miércoles, 1 de agosto de 2012

HECTOR TIZÓN




HECTOR  TIZÓN

Héctor Tizón nació en Yala, Jujuy en octubre de 1929 y falleció antes de ayer Jujuy, 30 de julio de 2012, fue escritor, periodista, abogado y diplomático argentino. Su última actividad fue como Juez de la Corte Suprema en su provincia natal. No escribió poesías.

Abandonó la diplomacia en 1962 y, de regreso en Argentina, desempeño brevemente el cargo de ministro de Gobierno, Justicia y Educación.

Su primer libro fue publicado en México en 1960, A un costado de los rieles.

Parte de su obra, siempre fiel a sus raíces y su lugar de origen con sus mitos e historias, ha sido traducida al francés, inglés, ruso, polaco y alemán. Ha sido distinguido con varios premios, incluyendo el de «Brillante», así como con los de «Consagración Nacional», Academia de Letras, «Gran Premio de Honor» de la Sociedad Argentina de Escritores, y del Fondo Nacional de las Artes.

Fue exiliado, debiendo efectuar su salida forzosa de Yala. Tizón, se exilió en España (1976-1982) durante la última dictadura militar de la Argentina.

Al regreso a la argentina, la novela "El hombre que llegó a un pueblo" es el fracaso de esa llegada. 

El cuento "Regreso" narra las perplejidades de un regreso imposible.

 
FALLO CONTRA UNA MINA

Como juez de la Suprema Corte de Jujuy, Tizón luchó contra la minería a cielo abierto en el norte argentino. En 2010, y gracias a un fallo, fundamentado  en un voto suyo, se detuvo la instalación de una mina de Uranio en la zona de la Quebrada, en territorios de comunidades indígenas.

Allí, los vecinos se habían constituido en asamblea para luchar contra la minera Uranios del Sur, que tramitó permisos en más de 14 mil hectáreas.

Tizón planteó el peligro de contaminación y el derecho a un ambiente sano como Derecho Humano Fundamental así como el “papelón internacional” que suponía abrir minas en una zona que es Patrimonio de la Humanidad.




 

 

 

 

ASÍ ESCRIBÍA EL Dr. TIZÓN

Algunos fragmentos de su libro 

FUEGO EN CASABINDO – 1972


Aquí la tierra es dura y estéril; el cielo está más cerca que en ninguna otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge su voz es aterradora, implacable, colérica. Sobre esta tierra, en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos dioses. Ya no hay aquí hombres extraordinarios y seguramente no los habrá jamás. Ahora uno se parece a otro como dos hojas de un mismo árbol y el paisaje es igual al hombre. Todo se confunde y va muriendo.

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Los que escucharon hablar a los más viejos, dicen que no siempre reinaron la oscuridad y la pobreza, que hubieron aquí grandes señores, hombres sabios que hablaban con elocuencia, mujeres que parían hijos de ánimo esforzado, orfebres de la madera, de la arcilla y de los metales de paz y de guerra, músicos, pastores de grandes majadas y sacerdotes que sabían conjurar los excesos divinos, gente que edificaba sus casas con piedra. Pero eso ocurrió en otros tiempos, antes de que el Diablo, al arribo de los invasores, desguarneciera la puna arreando a este pueblo hacia los valles y llanuras bajas, donde crece el bosque.

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Después el hombre dijo: 

—Tengo frío, y traigo unas novedades —y pasó adentro acu­clillándose junto al fuego que empezaba a avivarse con la resina de las raíces que la vie­ja había agregado. El hombre se quitó el sombrero y con él comenzó a soplar, aumentando algunas chamizas que extrajo de entre otras amontonadas en un rincón, donde tam­bién se agrupaban un par de ollas de fierro, una bateíta con harina de chucán y unos cal­zones de lana.

En eso explotó otra bomba y de seguido un rebuzno.

