingway empezó a hacerse famoso.




LOS ASESINOS

La puerta del salón comedor Henry se abrió y entraron dos hombres, que se sentaron ante el mostrador.

—¿Qué les sirvo? — preguntó George.

—No sé —contestó uno de ellos—. ¿Qué quieres comer Al?

—No sé —dijo Al—. No sé qué quiero comer...

Fuera aumentaba la oscuridad. Las luces de la calle se veían por la ventana. Los hombres sentados, ante el mostrador, leían el menú. Desde el otro lado del mostrador, Nick Adams los miraba. Estaba hablando con George cuando entraron.

—Una costilla de cerdo con puré de papas y de manzanas —dijo el primer hombre.

—Eso no está listo todavía.

—¿Y para qué demonios lo pone en la lista?

—Ese es el menú de la comida que empieza servirse a las seis — explicó George.

—En ese reloj son las cinco y veinte —dijo el segundo hombre.

—Está adelantado veinte minutos.

—¡Al diablo con el reloj! —dijo el primero—. ¿Qué tiene para comer?

—Sandwiches de cualquier clase, jamón o tocino con huevos, bifes...

—Yo quiero croquetas de pollo con arvejas, salsa blanca y puré de papas.

—Eso también pertenece a la comida.

—Todo lo que queremos pertenece a la comida, ¿eh? ¡Buena manera de trabajar tiene usted!

—Puedo darles jamón o tocino con huevos, hígado...

—Deme jamón con huevos —dijo el hombre llamado Al. Llevaba galera redonda y sobretodo negro cruzado, un pañuelo de seda al cuello y guantes. Su rostro era pequeño y blanco y tenía los labios apretados.

—A mí, tocino con huevos —ordenó el otro. Era aproximadamente de la misma estatura que Al. Sus caras eran distintas, pero vestían como mellizos. Ambos llevaban sobretodo demasiado ajustados para su cuerpo. Estaban inclinados hacia adelante, de codos sobre el mostrador.

—¿Hay algo para tomar? -preguntó Al.

—Gaseosa de jengibre, cerveza sin alcohol, y otras bebidas gaseosas —enumeró George.

—¡He dicho algo para beber!

—Sólo hay eso que dije.

—Este es un pueblo divertido, ¿no es cierto? —dijo el otro—. ¿Cómo se llama?

—Summit.

—¿Lo oíste nombrar alguna vez? —preguntó Al a su amigo.

—No —dijo éste.

—Y qué hacen por la noche?

—Comen —replicó su amigo—. Viene aquí a darse la gran comilona.

—Eso es —terció George.

—¿De modo que usted lo cree? —preguntó Al a George.

—Usted es un tipo vivo, ¿no es cierto?

—Sí, dijo George.

—Es claro.

—Bueno. Pues no lo es —dijo el hombrecito— ¿Qué te parece, Al?

—Es un estúpido —dijo Al. Se volvió hacia Nick —: Cómo se llama usted?

—Adams.

—Otro tipo vivo —dijo Al—. No es cierto que es un tipo vivo, Max?

—Este pueblo está lleno de vivos.

George colocó los dos platos sobre el mostrador, uno con jamón y huevos y el otro con tocino y huevos. Al lado de estos puso dos pequeñas fuentes de papas fritas. Cerró la ventanilla que daba a la cocina.

—¿Cuál es el suyo? —preguntó Al.

—¿No se acuerda?

—Jamón con huevos.

—¡Qué tipo vivo! —exclamó Max. Se inclinó hacia adelante y tomó el plato de jamón con huevos. Ambos comenzaron a comer con los guantes puestos. George los contemplaba.

—¿Qué está mirando? —dijo Max a George.

—Nada.

—¿Cómo nada? Me estaba mirando a mí.

—Tal vez el muchacho quería hacer una broma, Max —dijo Al.

George rió.

—Usted no tiene que reírse. ¡No tiene que reírse! ¿Entendido?

—Está bien —dijo George.

—¿De modo que piensa que está bien? —Max se volvió hacia Al—. Oye, piensa que está bien.

—¡Oh!, ¡es todo un pensador! —dijo Al. Continuaron comiendo.

—¿Cómo se llama el vivo que está detrás del mostrador? —preguntó Al a Max.

—¡Eh! ¡Vivo! —dijo Max a Nick—. Vete a la parte trasera del mostrador con tu amigo.

—¿Por qué? —preguntó el aludido.

—Por nada.

—Es mejor que vayas —dijo Al. Nick obedeció.

—¿De qué se trata? —preguntó George.

—¿A usted qué diablos le importa? —exclamó Al—. ¿Quién está en la cocina?

—El negro.

—¿Qué negro?

—El negro que cocina.

—Dile que venga.

—¿Para qué?

—¡Dile que venga!

—¿Dónde piensa que está usted?

—Sabemos muy bien dónde estamos —dijo el hombre llamado Max—. ¿Acaso parecemos idiotas?

—Hablas como un idiota —le dijo Al—. ¿Para qué diablos te pones a discutir con este muchacho? Escucha —dijo a George—. Dile al negro que venga.

—¿Qué van a hacer con él?

—Nada. ¡Usa tu cabeza, vivo! ¿Qué se va a hacer con un negro?

George abrió la ventanilla que daba a la cocina.

—Sam —llamó—; ven aquí un momento.

Se abrió la puerta de la cocina y entró el negro.

—¿Qué pasa? —preguntó. Los dos hombres, acodados en el mostrador, lo miraron.

—Bueno, negro. Quédate aquí —dijo Al.

Sam, el negro, de pie con su delantal blanco lleno de manchas, miró a los dos hombres.

—Sí, señor —dijo.

Al bajó del banquillo.

—Yo me voy a la cocina con el negro y este vivo —dijo—. Vamos, a la cocina, negro. ¡Tú ve con él, vivo!

El hombrecito entró en la cocina detrás de Nick y de Sam, el cocinero. La puerta se cerró tras ellos. El hombre llamado Max se sentó frente a George. No lo miraba. Sus ojos estaban clavados en el espejo que estaba detrás de él a todo lo largo del mostrador.

—Bueno, vivo —dijo Max mirando al espejo—. Por qué no dices algo?

—¿Y bien, ¿Qué pasa?

—¡Eh! ¡Al! —gritó Max—. Este vivo quiere saber qué pasa.

—¿Por qué no se lo dices? —llegó la voz de Al desde la cocina.

—¿Tú qué crees que pasa?

—No lo sé.

—¿Qué piensa?

Max no apartaba sus ojos del espejo mientras hablaba.

—No quiero decirlo.

—¡Eh! Al. Este muchacho vivo dice que no quiere decir lo que piensa.

—Te oigo perfectamente —dijo Al desde la cocina. Este había abierto la ventanilla por la que pasaban los platos desde la cocina al comedor y la dejó trabada con una botella de salsa de tomate—.Escucha, vivo —dijo desde la cocina a George—. Córrete un poco más hacia la derecha del mostrador. Y tú Max un poco hacia la izquierda. —Procedía como un fotógrafo disponiendo a un grupo para una fotografía.

—Dime, vivo —exclamó Max—. ¿Qué crees que va a pasar?

George no dijo nada.

—Te lo diré —dijo Max. Vamos a matar al sueco. ¿Conoces a ese sueco grandote llamado Ole Anderson?

—Sí.

—Viene a comer aquí todas las noches, ¿No es cierto?

—A veces.

—Y viene a las seis, ¿No?

—Si viene.

—Sabemos todo eso, muchacho vivo —dijo Max—. Hablemos de otra cosa. ¿Va usted al cine?

—De tanto en tanto.

—Debería ir más al cine. Las películas son algo muy bueno para un vivo como usted.

—¿Por qué van a matar a Ole Anderson? ¿Qué les hizo?

—Nunca tuvo oportunidad de hacernos nada. Nunca nos ha visto.

—¿Y nos va a ver sólo una vez —dijo Al desde la cocina.

—¿Y por qué lo van a matar entonces? —preguntó George.

—Por un amigo. Sólo para vengar a un amigo, vivo.

—¡Cállate! —gritó Al desde la cocina—. ¡Hablas demasiado!

—Bueno, es para tener divertido al muchacho. ¿No es cierto?

—Hablas demasiado —dijo Al—. El negro y el otro vivo que tengo aquí se divierten solos. Los tengo atados tan juntos, como un par de amigas en un convento.

—Nunca supuse que hubieras estado en un convento.

—Las cosas que tú no sabes...

—En un convento judío. Ahí es donde has estado.

George miró el reloj.

—Si entra alguien, diga que el cocinero se ha ido, y si quieren quedarse les dice que vayan a cocinarse ellos mismos. ¿Entendido, vivo?

—Está bien —dijo George—. ¿Y qué van a hacer con nosotros después?

—Eso depende —dijo Max—. Esa es una de las cosas que no sabrás hasta que llegue el momento.