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Cuando regresó ya habían pasado mu­chos años, y de la belleza de tía Gertrudes só­lo restaban su ligereza de piernas y aquella luz en los ojos. Su hermana, Gerencia, hacía tiempo que había fallecido. La onda de un rayo en seco la había estrellado contra un poste, pero no terminó de golpe sino que es­tuvo muñéndose como un mes pues el cura no acababa de llegar. Durante ese mes por su lecho de moribunda desfilaron todos, inclu­so forasteros provenientes de los valles, con­trabandistas con asiento en Sococha, arrie­ros, turcos gentiles que acudieron por las dudas valiera el tocarla, rozar sus ropas o sus manos ya tendidas y secas junto a su cuerpo flaco sobre la cama. Y todos regresa­ban esperanzados en que si ese azote del Diablo resultaba al fin inocuo la pobrecita se bienaventuraba.
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De las quince cabalgaduras que hicieron el viaje, tan sólo tres regresaban. Su andar era lento y desacompasado. Al frente de su derro­ta venía un hombre flaco, cuarentón, de gran sombrero de paja fina cuyas alas se humillaban bajo el viento. De todos los que fueron acarreando el petitorio, regresaban estos dos: Genovevo y su patrón; el fracaso había aco­bardado al resto, aunque algunos —sin impor­tarles mucho, en realidad, el fracaso— termina­ron por sucumbir al sortilegio de la ciudad. Incluso los dos propietarios alfabetos, a quie­nes la cultura, seguramente, había hecho blandos y transadores.

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Al tiempo que casi todos los dedos y todas las caras se dirigían hacia arriba, al campa­nario, llegaban el gobernador y su comitiva compuesta sólo de dignatarios civiles y ecle­siásticos; los militares no aparecieron, para no reabrir la herida en los nativos.

Los toritos levantaban la testuz, impacien­tes, en el corral.

En el atrio, amparado en su quitasol, el santón recitaba: porque yo, dijo el Señor, he desterrado de este pueblo mi paz, mi miseri­cordia y mis piedades... y morirán los grandes y los chicos en este país y no serán ente­rrados ni plañidos.

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El guerrero maltrecho cuya mano sostenía la mujer, levantó la cabeza y miró en direc­ción del campanario, y la campana dejó de sonar. También cesaron las voces que reza­ban. La música de los instrumentos se detu­vo y el viento no sopló. Ambos, el que permanecía arrodillado junto a la mujer y el hom­bre trepado en el campanario, se vieron. Allí estaban, inmóviles, mirándose.

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El hombre se deslizó de la torre, saltó del tejado del coro al fondo del callejón e inten­tó correr en línea recta, pero, hacia la entra­da, distinguió las figuras de un hombre de negro y una mujer de cofia, imprecisamente, lejos y cerca, en actitud de atajarlo o de espe­rarlo. Aguardó un momento; su caballo, en algún lado, relinchó, llamándolo.

El guerrero con la pierna vendada, se in­corporó y argumentando tener necesidades del vientre, dijo a la mujer: ya vuelvo.

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Acorralado, comenzó a trepar por el ta­pial, justamente donde el caballo relinchaba y daba de coces.

Penosamente, el otro llegó a los fondos don­de la mula pacía. Había allí una enorme piedra colorada, no lejos de un horno de barro para hacer el pan. Y en el espacio de sombra, entre la piedra y el horno, sobre el suelo, colocó el puñal y se arrojó encima, muriendo como los héroes.
El otro alcanzó el borde del paredón y des­de allí vio al caballo que lo llamaba, parado en dos patas, y a lo lejos, la enorme extensión abierta. Al disponerse a saltar sintió como que su cuerpo ya no existía, que ya no había claridad ni oscuridad. Pero sin embargo vio el fuego de una inmensa hoguera que se ele­vaba al cielo; un árbol en medio de la llanu­ra, y en el cielo miles de caballos galopando sin cesar. Y eso fue lo último que vio al saltar.
El caballo huyó al galope, huyó por la es­tepa abierta galopando sobre el suelo duro, y la gente sólo veía al caballo, no al jinete, ga­lopando fugado y sin rumbo; la procesión continuó y luego el Santo fue encerrado.

Recién al día siguiente, un niño, que juga­ba al tejo, descubrió el cuerpo muerto y des­compuesto de un hombre al que le faltaba un ojo, tirado en un zanjón, junto al tapial de la iglesia. Y aunque no hallaron otras señales de violencia más que esa herida del ojo vaciado, casi cicatrizada, todos relacionaron esa muer­te con la de aquel que habían encontrado con un cuchillo clavado en el vientre.

Y así los lloraron e hicieron las honras de ambos. 


 



 


 


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