George volvió a mirar el reloj. Eran las seis y cuarto. Se abrió la puerta de la calle. Entró un chofer.

—¡Hola George! —dijo. ¿Hay comida?

—Sam se ha ido —dijo George—. Volverá dentro de media hora.

—Entonces volveré.

George miró el reloj. Eran las seis y veinte.

—Muy bien, vivo —dijo Max—. Eres un caballero.

—¡Sabía que le iba a volar la cabeza! —exclamó Al desde la cocina.

—No —dijo Max—. No es para tanto. El muchacho es bueno. Me gusta.

A las seis y media, George dijo: "No viene".

Otras dos personas habían entrado al salón comedor. En una ocasión George fue a la cocina para hacer un sandwich de jamón con huevos para un hombre que quería llevarlo consigo. Dentro vio a Al, con la galerita echada hacia atrás, sentado en un banco al lado de la ventanilla que daba al bar, con la boca de un gran revólver descansando en el borde de aquélla. Nick y el cocinero estaban espalda contra espalda, amordazados cada uno con una toalla. George cocinó los huevos y el jamón del sandwich, lo envolvió en un papel encerado y luego lo colocó en una fuente. Salió con él de la cocina, lo entregó al hombre que después de pagar, salió.

—Un muchacho vivo puede hacer de todo —dijo Max—. Harás de alguna mujer una esposa feliz, muchacho.

—¿Sí? —dijo George—. Su amigo, Ole Anderson, no va a venir.

—Le daremos diez minutos más —dijo Max.

Max miró al espejo y al reloj. Las manecillas señalaban las siete; luego las siete y cinco.

—Vamos, Al —dijo Max—. Mejor es que nos vayamos. No va a venir.

—¡Dale otros cinco minutos! —gritó Al desde la cocina.

Al cumplirse los cinco minutos entró otro hombre y George explicó que el cocinero estaba enfermo.

—¿Y por qué diablos no consigue otro cocinero? —preguntó el hombre—. ¿Acaso esto no es un salón comedor? —salió.

—Vamos Al —dijo Max.

—¿Qué hacemos con los dos vivos y el negro? —Déjalos.

—¿Te parece?

—Sí. Hemos terminado aquí.

—Así no me gusta —manifestó Al—. Sería un error. Hablas demasiado.

—¡Oh! ¿Y qué diablos importa? —exclamó Max—. Tenemos que divertirnos, ¿No?

—De todos modos, charlas demasiado —exclamó Al. Salió de la cocina. El tambor de un revolver hacía un ligero bulto bajo el sobretodo demasiado estrecho. Se estiró el saco con las manos enguantadas.

—¡Adiós vivo! —dijo a George—. Tienes bastante suerte.

—Es verdad —afirmó Max—. Deberías jugar a las carreras, vivo.

Salieron. George los vio por la ventana, pasar bajo la luz del farol y cruzar la calle. Con sus sobretodos ajustados y sus galeras parecían una pareja de vaudeville. George entró a la cocina por la puerta de batiente y desató a Nick y al cocinero.

—No me gusta esto —dijo Sam—. No quiero saber más nada con esto.

Nick se quedó de pie. Nunca le habían tapado la boca con una toalla.

—¡Oye! —dijo—. ¡Qué demonios!... —estaba tratando de hacer creer que no daba importancia a lo ocurrido.

—Van a matar a Ole Anderson. Lo van a balear cuando entre a comer.

—¿Ole Anderson?...

—Sí.

El negro se pasaba la punta de los dedos por la boca.

—¿Se fueron? —preguntó.

—Sí —dijo George—, salieron.

—No me gusta —exclamó el cocinero—. No me gusta nada.

—Escucha —dijo George a Nick—. Sería bueno que fueras a ver a Ole Anderson.

—Está bien.

—Es mejor que no te metas para nada en esto —intervino Sam—. Mejor que no te metas.

—No vayas tú si no quieres —dijo George.

—Meterse en cosas como ésta no lleva a ninguna parte —insistió el cocinero—. Quédate aquí tranquilo.

—Voy a verlo —dijo Nick a George—. ¿Dónde vive? Sam les dio la espalda.

—En la pensión de Hirsh.

—Iré allí.

Fuera la luz del farol brillaba por entre las desnudas ramas de un árbol. Nick fue calle arriba caminando en medio de la calzada, y al llegar al otro farol, tomó por una callejuela lateral. Tres casas más allá estaba la pensión de Hirsh. Nick subió los dos pisos y tocó la campanilla. Una mujer acudió a abrir.

—¿Está Ole Anderson?

—¿Quiere verlo?

—Sí; si está.

Nick siguió a la mujer, que subió una corta escalera, y luego hasta el fondo de un corredor. Allí golpeó en la puerta.

—¿Quién es?

—Alguien quiere verlo, señor Anderson —dijo la mujer.

—Soy Nick Adams.

—¡Entra!

Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Anderson estaba en la cama vestido. Había sido boxeador profesional de peso pesado y era demasiado largo para la cama. Tenía la cabeza sobre dos almohadas. No miró a Nick.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Estaba en casa de Henry —dijo el muchacho—, cuando llegaron dos tipos. Nos ataron a mí y al cocinero. Decían que habían ido a matarte a ti.

Al contarlo le pareció una tontería. Ole Anderson no dijo nada.

—Nos pusieron en la cocina —continuó Nick——. Iban a balearte cuando entraras a comer.

Ole Anderson miró hacia la pared sin decir nada.

—George creyó que era mejor que viniera a decírtelo.

—No puedo hacer nada —dijo Ole Anderson.

—Te voy a decir cómo eran.

—No quiero saberlo —declaró Ole. Miró la pared—. Gracias por haber venido a decírmelo.

—Está bien.

Nick miró al hombre que estaba en la cama.

—¿Quieres que vaya a ver a la policía?

—No —dijo Anderson—. No vale la pena...

—¿Puedo hacer algo?

—No. No hay nada que hacer.

—Tal vez no sea más que una fanfarronada.

—No. No es una fanfarronada.

Ole Anderson se dio vuelta hacia la pared.

—Lo malo —dijo hablando hacia la pared—, es que no puedo decidirme a salir. He estado aquí todo el día.

—¿No puedes salir del pueblo?

—No —dijo Ole Anderson—. He terminado con eso de dar vueltas de una parte a otra.

Miró la pared.

—No hay nada que hacer ahora —dijo.

—¿Podrías arreglarlo en alguna forma?

—No. Me metí donde no debía —hablaba con la misma voz monótona—. No hay nada que hacer. Puede que más tarde me decida a salir.

—Bueno, me vuelvo a lo de George.

—Hasta luego —dijo Ole sin mirar a Nick—. Gracias por haber venido.

Nick salió. Al cerrar la puerta vio a Ole Anderson, vestido, tirado en la cama y mirando hacia la pared.

—Ha estado en su cuarto todo el día —dijo la mujer, que lo esperaba abajo—. Supongo que no se siente bien. Le dije: "Señor Anderson, debía salir a dar un paseo en un día tan lindo como éste", pero no tenía ganas.

—No quiere salir.

—Lamento que no se sienta bien —dijo la mujer—. Es un hombre muy bueno. Fue boxeador, ¿sabe usted?

—Sí.

—A no ser por la cara, nadie se daría cuenta —dijo ella. Estaban hablando dentro, con la puerta de calle abierta—. ¡Es tan educado!

—Bueno. Buenas noches, señora Hirsh —dijo Nick.

—Yo no soy la señora Hirsh —replicó la mujer—. Ella es la dueña. Yo sólo soy la encargada. Soy la señora Bell.

—Bueno; buenas noches, señora Bell.

—Buenas noches —contestó ella.

Nick caminó por la calle oscura hasta la esquina iluminada por el farol y luego por la huella de la calzada hasta llegar al salón comedor Henry. George estaba dentro, detrás del mostrador.

—¿Viste a Ole?

—Sí —dijo Nick—. Está en su cuarto y no quiere salir. El cocinero abrió la puerta de la cocina, desde donde había oído la voz de Nick.

—¡No quiero oírlo, siquiera! —dijo y cerró la puerta.

—¿Se lo dijiste?

—Seguro. Se lo dije, pero él sabe lo que ocurre.

—¿Qué va a hacer?

—Nada.

—Lo matarán.

—Supongo que sí.

—Debe haber tenido algo en Chicago.

—Me imagino —dijo Nick.

—¡Qué lástima!

Callaron. George tomó el repasador y limpió el mostrador.

—¿Qué habrá hecho?

—Habrá traicionado a alguien. Ellos matan por eso.

—Me voy a ir de este pueblo —declaró Nick...

—Sí, haces bien.

—No puedo soportar la idea de verlo en su cuarto esperando y sabiendo lo que le va a pasar. ¡Es demasiado horrible!

—Bueno —dijo George—. Mejor es no pensar en eso.

FIN


 





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